Quebranto de Dios

Arrodillado en el centro de la celda, el hombre parece más un espectro que una figura de carne y hueso. Su rostro está inclinado hacia el suelo, pero su alma se alza hacia algo más allá de estas paredes de concreto. Sus manos, entrelazadas en una súplica silenciosa, tiemblan como hojas al viento, pero no hay viento aquí. Solo está la inmovilidad de la cárcel, una inmovilidad que lo asfixia y lo envuelve.  


El aire es denso, cargado de humedad y el olor metálico del óxido. Cada respiración que toma es un recordatorio de su encierro, de la realidad que no puede escapar. El frío del suelo se cuela por sus rodillas y recorre su cuerpo como una caricia cruel. Sus sentidos están alerta, no porque tema algo, sino porque el dolor lo mantiene consciente, lo conecta con el único mundo que le queda.  


Los muros son testigos silenciosos, cubiertos de grietas que parecen pequeñas heridas abiertas en la piedra. Él las mira, encuentra en ellas un reflejo de su propia alma: rota, fragmentada, pero aún resistiendo al paso del tiempo. La tenue luz que se filtra por la diminuta ventana alta apenas ilumina el espacio. Es una luz fría, distante, que dibuja sombras largas y pesadas sobre el suelo.  


Y sin embargo, esa luz es su única conexión con algo más grande. Él la siente como un toque divino, un rayo de esperanza que parece tan ajeno a este lugar. Su oración se eleva en silencio, palabras que no necesita pronunciar porque Dios, si está escuchando, puede oírlas en su corazón.  


—Dios mío —piensa, porque no se atreve a romper el silencio—, dame una razón para seguir aquí. Una sola.  


Sus pensamientos lo llevan lejos, más allá de la celda. Recuerda el aroma de la tierra mojada después de la lluvia, el calor del sol sobre su rostro, y el sonido de las hojas susurrando en el viento. Recuerdos tan simples, pero que ahora se sienten inalcanzables, como un sueño al que no podrá volver. Piensa en las personas que amó, en aquellos que lo traicionaron, en los momentos en que su fe titubeó.  


El sonido de una gota de agua cayendo al suelo lo trae de vuelta al presente. Es un sonido minúsculo, pero resuena como un eco en la quietud. Él lo escucha y siente una extraña paz. Esa gota, ese pequeño detalle, le recuerda que el mundo sigue existiendo, incluso aquí. Que la vida, de alguna forma, persiste.  


Cierra los ojos y siente las lágrimas deslizándose por su rostro, mezclándose con la humedad de la celda. No sabe si son de dolor, de resignación o de algo más profundo, algo que no puede nombrar. Su pecho se llena con un peso que no lo ahoga, sino que lo hace humano.  


Cuando vuelve a abrir los ojos, la luz ha cambiado ligeramente. Es un cambio casi imperceptible, pero para él significa todo. Es un recordatorio de que incluso en la inmovilidad de este lugar, el tiempo avanza. Y mientras avanza, su oración continúa, aunque sus labios permanezcan cerrados.  


No espera justicia. No espera redención. Pero en ese instante, arrodillado en el suelo frío, siente que está conectado con algo que trasciende las rejas, los muros y la oscuridad. Tal vez es Dios. Tal vez es solo el eco de su propia alma. Pero es suficiente para seguir respirando.  


En la celda, el hombre permanece inmóvil, pero dentro de él hay un movimiento constante, un vaivén entre la desesperación y una esperanza tenue, frágil, pero presente. Afuera, la luz se filtra un poco más, como si el mundo respondiera, como si lo envolviera en un abrazo que él, en su oración, apenas empieza a comprender.


Jorge Kagiagian 


De rodillas 


Señor mío, en esta oscuridad que me envuelve, donde la injusticia pesa más que estas cadenas, te abro mi corazón roto. Tú que conoces la verdad que los hombres han negado, sé mi juez, mi refugio, y mi esperanza.  


Perdona a quienes me han condenado, aunque sus mentiras me hayan destrozado, porque sé que tu amor es más grande que su odio. Dame fuerza para soportar este dolor y paz para enfrentar el mañana, sabiendo que tu justicia prevalecerá más allá de este mundo.  


Aunque estoy encerrado, mi alma busca libertad en ti. Lléname de tu luz, Señor, y hazme recordar que, incluso en esta celda, no estoy solo, porque Tú caminas conmigo. Amén.


Jorge Kagiagian

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