Juicio del sol
Parte 1
El Juicio del Sol
El hombre está allí, de pie, como un espectro en el centro del juicio. Los rayos de sol entran por la ventana alta, alcanzando su rostro con una calidez que contrasta con la frialdad del recinto. El juez, solemne y distante, lo observa desde su trono elevado, pero la mirada del hombre no está en él. Sus ojos están fijos en el cielo que apenas puede vislumbrar a través del vidrio. Es un cielo azul, limpio, casi irreal. Uno que no volverá a contemplar.
Su corazón late como un tambor silencioso, marcando el paso de segundos eternos. El aire está cargado, lleno de palabras no dichas, de acusaciones que flotan como un veneno invisible. Frente a él, los rostros de los presentes son máscaras: la indiferencia del fiscal, la atención tensa de los observadores, y ahí, entre ellos, el rostro de quien lo condenó con mentiras. Esa persona que decía amar a Jesús. Su falsedad parece resplandecer más que la verdad.
El hombre respira profundamente, y el aire que llena sus pulmones sabe a hierro, como si ya estuviera dentro de una celda. Su piel siente el peso del ambiente: el calor de los rayos de sol en su rostro, el frío del mármol bajo sus pies, el áspero roce de la camisa que lleva puesta. Es consciente de todo, de cada pequeño detalle, porque sabe que serán los últimos instantes de libertad que experimentará en mucho tiempo.
Un susurro de nostalgia atraviesa su mente como una ráfaga helada. Recuerda la textura de la tierra húmeda bajo sus manos, el aroma del café recién hecho en la mañana, el canto distante de los pájaros. Cada recuerdo es una herida que no puede cerrar, una verdad que la mentira le está arrebatando. ¿Qué siente ahora? No es solo tristeza. Es algo más profundo, una mezcla de resignación, impotencia y una extraña serenidad. Una aceptación amarga de que la justicia no siempre es justa.
Cierra los ojos un momento, intentando aferrarse a algo, cualquier cosa que lo mantenga entero. Escucha el murmullo de la sala, el crujido lejano de una puerta, el vuelo de un insecto que traza círculos en el aire. Todo eso es parte del mundo que está perdiendo. Cuando los abra de nuevo, ese mundo ya no será suyo.
El juez pronuncia algo, pero las palabras llegan a sus oídos como ecos distantes. No las escucha, porque en su interior se libra un juicio más grande. Piensa en su inocencia, en cómo no pudo defenderse, en la brutalidad de las mentiras que lo llevaron aquí. Piensa en el amor, o en lo que creyó que era amor, y en cómo se convirtió en esta traición amarga. Pero también piensa en el sol, en su luz, en su calor. En cómo ese mismo sol seguirá brillando sobre el mundo, aunque él no lo vea.
Abre los ojos y deja que la luz lo envuelva una vez más. Ese es su último acto de libertad: mirar al sol como si pudiera grabar su imagen en su alma, como si eso bastara para iluminar la oscuridad que se avecina. Y cuando el juez dicta su condena, el hombre no mira al frente, no mira a quien lo traicionó,
**Jinete Maldito**
En los confines sombríos del azar funesto,
aprisionado en el ruego del avieso conjuro,
impávido castigo, yugo opresor,
azota como jinete maldito.
Todas las noches son la misma;
ilusión tramposa de un espejo macabro.
Sirviendo al demonio maldito de carne propia.
Un eterno olvido embriaga ausencias,
lucen frívolas naderías,
desorientada existencia,
colmada de nadas, rebosando vacíos.
Cual cadáver desangrado, arrastro cruces como pasos,
sin vida ni destino en sendero mortuorio.
Desde abismo hondo, alzo lacerados ojos,
al firmamento lejano, más glorioso y notorio.
Carcajadas infernales acosan mi cordura,
regocijadas en sufrimientos sin tregua.
El compás de tumba no hace más que aumentar,
seres malditos y yertos, compañía sin ruego.
Dolor perpetuo, implacable, eterno,
en ciclo vicioso de ajena redención.
En cada tumba yace dolor,
malditas criaturas compañía de pena.
¡Irrompible hechizo opresor,
carga que al ser corroe!
