Perpetuando el miedo

A la madrugada, cuando el silencio se viste de ausencias, cuando la oscuridad parece tener la densidad de un cuerpo sólido, el sonido de las cerraduras rasga el aire como un presagio. Él despertó, aunque no recordaba haberse quedado dormido. Su mente había aprendido a vivir en una vigilia perpetua, esa que no distingue entre el sueño y la vigilia, porque el cuerpo ya no es capaz de descansar. Los guardias llegaron sin aviso, sin piedad, como sombras que no pronuncian palabra alguna. En ese instante, en ese tenso cruce entre el no saber y el miedo, lo sacaron de su celda. Así, sin más, sin más que el chirrido metálico de los cerrojos, sin más que el abismo de la incertidumbre. Su vida quedó atrás como una sombra fugaz, como un perfume que desaparece al contacto con el viento.

Los traslados en la cárcel no son accidentes ni decisiones administrativas. Son actos calculados, minuciosamente orquestados para recordarles a los prisioneros que no son nada más que piezas en un gran juego sin reglas. Él, como muchos otros, fue arrancado de su lugar, de su pequeña existencia organizada, de su tenue rutina, como si fuera un escombro que debe ser arrastrado. No importaba cuántos días, cuántos meses, había pasado en su celda anterior. No importaba que, por fin, hubiera logrado construir una mínima paz con los demás presos, una convivencia que se había ganado a base de silencios, de miradas furtivas, de respeto tácito. Todo eso, al instante, se desmoronó con el eco de los pasos de los guardias, con el crujir de los barrotes.

El miedo del hombre no era solo el miedo a lo físico. No era el miedo a los golpes ni al abuso. No. Su miedo era otro, más profundo, más silencioso. El miedo a ser arrancado una vez más de ese pequeño rincón que había logrado, de esa falsa calma que había construido. Pero los traslados no se detenían, no daban tregua. La cárcel, como una maquinaria, no permitía que nadie “hiciera pie”. ¿Quién podría encontrar estabilidad si el suelo bajo los pies se movía constantemente? Si el futuro no era solo incierto, sino completamente desconocido, si la cercanía de un compañero de celda podía volverse de pronto la distancia más temida, la de un desconocido que entraba con la mirada de un predador.

Y entonces llegó la paradoja. Cada vez que parecía que la paz, por fin, se asentaba como un leve respiro, los cambios llegaban como un huracán. La tranquilidad, esa que había logrado tejer con hilos de miedo y respeto, se desvanecía. El miedo a lo inesperado, el miedo al nuevo pabellón, el miedo a los nuevos compañeros, se volvían monstruos más grandes. Las celdas se abrieron, y los rostros de los viejos prisioneros desaparecieron como fantasmas, dejando atrás una vacuidad difícil de llenar. ¿Quién ocuparía su lugar? ¿Sería alguien peor? ¿Sería alguien más fuerte, más peligroso? ¿Alguien que haría añicos lo poco que había logrado?

Afuera, la familia perdió contacto. Ellos no sabían. No sabían que el hombre ya no estaba allí, en el lugar donde habían dejado sus ropas, sus cartas, sus recuerdos. Nadie les avisó. Nadie les dijo. La familia, en su angustia, se sintió como si hubiera perdido algo tan esencial como la luz, como si la oscuridad hubiera devorado todo. Buscaron, llamaron, gritaron. Y en la respuesta solo hubo vacío. No se trataba solo de la distancia física, de la distancia geográfica que los traslados imponían. No, el verdadero abismo era el emocional. Las visitas se hacían imposibles. La burocracia, ese monstruo insensible que siempre tiene una respuesta, una excusa, nunca encontró un “sí” para sus preguntas. La distancia se alargaba, no solo en kilómetros, sino en la imposibilidad de estar cerca. La cárcel había diseñado todo de tal forma que la familia se viera forzada a renunciar. A renunciar al contacto, al consuelo, a la posibilidad de llevarle lo que necesitaba. La distancia no solo era física. Era mental, era emocional.

Y aún más, la vida en prisión se regía por reglas inquebrantables, reglas que cambiaban de prisión a prisión. Aquello que un día fue permitido, el siguiente no lo era. Un objeto, un gesto, una palabra, podían ser ahora motivo de castigo. Todo se perdía, todo se desvanecía lentamente, como si la cárcel fuera una fuerza que desgasta, que roe las identidades, que convierte en polvo lo que alguna vez fue. Lo que quedaba de él, de su ser, de sus posesiones, se desintegraba. La esperanza de encontrar un lugar en el que pudiera ser algo más que un número se desmoronaba. No quedaba nada.

La ironía de todo esto era brutal. La cárcel no mataba a los hombres con la fuerza. No. La cárcel los mataba con la indiferencia, con la repetición del castigo sin sentido, con la negación de cualquier posibilidad de paz. La prisión no los quebraba con barrotes o grilletes. Los quebraba con la monotonía, con el vacío de lo absurdo, con el poder de la indiferencia. Un hombre no desaparece solo porque su cuerpo es movido de un lugar a otro. Un hombre desaparece cuando su alma ya no sabe dónde encontrarla.

Quizás, en el fondo, la pregunta no era si la cárcel lo estaba destruyendo, sino si él mismo se había dejado destruir por un sistema que no pretendía otra cosa que eso. ¿Qué queda de un hombre cuando todo lo que le queda es el miedo y el olvido?

Jorge Kagiagian 

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