El juicio del sol parte 2

Juicio del sol 

Parte 2

**Silencio en la Celda**


En la celda oscura,  

el tiempo no avanza.  

Se quiebran los días,  

marchita la esperanza.  


Soy un ave sin alas,  

atrapada en el abismo.  

Mi crimen:  

vivir en tierra de egoísmo.  


Las paredes murmuran,  

son jueces implacables.  

El eco de mis lágrimas,  

cadenas insondables.  


Grito mi verdad,  

nadie escucha.  

La justicia, un negocio;  

su balanza se compra.  


Mis manos, limpias,  

cargan peso ajeno.  

Mis noches, largas,  

mi corazón, pequeño.  


Un rayo de sol  

se filtra por la reja,  

pero no calienta;  

su luz se aleja.  


¿La bondad donde está?  

Aquí todo es frío,  

es hierro, es soledad.  


Mis sueños, quebrados;  

mis versos, perdidos.  

¿Es este mi destino?  

Que otros decidan  

y yo… ¿y yo muera?  


Grito mi verdad;  

cae al vacío.  

Mi voz se pierde  

en un mar sombrío.  


Mientras tanto,  

respiro, aunque cueste,  

y en mi pecho,  

el fuego adormece.  


Quizá un día el viento  

lleve mi voz,  

y la cárcel rendida  

derrumbe estas rejas.  


Hasta entonces,  

sufro, con el alma herida.  

Soy el preso inocente,  

a quien le robaron la vida.  


Jorge Kagiagian


**La Flor en la Adversidad**


En los valles oscuros,

 el alma se quiebra;

 los días parecen fundirse en tinieblas.

 Allí estás tú, mujer de luz infinita.

 En las noches del miedo,

 erguida como un faro,

 nunca titilas.


El peso del mundo curva mi espalda,

 las palabras me ahogan y la fuerza se apaga.

 Tu voz, un murmullo, serena mi guerra;

 tu mano, mi refugio,

 me ancla a la vida, a la tierra.


Eres el puerto donde el naufragio cesa,

 la calma que sigue al rugir de la tormenta,

 la savia que nutre mis ramas caídas,

 el sol que renace tras largas heridas.

De rodillas abrazo tus pies,

 llegas a mi alma.

 Me levantas, me sanas

 con tus besos de miel.


No hay oro, ni joya que pueda igualarte;

 tu amor no se compra, no se vende.

 Los milagros tienen valor,

 pero precio no.

Eres mi escudo, mi fe renovada,

 la llama que brilla en la noche más larga.

 Eres mi vigila, mi timón,

 el sol divino,

 la estrella que sigo,

 el sendero por donde camino.


Por ti, respiro cuando falta el aire;

 por ti, resisto aunque el miedo me abrace.

 Eterna, constante, mi roca, mi aliada,

 mujer que en la sombra

 se vuelve alborada.


Eres la flor en la adversidad.


Jorge Kagiagian 

El rio de los suenos

La celda era un pozo sin fondo. En ella, la oscuridad no solo llenaba los rincones, sino que parecía tener vida propia, una presencia pesada que se aferraba a los huesos. El aire olía a humedad vieja, a paredes que habían guardado demasiados secretos y gritos apagados. Sobre el catre duro y angosto, él yacía inmóvil, los ojos cerrados, dejando que el silencio se convirtiera en el único compañero que no exigía nada.  




La prisión desaparecía en sus sueños. Allí, el tiempo se deshacía como el humo, llevándolo a un campo abierto donde corría descalzo, el suelo caliente bajo sus pies y el cielo tan azul que dolía mirarlo. A su lado, un perro con ojos brillantes saltaba con torpeza, ladrando con la alegría simple que solo los animales entienden. Él reía, una risa que sentía como una chispa viva en su pecho, algo que no experimentaba desde hacía demasiado tiempo.  