Mas, atrapado en danza de horror,
donde vida y muerte se entrelazan amantes.
La sombra helada susurra malditos estertores
y el pesimismo seductor
engaña los venideros.
Cada verso futuro, eco de abismos descarnados,
reflejo oscuro, sin piedad,
a tajos me devora.
Cuando el cielo de la noche descansa, la oscuridad simula tregua,
Un brillo resplandece como alivio sanador,
más, en la sombra,
el perverso jinete prepara un azote traidor.
Disfrazado, regresará sonriente,
ocultando la fusta y las espuelas agudas.
En su rostro,
la astucia paciente de un ser maldito.
Así, errante en propio laberinto,
marchitando tiempo en lamentos sempiternos.
En tumba abierta, me sumerjo
en la dantesca negrura de soles muertos y callados.
En oscuridad, condena,
obra maldita de manos propias.
Mi cuerpo devasto, cobijando demonios,
como cadáver andante,
sin alma, sin descanso.
Jorge Kagiagian
**¿Por qué la lluvia me causa tanta nostalgia?**
Llueve,
y la nostalgia me invade.
¿Será, porque cada gota
fue color,fue nube fue cielo
Y hoy... tormenta ?
Quizás
una de esas gotas, se elevó, dejando en el mar
un profundo vacío,
o surcó inadvertida
los ríos, los arroyos.
Quizás fue angustia
en la humedad
de una almohada.
Quizá
esa gota fue una lágrima
escapando de su mirada,
una gota que entró en ella
al beber de una copa deseando olvidar.
Tal vez fue su sangre,
su cuerpo, su corazón...
Tal vez fue miedo, fue dolor,
tal vez silencio y desolación.
Quizá en una noche
de tristeza y soledad,
esa lágrima fue el amor deseando morir.
Quizá en una noche
de tristeza y soledad,
esa lágrima fue su alma.
Siento que la lluvia
jamás se detendrá…
Jorge Kagiagian
**Silencio de Dios**
La mirada traidora del buen cristiano,
que predica el bien y practica el engaño,
deleita el paladar del infierno,
del buen Dante.
Oh, cristiano,
¿no temes la ira de tu Dios?
Su Hijo dirá:
“No te he conocido.
Eres tibio, vomitado...
por la luz negra y el azufre engullido.”
Tu velo nupcial y la belleza
de tus huesos amarillos
embelesan de espanto.
Dame tu beso incestuoso.
Que arda el pecado
entre los pecados.
Te abracé en el perdón,
y tus labios de fresa
susurraron muerte en mi oído.
Enredadera de espinas
que jamás dio flor,
corona de Jesús,
yace en tus malditos brazos.
Consumido en propio fuego,
cenizas negras
al vacío eterno llevará.
El silencio de Dios será tu morada.
Jorge Kagiagian
**Súplica de un condenado**
Siento el vértigo, el miedo
Me resisto, de mí ya no depende
a una fuerza superior sometido
Me atrae, me arrastra, me consume
De esta pesadilla, despertaré... tan solo
frente a mi realidad tan dolorosa como injusta
La tensión permanente. ¡Oh, trono de Damocles!
Tan insoportable que la espada en caída
es maná del cielo, es dulce ambrosía
Alivia mi alma, Dios si es que existes
Dame fuerzas para soportar lo venidero
Y si no existes... ya no queda esperanza alguna
Me esconderé en la humedad, bajo una piedra
como el insecto que negué ser, pero siempre fui.
Ten piedad de mí, Dios mío, como yo no la tuve contigo.
Jorge Kagiagian
**El Olvido de los Muros**
En el corazón de la cárcel, donde el tiempo se mide en sombras que se alargan y se acortan con la luz tenue de un cielo distante, un hombre se sienta sobre la fría dureza de su cama de concreto. No hay palabras que rompan el silencio; sólo el eco de su respiración, como un susurro que se ahoga en la inmensidad de la soledad.
Cada día comienza igual, con el amanecer filtrándose a través de las barras que dibujan líneas en el suelo, líneas que parecen contar los días que se amontonan unos sobre otros. Pero el hombre ya no sabe cuánto tiempo ha pasado. Los días se desvanecen como un río que fluye hacia el olvido, llevándose consigo los ecos de voces que alguna vez lo rodearon.
