Condena social

En algún punto del vasto silencio, el hombre se pierde. A su alrededor, la vida sigue su curso, distante, ajena. Las calles, las voces, los ecos de un existir que le es prohibido. Aquí, donde la existencia se disuelve entre expedientes olvidados y cuerpos convertidos en números, todo se vuelve una repetición vacía, una espera sin rumbo.


La sociedad ve solo cifras, estadísticas que alimentan la maquinaria de un sistema que jamás se detiene. Los hombres que caen entre sus manos son piezas intercambiables, engranajes sin identidad, ni valor. La justicia, disfrazada de redención, se convierte en venganza, golpeando y hundiendo a quienes ya no tienen fuerzas.


En las mentes de estos hombres, los pensamientos se agitan sin encontrar lugar. Juicios sin pruebas, condenas forjadas por el simple hecho de haber estado en el lugar equivocado o simplemente por la condición social. El sistema primero encarcela y luego  pregunta.


El espacio, aquí, es una ilusión. Una prisión de ausencias y rostros borrados, donde nadie está realmente presente. Todos flotan como almas en penas despojadas de su humanidad, en una espera eterna de algo que nunca llegará. Las grietas en las paredes son testigos mudos de las vidas que se deshacen, de familias que se pierden. Mientras tanto, las ratas, libres sin rumbo, atraviesan el polvo del lugar sin miedo. El hombre las observa con una mezcla de envidia y resignación.


El cuerpo, ajeno a su voluntad, se convierte en un caparazón vacío. La piel arde bajo la fiebre, los pulmones duelen con cada respiro, los ojos apenas sostienen la luz que se filtra entre los barrotes. Ya no le pertenece. El cuerpo, marcado por enfermedades que proliferan como una marea imparable, es invadido por la burocracia cruel. Las peticiones médicas se demoran semanas, y cuando finalmente se responden, ya no importa. Aquí, la muerte no es un evento, sino un proceso lento y metódico.  


Pero la verdadera tortura no está en el cuerpo. Está en la mente. En los recuerdos desvanecidos, en los momentos que se disuelven sin dejar huella. El hombre se siente perderse, como si su cordura se deshiciera junto con los días que jamás volverán. El silencio pesa tanto que las palabras ya no tienen sentido, y los pensamientos atormentan con una intensidad insoportable. En esos momentos, todo se desmorona, y lo único que queda es la sensación de vacío.


Lo que más duele es la vergüenza. Esa vergüenza que quema más que cualquier fiebre, más que cualquier dolor. Vergüenza de estar aquí, de ser lo que la sociedad teme y desprecia. También existe una vergüenza perpetua: la de saber que, aunque algún día salga de este lugar, nada será perdonado. No hay redención para los segregados, solo una etiqueta indeleble.


El hombre se pregunta si algún día el mundo será capaz de mirar más allá de su propia mentira, de comprender que no son los que están aquí los que corrompen, sino aquellos que, desde el otro lado, se benefician de este ciclo de sufrimiento y opresión. La corrupción no está en los que caen, sino en quienes los juzgan desde sus altos tribunales, aquellos que claman justicia mientras perpetúan la venganza y la condena social.


Y aunque las preguntas siguen flotando en su mente, no hay respuestas. Solo quedan vestigios, los de una vida que ya no es, los de una conciencia que se retuerce ante lo que sabe pero no puede cambiar. Él cierra los ojos y respira, sintiendo esa chispa, esa tenue resistencia que se niega a extinguirse. Y en ese último suspiro, se da cuenta de que resistir es todo lo que le queda. 


Pero incluso en su resistencia, el hombre sabe que, a pesar de la lucha, el ciclo se repite. Que la condena, como una sombra infinita, siempre lo perseguirá. 


Jorge Kagiagian 

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