El hombre está allí, atrapado en el tedio de un tiempo que ya no transcurre. Su cuerpo descansa sobre el catre de su celda, una estructura de hierro oxidado que parece más prisión que refugio. La luz que entra por el ventanuco se filtra entre los barrotes, dibujando sombras torcidas sobre el concreto frío. Es un espacio vacío, salvo por una compañía inesperada: una amiga silenciosa, la araña.
Ella habita en una esquina alta, lejos de las manos humanas. Su tela, tejida con paciencia, es una obra maestra efímera que vibra con el aire pesado de la celda. Él la observa desde su rincón, fascinado por su insistencia. Día tras día, la ve construir y reconstruir, como si el tiempo no existiera, como si fuera inmune al encierro.
Por la mañana, ella está en su lugar. Durante la tarde, sigue allí. Al caer la noche, permanece en el mismo rincón.
Él la contempla tejer, meticulosa, su trampa delicada: una pequeña maravilla. La araña se desliza con cuidado, sujeta a su seda, diseñando un universo frágil entre los límites de la celda.
No puede evitar admirarla. Nada reclama, nada necesita; solo ese olvidado rincón para existir. Silenciosa, aguarda a que algún insecto descuidado quede atrapado en su red. Esa rutina, tan ajena y tan constante, lo reconforta. Ha aprendido a protegerla, negándose a los intentos de desalojarla. ¿Qué daño podría causar? Al contrario, ¿cuántas veces habrá librado su sueño del zumbido inoportuno de algún insecto?
"Debe ser difícil sentirse siempre amenazada," piensa. "Vivir esquivando miedos constantes." Siente pena al verla esconderse en su pequeño agujero, esperando que el peligro pase. Quizá, en su fragilidad, encuentra un reflejo de sí mismo: una resistencia callada que despierta en él un respeto inesperado.
Esa noche, mientras el silencio se cierne como un manto, la araña detiene su labor. El hombre la contempla con atención. Por primera vez, no envidia su libertad instintiva, sino la certeza de su propósito. Comprende que su mundo, aunque diminuto, no necesita ser más vasto para tener sentido.
Y entonces, algo lo sobrecoge: nada le pertenece, ni siquiera su encierro. La araña lo acompaña y, al mismo tiempo, lo enfrenta a su pequeñez. Le recuerda que la vastedad del mundo puede reducirse hasta caber en un rincón.
Ella en su esquina y él en la suya, quizás no sean tan diferentes. Ambos atrapados, ambos vivos. Pero mientras ella sigue tejiendo su mundo, él intenta deshacer los nudos de su pensamiento, buscando un propósito que aún se le escapa.
Y así, en el mutismo compartido, la celda se llena de algo nuevo: una vida discreta, apenas perceptible, pero indudablemente real. En ese rincón compartido, el hombre encuentra una verdad inesperada: aunque el mundo se haya encogido, siempre habrá algo digno de contemplar.
Jorge Kagiagian
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