Primero fue la ausencia de sus amigos. Los mismos que prometieron estar allí, los que juraron lealtad en tiempos de vino y risas. Sus nombres, que solían llenarlo de calidez, ahora son un peso en su pecho, un recordatorio de promesas quebradas. Se los imagina en el mundo exterior, alzando copas, ocupando sus espacios, abrazando una libertad que alguna vez compartieron.
Después fue su familia. Su madre, cuyo abrazo siempre fue un refugio, ahora es un recuerdo que duele más que el acero de las rejas. La última carta que le escribió está arrugada en un rincón de la celda. Una carta breve, sin emoción, que rezuma un silencio más cruel que cualquier insulto. **"Tu padre no puede verte así. Tus hermanos están ocupados. Cuida de ti mismo."** Palabras simples, pero tan pesadas como cadenas.
Piensa en sus hermanos, los que alguna vez corrieron con él por los campos, los que compartieron secretos al amparo de la noche. Ellos también lo han olvidado. **"Es por su bien,"** se dice a sí mismo, pero no puede ignorar la punzada de traición. Lo dejaron aquí, abandonado, como si su existencia fuera una mancha que quisieran borrar.
Y sus cosas. Todo lo que poseía, todo lo que construyó, se ha desvanecido en manos que no son las suyas. Las fotografías que adornaban su hogar, los libros que alguna vez le llenaron el alma, incluso los pequeños recuerdos que atesoraba. Todo ahora pertenece a otros, disperso como hojas secas en el viento.
Se pregunta si alguna vez significó algo para ellos. ¿Fue sólo un espectro que pasaba por sus vidas, una sombra que podían olvidar cuando ya no les resultaba útil? La cárcel no es el peor castigo. Es el olvido. Es la certeza de que el mundo sigue girando, indiferente a su dolor.
A veces, cierra los ojos y trata de recordar sus rostros. Su madre, con lágrimas en los ojos; su padre, serio pero orgulloso; sus amigos, riendo en noches que parecían eternas. Pero los recuerdos se desvanecen, como un sueño al despertar. Y cuando vuelve a abrir los ojos, sólo está la celda, los muros que no hablan, y la soledad que lo envuelve como un sudario.
El hombre piensa en la vida fuera de estas paredes. No la vida que dejó atrás, sino la que ahora existe sin él. Es un mundo donde sus amigos beben y ríen, donde su madre cocina en silencio, donde su padre se pasea por los campos, donde sus hermanos cuentan historias en las que él ya no aparece.
No hay cartas, no hay visitas, no hay señales de que aún exista para ellos. Y sin embargo, el dolor más profundo no es su ausencia, sino la sensación de que tal vez nunca lo quisieron como él creyó.
Se siente más solo que nunca, pero no llora. Las lágrimas no sirven aquí, donde sólo el eco las acompaña. En su interior, se forma una especie de aceptación amarga, un conocimiento cruel: la cárcel no está hecha sólo de barrotes y muros. Está hecha del olvido, del vacío que dejan quienes prometieron estar pero eligieron irse.
Y así, el hombre permanece allí, día tras día, mirando el fragmento de cielo que la ventana le permite ver. Se aferra a ese trozo de infinito, porque es lo único que no le han robado.
Piensa en la traición, en el abandono, en las palabras que nunca llegaron. Y aunque el dolor lo carcome, se promete algo: su alma no será otro objeto más que ellos puedan olvidar. Su soledad será su fuerza, su silencio, un grito que sólo él entenderá. Porque, al final, si no tiene a nadie más, al menos aún se tiene a sí mismo.
Y eso, aunque tenue y frágil, será suficiente para seguir respirando.
Jorge Kagiagian
**Ecos en la Oscuridad**
El hombre está allí, suspendido en un instante que no tiene fin. Su cuerpo encorvado sobre el catre parece más una grieta en la penumbra que una presencia viva. La celda, un puñado de piedra y sombras, lo contiene como si fuera parte de ella: un objeto olvidado en un rincón donde la luz no alcanza.