De pronto, el campo se desvanecía, y estaba sentado junto a un río, sus manos hundidas en el agua fría mientras escuchaba las voces de sus amigos a lo lejos. No recordaba qué decían, pero el sonido era cálido, familiar, como una canción que el alma reconoce aunque olvide las palabras.  




El sueño cambiaba otra vez. Ahora estaba bajo una lluvia suave, viendo un rostro que había amado más de lo que jamás admitiría. Los ojos de aquella figura brillaban con una intensidad que lo hacía temblar, y las palabras que compartían, aunque inaudibles, llenaban el espacio entre ellos como si fueran un puente invisible.  




Despertó en la celda con el corazón latiendo con fuerza, las imágenes de sus sueños aún flotando como humo en su mente. Por un instante, la oscuridad parecía menos densa, como si aquellos recuerdos hubieran dejado algo de luz tras de sí.  




Miró hacia el pequeño haz de luz que entraba por la ventana enrejada. No era mucho, apenas un destello débil que tocaba el suelo de concreto, pero fue suficiente para hacerlo cerrar los ojos de nuevo y permanecer quieto.  




El sueño seguía vivo en algún rincón de su conciencia, como un eco que no quería abandonar. Mientras la oscuridad de la celda volvía a envolverlo, comprendió que, aunque el presente fuera un muro que no podía atravesar, los sueños eran su camino hacia algo más. Tal vez no había salida, tal vez no había esperanza tangible, pero mientras pudiera soñar, no estaba completamente perdido.  




Y así, dejó que la oscuridad lo reclamara una vez más, llevándolo de regreso a los campos, al río, a la lluvia. 

Jorge Kagiagian 

**Arco iris en la sombra**


Dios y el infierno rondan los pasillos

como sombras que se cruzan sin tregua,

su aliento es fuego que consume el alma

y su toque, agua que sana, que quema.

La mano que todo lo calma,

la misma que todo lo destruye,

sostiene en su palma el quebranto

y la esperanza perdida en los abismos.


Padre, Hijo, Espíritu

tejen entre sí el manto del misterio,

un triángulo eterno

que guarda el alma rota en sus vértices.

Los muros roban el tiempo,

cada grieta en ellos es el reflejo

de mi ser, fragmentado y huérfano

de lo que alguna vez fue entero.


La grieta de la pared se abre

y es el dolor el que entra

sin pedir permiso,

como la marea que sube

y arrastra todo lo que toca.

Es ahí, en esa fisura,

donde Dios susurra,

y no hay abandono,

sólo su presencia

que se mezcla con las ruinas

de lo que aún persiste en mí.


Y tú, mujer.

Tú, tampoco me has abandonado,

tú, con tu voz suave,

serena como el río que no sabe de impaciencia,

me acompañas en esta noche donde la luna es testigo

de mi soledad en la celda del miedo.

Hablas, y tu charla es un faro

en la tormenta de mis pensamientos perdidos,

un puente sobre el abismo que construimos juntos

con las palabras que se deshacen

como el polvo que cae de las viejas paredes.


Mujer olvidada por el mundo,

un alma errante,

una sombra que arrastra la carga

de la humildad como el viento arrastra las hojas.

Tu pobreza material

es la riqueza profunda del alma,

la que no se vende,

la que no necesita más que el silencio

para ser comprendida.


Y en este rincón de olvido

eres el arco iris que aparece

en la penumbra de mi celda,

la única luz que no arde,

la que se pinta sobre las paredes

como una promesa

que nunca se rompe.


Eres tú, mujer.


Jorge Kagiagian 

Ella

Ella camina por la casa como un alma extraviada, atrapada en un laberinto sin paredes. Sus manos, temblorosas, recorren las marcas de la mesa, los surcos en la madera como cicatrices abiertas. La soledad se desliza por el suelo como una serpiente, envolviendo sus tobillos, subiendo por sus piernas hasta morderle el pecho, donde late un corazón que apenas recuerda por qué.


