Era otro fin de semana familiar, pero distinto. Su ausencia pesaba en el aire. La sopa estaba servida, pero nadie tenía hambre. El menor de los nietos, de apenas seis años, rompió el silencio:
—¿La Abu no vendrá hoy?
Todos nos miramos. Nadie sabía cómo explicarle la muerte a un niño. Pero él no necesitaba palabras. Bajo un silencio desconcertante, se levantó, tomó la silla vacía y la arrastró hasta la ventana.
Y dijo:
—Para que vea desde el cielo que siempre la estaremos esperando.
...
La silla sigue ahí. Durante los días y las noches, la madera cruje, y entre esos sonidos, a veces se escucha su risa traviesa y la brisa de su mano, acariciándonos el alma.
Jorge Kagiagian
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