El aire está quieto, denso, cargado de un silencio que pesa tanto como el concreto bajo sus pies descalzos. Su respiración es un rumor apenas audible, una brizna de humanidad en un lugar que carece de todo lo humano.
Cierra los ojos, no para descansar, sino para buscar dentro de sí algo que justifique seguir respirando. Pero lo que encuentra es vacío, un hueco tan vasto que parece haber devorado incluso los recuerdos. ¿Qué fue de su vida? Una sucesión de imágenes fugaces cruza su mente: una risa a medias, el calor de una mano que ya no está, un aroma de café que nunca volverá a llenar el aire. Pero todo se disuelve antes de tomar forma, como si el tiempo mismo se negara a cederle algún alivio.
La pared contra su espalda es fría, y él se presiona contra ella, intentando sentir algo que no sea la nada que lo devora por dentro. Pero la piedra no responde. Ni el aire ni la oscuridad se inmutan. Él es solo una pieza más de ese espacio inerte.
No recuerda cuándo empezó este instante eterno. Quizás ha estado aquí desde siempre. Quizás este lugar es él: la humedad que se filtra por las grietas es su propia desesperación, las sombras que cubren el suelo son fragmentos de su alma rota, y el eco del silencio es su grito, atrapado, rebotando sin fin entre las paredes.
Sus manos, inertes sobre sus rodillas, son las de un hombre que ya no lucha. Pero, en lo profundo de sus dedos temblorosos, aún hay un leve temblor, como si algo resistiera, diminuto y frágil. No es esperanza. No podría llamarlo así. Es más bien un impulso primitivo, un instinto que no sabe morir, una chispa que se aferra a la vida aunque no haya motivo.
El tiempo no existe aquí. El instante es eterno, y, sin embargo, cada segundo es un peso que aplasta. Fuera de estas paredes, el mundo sigue girando, indiferente. Pero aquí, el universo se ha reducido a esta celda, a este hombre, a este silencio.
Él no piensa en el futuro, porque no lo hay. Ni en el pasado, porque ya no le pertenece. Solo siente el presente, un presente que lo envuelve como una marea negra. Quiere desaparecer, fundirse con la sombra, pero algo dentro de él lo mantiene en su lugar. Quizás es la certeza de que, aunque todo está perdido, aún queda el eco de lo que fue, reverberando en la oscuridad.
Y ese eco, tenue y solitario, es lo único que lo une a la vida.
Jorge Kagiagian
**Ay, cielo oscuro**
Ay, cielo oscuro que corona la noche invisible.
Busco entre las grietas tu bendición.
Los lobos te veneran,
las aves fluyen en tus ríos.
Aquí, ráfagas,
y yo, sin poderte ver.
Ay, cielo silencioso,
árboles qué danzan,
un eco oscuro y profundo se deja oír.
Lo escucho atento,
como si algo quisiera confesar.
Será otra noche
que te escapas de mis ojos.
Pero un día,
todo sucumbirá ante tu grandeza.
Y saldré corriendo al monte más alto;
trepando en un árbol danzante,
llegaré a ti.
Y luego de una caricia
contigo me llevarás.
Jorge Kagiagian
**condena social **
En el fondo de su celda, donde las sombras parecen más profundas, el hombre se queda inmóvil, sintiendo cómo su existencia se disuelve en la piedra que lo rodea. No es solo el encierro físico lo que lo oprime, sino el peso invisible de una sociedad que lo despojó de su rostro y su nombre.
Ellos, los de afuera, lo ven como un número, una estadística que engorda el vientre de un sistema voraz. La justicia, en su túnica hipócrita, no lo redime ni lo corrige. Lo devora. Es un engranaje más en una maquinaria que lucra con su miseria, que alimenta sus bolsillos con los días que él pasa entre la inmundicia y el olvido.
Sus pensamientos son un torbellino que no encuentra calma. Piensa en los juicios que nunca tuvieron voz, en las condenas dictadas no por pruebas, sino por prejuicios. Para ellos, los que duermen tranquilos tras sus puertas cerradas, él es culpable por existir, por habitar un lugar en la periferia del mundo, donde la pobreza se confunde con el crimen.
