La Sangre y el Silencio



El primer golpe lo toma por sorpresa. Un impacto seco en el estómago lo deja sin aire, como si el mundo entero cayera sobre él. Antes de que pueda reaccionar, otro golpe lo alcanza en la mejilla. El ardor se expande en su piel como un tajo invisible que lo separa de sí mismo. La cabeza le da vueltas, su cuerpo se tambalea, pero no cae. Cada golpe borra una parte de su ser; todo es tan repentino que ni siquiera entiende qué está sucediendo.


El entumecimiento se extiende por su torso, una rigidez dolorosa lo dobla. Su cuerpo sigue en pie, pero ya no le pertenece. La piel se tensa con cada impacto, y lo que antes era carne ahora se siente como una masa amorfa, una extensión de un dolor que no termina de reconocer. Sabe que sus huesos ceden, que su peso se multiplica. El dolor lo ahoga, una marea interminable que lo arrastra lejos de sí mismo.


Los golpes continúan, rápidos, precisos, imparables. Cada uno le arranca un quejido, un espasmo, pero también un vacío creciente. Es su cuerpo el que recibe el castigo, pero su conciencia flota lejos, disolviéndose en algún rincón donde los golpes no llegan. Intenta refugiarse bajo sus propios brazos, pero no alcanza. En su mente solo queda la imagen de su hijo, aún no nacido, latiendo en el vientre de su madre. Un niño ajeno al dolor, a la furia. Un niño que todavía no conoce las marcas del mundo.


Cuando lo derriban con una patada, la sangre brota de su nariz y resbala por su garganta. Siente el hierro en la boca, espeso y caliente. En su mente, sigue ahí: su hijo, pequeño, sin rostro. Si sobrevive, será por él.


—Te lo buscaste —escupe uno de los guardias.


No responde. No tiene fuerzas. Su lengua es un peso muerto dentro de su boca, su aliento irregular. Está agotado. Quiere escapar, pero no hay salida. La vergüenza lo envuelve, no por lo que hizo, sino por estar aquí, por haberlo permitido, por no haber callado a tiempo, por no haber sometido su cuerpo a la obediencia que este lugar exige.


Y sin embargo, en lo más profundo de su ser, sabe que no hizo nada para merecer esto. Pero aún así, surge una duda, el sentir que existe alguna causa para que esto le esté ocurriendo, aunque esta sea desconocida para él. Tal vez no por sus acciones, sino por lo que el mundo espera de él. Por ser parte de este sistema que devora y silencia, donde el sufrimiento es norma y la resistencia, una ofensa. Los guardias lo miran como un error, un engranaje defectuoso que debe ser corregido. Justifican su violencia con el peso de la autoridad, convencidos de que él se lo ganó, de que el castigo es la única forma de restaurar el orden.


Pero él no puede aceptarlo. La violencia se siente vacía, absurda. No hay razón ni propósito, solo el peso de los golpes, la rabia de quienes se creen superiores, la indiferencia de quienes lo ven como un objeto inerte.


La cárcel es un monstruo. Un devorador de almas. Un lugar donde las vidas se disuelven y desaparecen, donde el sufrimiento es rutina y la humanidad se marchita sin preguntas. Él es solo una pieza más en esta máquina de oscuridad, un número reemplazable en la cadena infinita del olvido. Tal vez nunca fue su culpa. Pero la marca de este lugar es imborrable, se adhiere a la piel como una condena invisible.


Lo arrastran por un pasillo largo y desolado. Las paredes pálidas y desgastadas parecen absorber su dolor sin devolverlo. No hay compasión, no hay humanidad. Solo el eco de sus pasos y el goteo incesante de su propia sangre contra el suelo. El sonido de sus pisadas se vuelve una música lejana, una melodía fría y hueca.


Las manchas rojas que deja a su paso son testigos mudos, fragmentos de una historia que nadie contará. La versión oficial, por supuesto, ya está escrita: "Se cayó", "Provocó una pelea", "Desobedeció". La culpa siempre recae sobre el mismo. Sobre el que se niega a callar, el que no sabe quedarse en su lugar. El que no ha aprendido a ceder.


Lo arrojan sobre una camilla con desdén, como un objeto roto que ya no tiene valor. Un médico lo observa con la apatía de quien ha visto esto demasiadas veces. Su rostro no expresa nada; sus manos trabajan con mecánica indiferencia.


—Se recuperará —dice sin mirarlo. Su voz es plana, vacía.


Pero él sabe que nunca será el mismo. Su cuerpo sanará, sí. Las heridas cerrarán, los moretones se disiparán. Pero lo que le han hecho va más allá de la carne. Hay marcas que no se ven, heridas que no sangran pero nunca cicatrizan.


En la quietud de la sala, con el zumbido distante de las luces fluorescentes y el monótono pitido de la máquina que monitorea su respiración, una imagen lo atraviesa. Su hijo. Un rostro aún inexistente, pero presente. Se aferra a esa visión como si fuera lo único que lo mantiene en este mundo. La única prueba de que hay algo más allá del dolor.


Sus párpados pesan como plomo. Su cuerpo, esa carcasa rota que ya no siente suya, parece desvanecerse en la camilla. Pero en algún rincón profundo, donde los golpes no llegaron, donde la violencia no pudo alcanzar, algo sigue latiendo. No es esperanza, no es fe. Es algo más primitivo, más antiguo. Una llama que no se apaga, un pulso que persiste.


No sabe si sobrevivirá. Pero mientras respire, mientras su cuerpo aún se mueva, se aferrará a esa visión de su hijo. A la promesa de un mañana distinto. A la certeza de que, aunque el mundo intente devorarlo, hay algo más allá.


Respira.


Y con eso, basta.


Jorge Kagiagian 



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