El rio de los suenos

La celda no era un espacio, sino un hueco en la memoria, una distorsión donde los días se deshacían como cenizas, arrastrados por la corriente de un tiempo que ya no era suyo. No solo lo oprimían las paredes, sino algo más antiguo y persistente: una presencia implacable, como una sombra, un recuerdo que no se disipaba. El ambiente era espeso, pesado, se pegaba a su piel. Era como si el lugar hubiera absorbido todas las penas que alguna vez pasaron por allí. Los muros lo rodeaban, pero no solo de forma física. Era el vacío lo que lo devoraba, un vacío que se infiltraba en sus huesos y se filtraba en sus pensamientos.


El catre de hierro retorcido no le servía de lecho, sino de tortura. El colchón, delgado y áspero, parecía una extensión de la incomodidad. El techo bajo lo aplastaba, casi podía sentirlo respirar junto a él.


El silencio no era absoluto. Estaba cargado de ausencias, de plegarias que nunca serían escuchadas. El aire, impregnado de humedad, parecía estar saturado de historias olvidadas, de lágrimas nunca derramadas, de gritos nunca lanzados. El lugar estaba lleno de lo no dicho, de lo perdido. Y su cuerpo no podía dejar de sentirlo. La prisión del alma era la misma que la del cuerpo.


Pero, cuando la desesperanza amenazaba con devorarlo, los sueños lo rescataban. En sus ensoñaciones, el espacio se desvanecía. El tiempo y el lugar se disolvían, llevándolo a un campo lejano, vasto, al que no podía recordar, pero que le resultaba familiar. Corría descalzo sobre la tierra, sintiendo el calor bajo sus pies. No era un calor abrasador, sino una calidez que lo acogía, como una vieja canción que ya no recuerda las palabras pero que sigue resonando su melodía. El cielo era tan profundo que no podía apartar la mirada. La tierra era firme, tan sólida que sentía que podría fundirse con ella.


A su lado, unos perritos jugueteaban de un lado a otro, en inocentes alegrías. Una risa suave nacía en su pecho, casi olvidada, como un soleado despertar. No era solo una vibración que lo atravesaba, sino algo callado en su ser, esperando el momento para renacer.


De repente, el paisaje se disolvía. Lo encontraba junto a un río. El agua de dulces tonos turquesas era fría, pero no solo fría. Era una frescura que lo arrancaba de la pesadez del mundo, una caricia de lo imposible. Un sonido blando como la voz de una madre se desprendía de sus aguas. Sus manos se sumergían en el agua, y el murmullo de la corriente le hacía cosquillas en sus dedos. En la distancia, las voces de sus amigos llegaban flotando, pero sus palabras eran solo susurros arrastrados por el viento.


Entonces, una lluvia comenzó a caer. Las gotas lo tocaban suavemente, como si el cielo lo abrazara, tocando sus hombros con una ternura olvidada. Un rostro se dibujó entre la cortina de agua, el rostro de la mujer que amaba más allá de lo que podría haber confesado. Los ojos de esa figura brillaban con una intensidad que lo detenía. Como si en esos ojos se reflejara el universo entero.


No se dijeron palabras. No era necesario. La conexión estaba en ese espacio invisible entre ellos, donde el tiempo no tenía sentido. Todo lo que podían sentir era el calor de la cercanía, el peso de lo no dicho.


Despertó de golpe. El regreso a la prisión fue brutal. La pesadez lo absorbió, lo arrastró hacia la realidad. Una realidad donde nada era tan suave como el sueño perdido. Su respiración era irregular, y las imágenes flotaban en su mente, como una niebla que se niega a desvanecerse. Pero la prisión… la prisión seguía siendo la misma.


Unos momentos después, su mirada cayó sobre el resquicio de luz filtrado por la ventana. Era tenue, como una promesa que no se atrevía a cumplirse. Un rayo de luz débil tocaba el concreto gris, burlándose de la brutalidad del lugar. Pero, por un instante, esa pequeña franja de claridad fue suficiente. Cerró los ojos, no para escapar, sino para retener lo que quedaba de esa visión, para no olvidar lo que había sentido.


El recuerdo no desapareció. Se quedó en su mente, como una llama que no se apaga. Pero no era lo mismo. La prisión, a su alrededor, había ganado. La pesadez regresó, implacable, cubriéndolo con su manto. Y aunque su mente se aferraba a las imágenes de libertad, estas se desvanecían con cada respiración.


Tal vez la libertad fuera solo una ilusión, un espejismo creado por las grietas en la conciencia. Cerró los ojos una vez más. Permitió que la oscuridad lo abrazara, sin esperar nada más. La realidad lo envolvía. Y en algún rincón, sus sueños seguían siendo su único refugio.


Cuando las horas se agotaron, su cuerpo cedió ante el cansancio. La noche lo reclamó, llevándolo de regreso a los campos, al río, a la lluvia. 


Jorge Kagiagian 

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