Él está lejos, pero su ausencia no es un vacío; es una presencia pesada, un fantasma que respira desde detrás de los barrotes. Cada noche, ella cierra los ojos y lo ve allí: un hombre hecho de sombras, sentado en una celda que huele a metal y desesperanza. En sus sueños, él no habla, pero sus ojos gritan.


El reloj, ese verdugo sordo, sigue avanzando. Las horas son cuchillas que cortan la piel del día, y ella sangra silencios. A veces, se sienta frente a la ventana y escribe cartas que nunca enviará. En ellas, las palabras se enredan como hilos de un tapiz roto: "Te extraño", "Te espero", "No sé cómo seguir sin ti".


El mundo fuera de la casa sigue girando, indiferente. Los pájaros cantan, los vecinos ríen, los días se suceden con la monotonía de una maquinaria perfecta. Pero dentro de ella, el tiempo es un estanque estancado. Porque el amor, en su país, siempre ha sido un privilegio para los libres. Los presos no tienen derecho a la ternura, y quienes los aman son condenados en silencio, señalados con miradas de juicio y palabras venenosas.


A menudo, se pregunta si él la siente. Si su dolor, como una onda en el aire, llega hasta la prisión donde él vive encadenado. ¿Podrá escuchar su llanto en las noches más calladas? ¿Podrá saber que cada latido de su corazón lleva el peso de ambos?


Una mañana, se atreve a visitarlo. La sala de visitas es un lugar extraño, frío, donde las miradas de otros condenados se mezclan con las de las mujeres que los esperan. Allí, los guardias no ven seres humanos, solo números y sospechas. Cuando finalmente lo ve, un nudo de fuego se forma en su garganta. Él está allí, pero no está. Sus ojos, aunque vivos, están vacíos.


Se hablan con palabras que no dicen nada. Sus manos, separadas por un vidrio, se buscan sin encontrarse. Ella quiere decirle que lo ama, que lo necesita, que lo espera... pero no lo hace. En su lugar, solo lo mira, intentando memorizar cada línea de su rostro.


Cuando regresa a casa, algo dentro de ella ha cambiado. Su amor sigue siendo una prisión, pero ahora comprende que la libertad no llegará. El sistema nunca pensó en ellos: ni en los que quedan dentro, ni en los que esperan fuera, atrapados en una red de leyes y prejuicios que no entienden de amor ni de humanidad.


A pesar de todo, decide quedarse. Porque, en su sufrimiento, ha encontrado la única verdad que importa: no hay cadenas más fuertes que las que ella misma eligió llevar. Pero mientras espera, se pregunta si alguna vez alguien romperá esas cadenas para otros. Si alguna vez amar será tan libre como respirar.


Jorge Kagiagian

**Día tras día**


Cada día mi cuerpo se levanta por la mañana; el resto de mí queda hundido, clavado, atascado en esa misma cama. Pesan los años, no parecen demasiados pero están tan cargados de ti, tan vacíos de ti.


Siendo honesto, intento no pensar pero como en un mal sueño la sombra de tu recuerdo me aplasta.

Amanezco abrazado a una almohada que sonríe estúpida. Tu desayuno se enfría como cenizas. Mirando por la ventana, la tarde parece jamás terminar. La noche me encuentra mirando ciego a una pared descascarada.


No quisiera que lo que fui viera en lo que me he convertido.


Jorge Kagiagian



La Bestia en el Espejo



Las paredes sudaban silencio, un silencio denso que reptaba entre los barrotes como un humo invisible, cargado del aroma metálico del óxido y del agrio sudor del encierro. El aire era espeso, saturado de resentimientos que no necesitaban palabras para clavarse en la piel. Cada paso resonaba en el concreto como el eco de una amenaza, cada crujido era un recordatorio de la fragilidad de los límites entre la calma y el caos.


Él había aprendido a caminar despacio, como si el ruido de sus propios pies pudiera desatar la tormenta que siempre pendía en aquel lugar. Sus valores, frágiles como un hilo de oro bajo presión, eran su escudo: la dignidad que se negaba a corromperse, la resistencia al odio que consumía a los demás, la certeza de que incluso allí, en el corazón del abismo, había una forma de no perderse a sí mismo.


