A mi madre



Cuando le avisaron que su madre había muerto, no dijo nada. No preguntó cómo ni cuándo. Solo asintió con la cabeza y se quedó sentado en la litera, con las manos apoyadas en las rodillas, como si aún pudiera sostener algo.  


Las paredes de la celda parecían apretarse a su alrededor. La voz que le había dado la noticia ya no estaba, pero el eco seguía resonando en algún rincón de su cabeza. **"Murió."** Una palabra corta, seca, irreversible.  


El aire tenía un peso distinto, como si el mundo hubiera perdido de golpe una capa de oxígeno. Respiró hondo, esperando que algo dentro de él se rompiera, que una ola de emociones lo arrastrara, que el dolor lo hiciera gritar o golpear la pared hasta que sus nudillos sangraran. Pero no pasó nada. Solo un vacío denso, un agujero sin fondo que se abrió en su pecho.  


Se quedó allí, inmóvil, mientras los minutos se alargaban en un silencio espeso. La celda tenía ese olor rancio de siempre: una mezcla de humedad, sudor, orina y desesperanza. A lo lejos, alguien reía con una risa rota, sin alegría. El sonido flotó en el aire y se desvaneció antes de llegar hasta él.  


Había pasado los últimos meses escribiéndole una carta. No sabía si ella la recibiría, si la leería o si la rompería sin abrirla. Pero escribirla le daba una sensación extraña de cercanía, como si cada palabra pudiera cruzar las paredes de la prisión y llegar hasta ella. Como si, al escribir, pudiera reducir la distancia entre su encierro y el mundo real.  


Ahora la carta no tenía destinatario.  


Esperó a que cayera la noche. Se acostó en la litera sin desvestirse, sin cerrar los ojos, sintiendo el leve temblor de su propio cuerpo, pero sin frío. Un temblor interno, una vibración tenue en algún lugar bajo la piel, como si sus huesos recordaran algo que él aún no había procesado.  


Horas después, cuando todo se sumió en esa calma artificial que nunca era verdadera, cuando incluso los murmullos se diluyeron y solo quedaban los ronquidos distantes y el goteo de un grifo mal cerrado, sacó el papel arrugado de su bolsillo y lo leyó en silencio, moviendo los labios pero sin emitir sonido.  


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**Mamá:**  


No sé si esta carta te llegará algún día, pero necesito escribirla. Sé que no tengo derecho a pedirte nada, ni siquiera a molestarte con palabras que llegan tarde. Pero he pasado muchas noches en esta celda pensando en todo lo que nunca te dije, y el silencio pesa más que el encierro.  


Quisiera volver a casa, aunque sé que ya no hay casa a la que volver. Quisiera sentarme a tu lado y escuchar tu voz, aunque fuera para decirme que te fallé. Sé que lo hice. No por lo que dicen que hice —eso es mentira, lo juro—, sino por todo lo demás. Por cada vez que te preocupaste por mí, por cada noche que pasaste sin dormir cuando yo no volvía, por cada vez que te hablé con enojo cuando solo querías cuidarme.  


Mamá, si supieras cuánto me arrepiento de la vida que llevé. No fui el hijo que merecías. No fui el hombre que esperabas que fuera. Y aunque aquí dentro no haya mucho que me quede, me aferro al deseo de que me hubieras perdonado.  


No sé qué pensarás de mí ahora. No sé si crees en mi inocencia o si dudas, aunque sea un poco. Pero eso ya no importa. Lo único que importa es que si alguna vez fui una carga para ti, si alguna vez te hice llorar, si alguna vez sentiste vergüenza por mí, lo siento. De verdad, lo siento.  


Aquí, en este sitio donde los días no tienen nombre y las horas no avanzan, me doy cuenta de que la única condena real es vivir con los recuerdos de lo que no hicimos bien. Y yo tengo demasiados.  


Si alguna vez esta carta llega a tus manos, solo quiero que sepas que te quiero. Que siempre te quise, aunque nunca supe cómo demostrarlo.  


Ojalá pudiera abrazarte. Ojalá no fuera demasiado tarde.  


**Tu hijo.**  


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Doblar la carta le pareció un acto inútil, pero lo hizo de todas formas. Sus dedos recorrieron el papel con una lentitud extraña, como si aún pudiera darle forma a algo que ya se había deshecho. Lo guardó en el bolsillo de su pantalón y cerró los ojos. No lloró. No porque no sintiera dolor, sino porque ya no le quedaban lágrimas.  


Se quedó así, quieto, tratando de recordar su voz, su olor, la textura de sus manos. Pero los recuerdos eran difusos, como fotos viejas que han perdido nitidez con el tiempo. **¿Era así como se olvidaba a alguien?** No de golpe, sino poco a poco, en fragmentos que se desvanecen sin que uno lo note.  


Hubo un momento en que sintió que se ahogaba. No por el aire viciado de la celda, ni por el dolor en su pecho, sino por la certeza de que ella se había ido sin saber lo que él sentía. **Había hablado con ella cientos de veces en su cabeza, pero nunca en la realidad.** Y ahora nunca podría.  


Por primera vez en años, tuvo miedo. No del encierro, no de la cárcel, sino del vacío que dejaba la muerte. La ausencia absoluta. **La idea de que en algún lugar del mundo, su madre ya no existía.** Que no estaba en ninguna parte. Que nunca volvería a estarlo.  


El tiempo pasó de forma extraña. No sabía si habían sido minutos... horas, pero en algún punto el cuerpo le pesó demasiado y se dejó caer sobre el colchón duro.  


A la mañana siguiente, cuando hicieron el recuento, lo encontraron dormido con la mano en el pecho, aferrado al papel como si aún pudiera entregarlo.


Jorge Kagiagian 

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