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### **El mercado dentro de las rejas**
La prisión, ese microcosmos donde las reglas del mundo exterior se diluyen, se transforma en un espacio donde la desesperación y la transgresión son las únicas leyes que rigen. Entre sus muros no solo se encierra el cuerpo, sino también las almas de aquellos condenados a la vida entre rejas. En ese escenario de abandono, el narcotráfico y el consumo de drogas juegan un papel fundamental, no solo como un escape del maltrato y el tiempo libre sin propósito, sino como una mercancía, un negocio, una forma de poder que sobrevive escondida a la vista de todos.
En la cárcel, las drogas entran con la misma facilidad con la que la vida se vuelve insostenible. Las visitas, que deberían ser el único hilo que conecta al prisionero con el mundo exterior, se transforman en el principal punto de acceso para el tráfico de sustancias. Los controles, que podrían parecer rigurosos, no son más que una farsa que internos y cómplices—guardias incluidos—juegan a diario. En un sistema donde la mentira se convierte en moneda de cambio, la droga, como una ironía cruel, se cuela por cada rendija de la seguridad.
Por un lado, las visitas son revisadas. Sin embargo, pese a los esfuerzos por evitar que las drogas lleguen al interior, la creatividad humana—esa habilidad para encontrar un camino donde no lo hay—demuestra que todo puede pasarse si se tiene la astucia suficiente. Quien intente introducir droga en su cuerpo, por ejemplo, puede enfrentarse a la prohibición de futuras visitas o, peor aún, terminar tras las rejas. Sin embargo, esta es solo una de las facetas de un sistema mucho más rentable.
La otra cara de la moneda es aún más lucrativa. Aquí, el guardia—ese ser que debería velar por el orden—se convierte en cómplice necesario. Y si no lo es, se vuelve alguien que mira hacia otro lado, tal vez con un poco de indiferencia, tal vez con un toque de desprecio. La mayoría de los guardias forman parte de una red jerárquica donde el tráfico de drogas es solo una pieza dentro de un engranaje que llega hasta las más altas esferas de la política. No es solo el dinero de los presos lo que les interesa, sino también el flujo constante de bienes y favores que les permite conservar su poder.
El procedimiento es simple: el guardia, tras cobrar una comisión, permite que la droga entre a través de las visitas, camuflada entre objetos personales. Una vez dentro, la droga se reparte entre los internos, pero el negocio no termina ahí. Siempre atento al flujo de dinero y poder, el guardia distribuye la carga. Algunos presos se convierten en vendedores dentro de la prisión. A cambio de una comisión, venden la droga a otros internos que, desesperados por su dosis, no dudan en pagar cualquier precio.
La jerarquía es clara. Los guardias están en la cima, los prisioneros en la base y, entre ellos, los intermediarios que, con astucia y violencia, aseguran que el mercado de drogas nunca se detenga. Las drogas no solo alteran las vidas de los internos, sino que perpetúan un ciclo en el que quienes deberían ser los guardianes de la ley son los primeros en transgredirla, todo en nombre del poder y el dinero.
En medio de todo esto está el dolor. El dolor físico, inhumano, insoportable del síndrome de abstinencia. El prisionero que ya no puede acceder a su dosis comienza un descenso al abismo: el cuerpo grita, la mente cede, el alma se deshace. Temblor, dolores musculares, ansiedad insoportable. Cada día, cada hora, cada minuto es una lucha por sobrevivir. Y en medio de ese sufrimiento, lo único que hay es violencia. Violencia en el aire, violencia entre los internos, violencia entre los guardias. La adicción convierte la desesperación en el pan de cada día, y la desesperación en un motor de violencia.
La falta de tratamiento médico agrava aún más la situación. Si un preso requiere atención, es trasladado de un penal a otro y luego a otro más, hasta que, agotado por el estrés de los traslados, renuncia a pedir ayuda. No hay rehabilitación, no hay esperanza. Los internos atrapados en el ciclo del consumo de drogas están condenados a desmoronarse sin posibilidad de redención. No hay recursos bien administrados para la salud mental. No hay nada que contrarreste el impacto del abandono, del dolor físico y emocional. La violencia se convierte en el único lenguaje que conocen. Y en ese ambiente de caos, los guardias siguen lucrando con la miseria humana.
Es curioso—o tal vez solo otra de esas crueles ironías tan comunes en el mundo carcelario—cómo un sistema que se presenta como un lugar de castigo y rehabilitación termina siendo, en realidad, una fábrica de sufrimiento. Las prisiones están diseñadas para perpetuar el dolor, el caos y, sobre todo, la corrupción. Un sistema que, en lugar de intentar sanar, mantiene a los prisioneros en un ciclo constante de desesperación, violencia y dependencia.
La cárcel, entonces, no es solo un lugar de reclusión. Es un mercado negro de drogas, de cuerpos y almas rotas, donde los que tienen el poder se alimentan del sufrimiento de los que están debajo. Es una rueda que no deja de girar y, a medida que gira, más lejos queda la posibilidad de redención. Mientras tanto, los guardias, los internos y los políticos que se benefician de todo esto siguen bailando al ritmo de un ciclo sin fin, donde la vida humana no es más que una moneda de cambio.
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