La celda es más que un espacio físico; es una trampa de humanidad despojada. Cada grieta en la pared es una herida que nunca cerrará, un testimonio de todas las vidas que allí se quebraron antes que la suya. En la esquina más húmeda, donde el olor a moho se mezcla con el hedor de los cuerpos que pasan por allí como espectros, las ratas mordisquean restos que alguna vez fueron alimento. Él las observa con una extraña envidia. Ellas, al menos, son libres para moverse entre las sombras.
Su cuerpo ya no le pertenece. Se ha vuelto un cascarón frágil, marcado por las enfermedades que proliferan como una marea imparable. La piel le arde bajo la fiebre, los pulmones le duelen con cada respiro, y los ojos, enrojecidos, apenas sostienen la luz que se filtra entre los barrotes. La burocracia es un enemigo silencioso y cruel. Una petición médica tarda semanas en ser respondida, y para entonces, ya no importa. El hombre aprende que aquí la muerte no es un evento, sino un proceso lento y metódico.
Sin embargo, el mayor sufrimiento no está en su carne, sino en su mente. El encierro le roba la noción del tiempo, y con ella, su cordura. Hay noches en las que los muros parecen respirar, en las que el eco de pasos le habla con palabras que no comprende. Otras veces, el silencio es tan abrumador que siente que su propia voz, si intentara usarla, se perdería como un susurro en el vacío.
Y entonces está la vergüenza, esa que lo quema por dentro más que cualquier fiebre. Vergüenza por estar allí, por ser señalado como lo que la sociedad teme y desprecia. Pero también una vergüenza más profunda, más amarga: la de saber que, aunque saliera de estos muros, el juicio seguiría. No hay redención para los caídos, solo una marca indeleble que los condena incluso después de pagar su supuesta deuda.
El hombre se pregunta si el mundo que lo encerró alguna vez será capaz de mirar más allá de sus propias sombras. Si alguna vez entenderán que no es él, ni los otros que lo rodean, quienes realmente corrompen. La corrupción está en las manos que cuentan el dinero ganado con cada sentencia, en las bocas que proclaman justicia mientras perpetúan el ciclo de opresión.
Pero en este lugar, esas preguntas no tienen respuestas. Solo queda el eco de sus propios pensamientos, rebotando entre los muros, resonando en su cabeza hasta volverse insoportable. Él cierra los ojos y respira, intentando aferrarse a la chispa que aún lo mantiene vivo, esa chispa que, aunque tenue, se niega a extinguirse.
Y así, en el olvido de los muros, el hombre sigue existiendo. No viviendo, no esperando. Solo resistiendo. Porque en este infierno de ratas, enfermedades y burocracia, resistir es la única forma de conservar lo poco que queda de su humanidad.
Tal vez
Tal vez me pienses
como la lluvia piensa en la tierra,
como el río piensa en su cauce,
o tal vez no.
Tal vez camines por senderos de sombras
donde mi nombre resuena en ecos,
donde el tiempo no sabe olvidar,
o tal vez no.
Tal vez tus manos busquen en el aire
la forma de mi ausencia,
el calor que se extinguió
entre la ceniza de un adiós,
o tal vez no.
Tal vez en tus noches,
donde el insomnio dibuja memorias,
mi voz se alce como un susurro
que nunca se apaga,
o tal vez no.
Tal vez, bajo el mismo cielo,
una estrella tiemble entre nosotros,
una señal de aquello que fue
y nunca será,
o… o tal vez no.
Pero si en tu silencio más profundo
el amor aún respira,
si en el abismo de tu soledad
mi nombre brilla como un faro,
entonces sabré que, tal vez,
me amas como yo a ti.
Jorge Kagiagian
**El hombre y el eco de la luz**
Arrodillado en el centro de la celda, el hombre parece más un espectro que una figura de carne y hueso. Su rostro está inclinado hacia el suelo, pero su alma se alza hacia algo más allá de estas paredes de concreto. Sus manos, entrelazadas en una súplica silenciosa, tiemblan como hojas al viento, pero no hay viento aquí. Solo está la inmovilidad de la cárcel, una inmovilidad que lo asfixia y lo envuelve.