Su motivación era un recuerdo. No de un lugar, ni de una persona específica, sino de un sentimiento: la libertad de un tiempo anterior al encierro, cuando la vida tenía espacio para respirar. Era ese deseo de regresar, aunque fuera solo en su mente, lo que lo mantenía aferrado a la calma. No era debilidad, era un acto de resistencia, una forma de demostrar que la prisión no podía arrebatarle todo.


Pero las prisiones no toleran la neutralidad. La ira colectiva buscaba grietas donde colarse, y él, con su mirada baja y su andar cuidadoso, parecía un blanco perfecto. El primer golpe llegó sin aviso, un estallido seco que le atravesó el costado como una descarga eléctrica.


Sintió cómo su cuerpo se estremecía, un instinto ancestral que lo empujaba a reaccionar. El olor ferroso de la sangre se mezcló con el del hierro de las rejas, mientras un sudor frío le cubría la frente. Su corazón tamborileaba en su pecho como si quisiera escapar, y un calor abrasador se alzó desde su estómago, luchando contra la calma que intentaba mantener.


Su primer movimiento fue titubeante, casi una súplica silenciosa de que aquello terminara. Pero el siguiente golpe, y el siguiente, no le dejaron opción. Sus manos, temblorosas, se alzaron en defensa, y cada acción suya era un grito silencioso: No quiero esto. No quiero ser como ellos.


El ruido del choque, de los cuerpos enfrentándose, era ensordecedor, una cacofonía que llenaba cada rincón. Sus músculos ardían, sus piernas temblaban, pero lo que más dolía era la certeza de que, al final, no importaba cuánto intentara huir del conflicto; este siempre lo alcanzaría.


Cuando todo terminó, el silencio regresó con la misma brutalidad con que la violencia había comenzado. Se quedó en el suelo frío, respirando con dificultad, sintiendo el temblor en sus extremidades. La sangre goteaba de su labio, mezclándose con el polvo del concreto. Cerró los ojos y dejó que los otros ecos se apagasen, buscando en su mente aquel lugar de tranquilidad que lo mantenía vivo.



Sabía que la lucha no era solo contra los otros, sino contra el entorno que transformaba a las personas en reflejos deformados de sí mismas. La prisión era un espejo cruel que devolvía una imagen grotesca, y su batalla más feroz era no permitir que esa imagen se convirtiera en su verdad.

Jorge Kagiagian 


**Mía, alma mía**


Entre muros y acero, la distancia se yergue,  

petrificada en su impaciencia, esculpida en añoranzas.  

Soy prisionero de un destino injusto,  

pero mi frente, altiva, guarda el orgullo  

y la dignidad intacta de un alma buena.  


Cada noche, tu recuerdo, como un susurro,  

besa mis labios, áridos de tu ausencia,  

y me invita al refugio de los sueños.  

Sueños que son tuyos, sueños donde eres mía.  

¿Sueñas conmigo, como yo sueño contigo?  


Un día más es un día menos.  

Vine aquí con la promesa de jamás volver.  

No temas al temblor del miedo,  

ni a la ansiedad que asedia tu pecho.  

Solo anhelo acariciar tu alma,  

y, en ese roce, sanar la herida de la mía.  


Pronto, el reloj se rendirá ante nuestra espera.  

Pronto, llegaré.  

Y, como antaño, el sueño cederá su lugar a la vigilia:  

juntos estaremos, enredados de amor,  

una vez más y para siempre.  


Porque vine aquí para no regresar jamás.  

Volveré a tu lado, para no partir nunca.  


Mientras tanto, mi amor, esta noche y todas las noches,  

te espero en la penumbra de mis anhelos,  

para que, en la inmensidad de tu recuerdo,  

me beses y me sueñes,  

como yo te beso y te sueño a ti.  


