Desfigurados

El sol se derramaba como un veneno diluido a través de las rejas de la celda. Los muros, opresivos como un abrazo muerto, no dejaban lugar a la libertad del cuerpo ni de la mente. Dentro, el tiempo se disolvía en una niebla espesa que se pegaba a las pieles de los prisioneros, como si ellos mismos se desintegraran en su propio sudor.

Él, el protagonista de este relato, evitaba el baño como quien huye de un destino conocido. Se negaba a la rutina que marcaba su cuerpo con la humedad de la limpieza. Se aislaba, pedía la soledad de la celda vacía, como si el aire pudiese purificarlo de algo más que de la mugre y la suciedad. Pero lo que realmente trataba de escapar no era la suciedad exterior, sino la podredumbre de la que la prisión le había impregnado el alma. En su solitario refugio, el silencio era su único compañero, mientras la piel de los demás hombres, húmeda por la desesperación, se frotaba contra la suya en la oscuridad. Esa desesperación los empujaba a lugares que jamás imaginaron antes de las rejas.

Las relaciones entre los internos, el sexo sin amor, sin intención más que la de aliviar un dolor más profundo que el cuerpo, se volvieron una rutina. El mismo impulso que llevó a hombres a cometer crímenes ahora los hacía cometer otros, más sutiles, más oscuros, más devastadores. La falta de mujeres no era solo una cuestión biológica, era un vacío emocional del que nadie hablaba. Pero todos lo sentían. Esas relaciones, entre quienes podían dar y recibir algo de consuelo en medio de tanto vacío, a veces no eran consentidas. Las violaciones no se hablaban, pero se tejían en las sombras. Marcas invisibles se tatuaban en las almas, y la carne se deformaba con el toque de quienes se habían perdido tanto que ya no sabían si alguna vez fueron humanos. La ironía de esa prisión es que, mientras la justicia se jactaba de castigar a quienes se habían desviado del camino, en el fondo el castigo era el que nos convertía a todos en monstruos.

Las enfermedades venéreas florecían como flores en un campo fértil de abandono. La falta de atención médica no solo era una omisión, sino una condena lenta y tortuosa. El VIH, la sífilis, la gonorrea, las heridas que nunca cicatrizan. Eran epidemias que el sistema ignoraba, mientras los hombres se desmoronaban por dentro, su carne roja y viva, marcada por un futuro incierto. La fiebre no era solo un síntoma, era una forma de desesperación.

Pero si la piel de los hombres se desgarraba por fuera, sus mentes se desintegraban por dentro. La falta de tratamiento para la salud mental era una sentencia aún más cruel. No había remedio para el caos que se desbordaba en sus cabezas, como si cada pensamiento fuera una cárcel sin salida. Los psicólogos no tenían más espacio para ellos, y si alguna vez hubo esperanza, la burocracia la devoró. Los gritos eran internos, y los que pedían ayuda eran ignorados, como si el dolor psíquico fuera solo un invento de aquellos que no sabían cómo manejar la locura de las rejas. En lugar de sanar, los prisioneros se perdían aún más, atrapados en un laberinto que no les permitía salir ni en sus propios sueños.

El ambiente era más peligroso que cualquier enemigo. El aire envenenado por la humedad, por la suciedad, por el desespero. El olor a orina, a sudor, a carne podrida, era una constante que se adhería a todo. La comida, de color gris y textura indefinida, nunca llegaba caliente, siempre traía consigo una sospecha de podredumbre. Había días en que el hambre era el menor de los males, porque el cuerpo, en su lucha por sobrevivir, se acostumbraba a todo, hasta a la mugre. La medicina era un lujo que pocos podían permitirse, y aquellos con enfermedades crónicas morían en silencio, dejando atrás solo el eco de su sufrimiento. Un dolor de muelas podía ser una sentencia de muerte. Pero no importaba, las celdas estaban tan llenas de agonía que uno más no hacía diferencia.

El tiempo, como siempre, era enemigo. Y el aburrimiento, esa condena callada que devora a los prisioneros, se llenaba de vicios. Las drogas, que los mismos guardianes vendían, circulaban como una corriente subterránea. Lo que comenzó como un escape, se convirtió en una prisión dentro de otra prisión. Alguien que entraba con el alma intacta, salía con la mente destrozada. La adicción no perdonaba a nadie, y el sistema no hacía nada para detenerla. De hecho, era cómplice.

Él, el protagonista, se refugiaba en su aislamiento, pero no era un refugio seguro. No se bañaba, no se dejaba tocar por otros, pero en su mente el contacto estaba en todas partes. La soledad de la celda era su única opción, pero los demonios seguían acompañándolo. La cárcel, al final, no estaba hecha de rejas, sino de los recuerdos y las cicatrices que nadie veía.

Y así, cada día, se perdían más vidas, no solo las de aquellos que morían físicamente, sino las de los que, poco a poco, olvidaban lo que era estar realmente vivos. En esa prisión, el verdadero crimen era haber nacido humano, y la justicia, como siempre, se volvía una máquina inerte, incapaz de comprender la profundidad de lo que había destruido.

Jorge Kagiagian 

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