En la celda húmeda y sombría, donde el tiempo parecía coagularse como sangre vieja, él se encontraba atrapado, no solo tras barrotes de acero, sino también dentro de los recovecos más oscuros de su mente. Cada grieta en la pared parecía un testigo mudo de su caída, un eco de las horas que se deshacían como ceniza en sus manos. Era un preso inocente, víctima de una maquinaria ciega y despiadada, arrojado a ese abismo de sombras sin más defensa que su propia cordura.
Pero, ¿acaso no era humano albergar pensamientos impuros? ¿No era parte de su naturaleza contemplar el abismo, aunque solo fuera para luego apartar la mirada? En su interior, el hombre sabía que la maldad no era un intruso, sino un huésped ancestral del alma. Podía sentirla caminar descalza dentro de él, susurrándole ideas terribles con la suavidad de una caricia.
Por su mente desfilaban imágenes como espectros, ideas oscuras que lo acechaban en las noches más densas. Veía, con una claridad perturbadora, los rostros de quienes lo habían condenado, deformados por el miedo y el dolor que él imaginaba infligirles. Los veía caer, rogando por clemencia, mientras él, convertido en una figura de justicia brutal, dictaba sentencias con frialdad. En su imaginación, las manos de ellos temblaban mientras el veneno invisible recorría sus venas, o mientras el filo de un cuchillo se deslizaba lentamente sobre sus pieles.
Pero, en esos momentos, se detenía, horrorizado por su propia capacidad de dar forma a esos pensamientos. "No soy así," se decía con voz rota, como si cada palabra fuera una ancla que lo mantenía lejos del borde. Las imágenes volvían, sin embargo, más vivas, más persistentes, como raíces de un árbol torcido que buscaban quebrarlo desde dentro.
No podía negar que la injusticia lo había transformado, arrancándole la piel de la inocencia para vestirlo con un ropaje de ira. A veces se preguntaba si ese era el verdadero él, un hombre amargo y consumido por el rencor. Pero no, no podía ser. Lo que lo diferenciaba de los monstruos que imaginaba era su voluntad, esa pequeña chispa que aún se negaba a ceder ante la oscuridad. Sabía que actuar sobre esos pensamientos sería confirmar lo que de él habían dicho, sería darles la razón. "Si hago lo que ellos creen que soy capaz de hacer, entonces ya habrán ganado," pensaba.
Su moral, aunque desgastada, seguía erguida como una torre en ruinas. Había sido criado con la convicción de que el mal nunca debía responderse con mal, que la venganza era un camino que solo llevaba a más destrucción. Y aunque ahora esa enseñanza le parecía una cadena más, sabía que era lo único que lo separaba de convertirse en aquello que despreciaba.
En las noches más largas, cuando la luna apenas era un hilo de luz en el cielo, murmuraba oraciones sin dirección, como un náufrago lanzando botellas al mar. No pedía justicia ni siquiera libertad, sino algo mucho más difícil: el poder de mantenerse firme, de no ceder al monstruo que habitaba en las esquinas de su mente. "Soy humano," se repetía, "y por eso debo resistir."
Se veía a sí mismo como un río envenenado: su superficie tranquila ocultaba corrientes oscuras que podían arrasar todo a su paso. Pero cada día luchaba por purificar esas aguas, por ser más fuerte que los pensamientos que lo visitaban como cuervos en un campo de guerra. No era la batalla de un héroe, sino la de un hombre común enfrentándose a sus propios demonios.
Sabía que nunca empuñaría el cuchillo que su mente forjaba, ni serviría el veneno que su imaginación destilaba. No porque no pudiera, sino porque negarse a hacerlo era su forma de resistir, de recordar quién era realmente. Esa lucha, silenciosa y feroz, lo definiría más que cualquier sentencia que pudiera recibir. Porque el verdadero combate no estaba en el mundo exterior, sino en su propia alma, y él estaba decidido a no perderlo.
Jorge Kagiagian
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