Jorge Kagiagian


**Frente al Portón**


Parado frente al portón de hierro, el hombre era apenas una sombra más en la penumbra de la madrugada. Las luces mortecinas de la prisión proyectaban su figura sobre el suelo de concreto, alargada y temblorosa, como su propio ánimo. Había salido de la celda hacía apenas unos minutos, llevando consigo un sobre manchado por el tiempo. Dentro, sus escasas pertenencias: un reloj sin correa, una fotografía desgastada y un par de cartas que apenas podía leer.  


Sus dedos, rígidos y nerviosos, jugueteaban con el borde del sobre, pellizcando el papel como si quisiera comprobar que todo aquello era real. Su rostro, una máscara de tensión y expectación, parecía tallado en piedra. Las arrugas de los años encerrados dibujaban un mapa de frustraciones y arrepentimientos, pero también de una silenciosa resistencia.  


Frente a él, el portón. Enorme, inmóvil, casi desafiante. Detrás, un mundo que apenas recordaba. ¿Qué haría primero? La pregunta giraba en su mente como un péndulo, pero las respuestas llegaban cargadas de imágenes dolorosamente nítidas.  


El cielo. Ese era su sueño más simple y más grande: mirar el cielo estrellado sin la malla metálica que había cubierto su visión durante años. De niño, solía acostarse en el patio de su casa, contando estrellas mientras soñaba con mundos imposibles. Durante las noches en la celda, cerraba los ojos e intentaba revivir ese recuerdo, pero al abrirlos siempre encontraba las sombras de las rejas dibujadas en las paredes.  


Pensó en la comida. En su lengua aún podía evocar el sabor borroso del arroz apelmazado, el pan duro y el engrudo, que llamaban sopa, servido día tras día. Soñaba con un plato casero, con el olor del guiso de su madre y el calor del pan recién horneado. Pero su madre ya no estaba. Ese plato era ahora un homenaje a una vida que se le había escapado tras esos muros.  


Respiró hondo. El aire de la prisión tenía un olor agrio que no iba a extrañar. Lo que quería era caminar entre los árboles, sentir el crujir de las hojas bajo sus pies, oler la tierra mojada después de la lluvia. Elementos tan simples, tan básicos, pero que para él eran tesoros incalculables. Sin embargo, había algo que le inquietaba aún más: el mundo exterior había cambiado. ¿Seguirían los árboles en el mismo lugar? ¿Le reconocería alguien cuando cruzara el umbral?  


Sus ojos miraban al portón. Los engranajes de su mente eran los únicos que se movían en aquel instante eterno. Todo lo demás permanecía estático: la luz parpadeante del pasillo, la brisa helada que le cortaba las mejillas, y ese enorme portón que, en unos segundos, marcaría el inicio de algo nuevo.  


La libertad. Era un concepto que no había entendido hasta que la perdió. Ahora, frente a la promesa del mundo exterior, no sabía si le asustaba más lo que dejaba atrás o lo que estaba a punto de enfrentar.  


Y así, de pie frente al portón, inmóvil por fuera, temblando por dentro, el hombre esperó.  


Jorge Kagiagian 


**Sueño con la voz…***


Sueño con la voz de esa mujer

Una voz tan blanda y delicada

En tono dulce y cariñoso, me dice al oído:

"Aquí estoy, nunca me fui..."


Jorge Kagiagian



Bajo la lluvia


El portón lanzó un sonido agudo, como un lamento metálico, mientras se abría, dejando que la humedad de la madrugada se deslizara por las bisagras viejas y oxidadas. Él dio un paso hacia adelante, lento, casi temeroso de que un movimiento rápido lo despertara, hasta que la pesada puerta quedó a su espalda, cerrándose con un golpe seco que resonó como un eco final. No era una ilusión; al fin había ocurrido.