El aire es denso, cargado de humedad y el olor metálico del óxido. Cada respiración que toma es un recordatorio de su encierro, de la realidad que no puede escapar. El frío del suelo se cuela por sus rodillas y recorre su cuerpo como una caricia cruel. Sus sentidos están alerta, no porque tema algo, sino porque el dolor lo mantiene consciente, lo conecta con el único mundo que le queda.
Los muros son testigos silenciosos, cubiertos de grietas que parecen pequeñas heridas abiertas en la piedra. Él las mira, encuentra en ellas un reflejo de su propia alma: rota, fragmentada, pero aún resistiendo al paso del tiempo. La tenue luz que se filtra por la diminuta ventana alta apenas ilumina el espacio. Es una luz fría, distante, que dibuja sombras largas y pesadas sobre el suelo.
Y sin embargo, esa luz es su única conexión con algo más grande. Él la siente como un toque divino, un rayo de esperanza que parece tan ajeno a este lugar. Su oración se eleva en silencio, palabras que no necesita pronunciar porque Dios, si está escuchando, puede oírlas en su corazón.
—Dios mío —piensa, porque no se atreve a romper el silencio—, dame una razón para seguir aquí. Una sola.
Sus pensamientos lo llevan lejos, más allá de la celda. Recuerda el aroma de la tierra mojada después de la lluvia, el calor del sol sobre su rostro, y el sonido de las hojas susurrando en el viento. Recuerdos tan simples, pero que ahora se sienten inalcanzables, como un sueño al que no podrá volver. Piensa en las personas que amó, en aquellos que lo traicionaron, en los momentos en que su fe titubeó.
El sonido de una gota de agua cayendo al suelo lo trae de vuelta al presente. Es un sonido minúsculo, pero resuena como un eco en la quietud. Él lo escucha y siente una extraña paz. Esa gota, ese pequeño detalle, le recuerda que el mundo sigue existiendo, incluso aquí. Que la vida, de alguna forma, persiste.
Cierra los ojos y siente las lágrimas deslizándose por su rostro, mezclándose con la humedad de la celda. No sabe si son de dolor, de resignación o de algo más profundo, algo que no puede nombrar. Su pecho se llena con un peso que no lo ahoga, sino que lo hace humano.
Cuando vuelve a abrir los ojos, la luz ha cambiado ligeramente. Es un cambio casi imperceptible, pero para él significa todo. Es un recordatorio de que incluso en la inmovilidad de este lugar, el tiempo avanza. Y mientras avanza, su oración continúa, aunque sus labios permanezcan cerrados.
No espera justicia. No espera redención. Pero en ese instante, arrodillado en el suelo frío, siente que está conectado con algo que trasciende las rejas, los muros y la oscuridad. Tal vez es Dios. Tal vez es solo el eco de su propia alma. Pero es suficiente para seguir respirando.
En la celda, el hombre permanece inmóvil, pero dentro de él hay un movimiento constante, un vaivén entre la desesperación y una esperanza tenue, frágil, pero presente. Afuera, la luz se filtra un poco más, como si el mundo respondiera, como si lo envolviera en un abrazo que él, en su oración, apenas empieza a comprender.
Jorge Kagiagian
De rodillas
Alabado seas, Padre eterno,
Señor Jesús, mi Rey y Salvador,
en esta oscuridad que me abraza,
en la que la injusticia me aprisiona,
donde la verdad se esconde en sombras,
y el abismo toma forma en tinieblas.
Te entrego mi corazón roto,
postrado ante tu infinita misericordia,
Tú que conoces la verdad negada,
sé mi juez, mi refugio, mi esperanza.
Aboga por mí, oh Señor santísimo.
Perdona a quienes me han condenado,
aunque sus mentiras hayan desgarrado mi ser,
porque sé que tu amor es más grande
que el mal que en el infierno arde.
Concédeme la fuerza para soportar el dolor,
y la paz para enfrentar el mañana,
sabiendo que tu justicia prevalecerá
más allá de este mundo y su pena.
Aunque prisionero, mi alma busca
la libertad que solo en ti hallo.
Lléname de tu luz, Señor,
y haz que recuerde, en este valle de lágrimas,
que no estoy solo, que Tú eres el Padre de todo,
mi guía, y siempre caminas a mi lado.
Amén.
Jorge Kagiagian
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