El aire del exterior era, sin duda, distinto, cargado de una frescura que desconocía desde hacía años. Inhaló profundamente, tratando de llenar sus pulmones de esos buenos aires, pero encontró que la brisa se mezclaba con la llovizna fría, calando muy profundo dentro de él. Las gotas apenas caían, ligeras como un susurro, pero lo suficiente para pintar su rostro con un velo húmedo, disimulando las lágrimas que escapaban, prisioneras.




Al otro lado de la calle estaba ella. La mujer que había estado presente en su ausencia. Envuelta en un abrigo que no alcanzaba a protegerla del frío, se mantenía firme, como una estatua de carne y hueso. No avanzaba, no levantaba la mano para saludarlo; simplemente estaba allí, inmóvil, con el rostro medio escondido tras la bufanda. Su mirada, sin embargo, lo decía todo.




Él no se atrevió a cruzar de inmediato... Quedó anclado al suelo, como si el espacio entre ambos fuera un abismo insalvable. A su alrededor: el brillo débil de las farolas luchando contra la penumbra, el asfalto húmedo que reflejaba las luces en destellos estridentes y fragmentados, el silencio de la madrugada roto solo por el susurro de la llovizna y el murmullo distante de la ciudad. Todo parecía distante, como un escenario que existía solo para enmarcar aquel momento.




El agua caía sobre su rostro, escondiendo los restos de una vida encarcelada, y en cada gota encontraba un símbolo. ¿Era sufrimiento o redención? ¿Era la despedida de los días oscuros o el preludio de nuevas tormentas? El pasado, el presente y el futuro se mezclaban como por arte de alquimia.




Su corazón latía con una vertiginosa incertidumbre. En su mente, la imagen de ella era un faro en medio de la tempestad de su vida, pero ahora, de pie frente a ella, se preguntaba si realmente la merecía. Había vivido años bajo el peso de sus errores, de injusticias que lo arrancaron del mundo, y, sin embargo, allí estaba ella, como una constante, como un juramento hecho carne.




"¿Qué le diré?", pensó. Las palabras se atascaban en su garganta. Cada frase que ensayaba en su mente le parecía insuficiente, torpe, incapaz de contener todo lo que sentía. Ya no importaba si él era inocente o no, y ninguna excusa era necesaria. El hombre allí parado ya no era el que, hace años atrás, había ingresado a la prisión. Quería correr hacia ella, hundirse en su pecho, pedir perdón por tantas ausencias, aunque no fueran su culpa, agradecerle por sostenerlo cuando todo estaba perdido, cuando todo en él estaba roto. Pero sus pies no se movían.




El olor del asfalto mojado lo anclaba al presente, mientras que la visión de ella lo arrastraba al pasado. Obnubilado, recordó sus cartas, los poemas que le enviaba, el modo en que esas palabras se convertían en sus únicos rayos de luz en las noches de silencios que creía que nunca acabarían. Recordó el sonido de su voz, esa calma que le devolvía humanidad cuando sentía que se desmoronaba.




La lluvia arreció un poco, como si quisiera obligarlo a dar el primer paso. Cerrando los ojos, dejó que el agua se deslizara por su rostro, mezclándose con el sabor agridulce de sus labios. En su interior, una batalla se desataba: miedo, amor, remordimiento y una vergüenza que bajaba su cabeza.




Cuando volvió a abrir los ojos, ella seguía allí, paciente, eterna, como si el tiempo no existiera. Y entonces entendió que, aunque el mundo había cambiado, ella era la constante. Ella era el puente entre lo que fue y lo que podría ser.




Un paso. Luego otro. La distancia comenzó a acortarse, y con cada movimiento sentía el peso de los años soltándose de sus hombros. No sabía qué diría al llegar a su lado, pero algo dentro de él le aseguró que no importaba. Ella lo sabía todo, siempre lo había sabido.




Y cuando por fin estuvo frente a ella, cuando sus ojos se encontraron en ese suspendido instante, el portón de hierro dejó de existir. La prisión era solo un recuerdo. La libertad, en cambio, estaba allí, en sus ojos, brillando a pesar de la lluvia.


Jorge Kagiagian


Fin

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