Las vidas que se quedan afuera
En la sala de espera de la prisión, una mujer embarazada acaricia su vientre hinchado. Intenta no llorar, pero sus ojos arden. Su marido fue arrestado hace seis meses, acusado de un crimen que niega haber cometido. No hay pruebas, pero tampoco libertad. La prisión preventiva, le dicen. Un procedimiento, le explican. Su abogado le pide paciencia, que el proceso es lento, que no se preocupe. Pero ¿cómo no preocuparse cuando el hijo que lleva en su vientre podría crecer sin conocer a su padre?
A su lado, una anciana de cabello canoso sostiene una foto en las manos. Su hijo lleva dos años encerrado sin condena. Cada visita lo encuentra más delgado, con la mirada vacía. La última vez le preguntó si aún tenía esperanza. Él solo se encogió de hombros. Ella lo conoce bien: sabe que ha comenzado a rendirse.
Recuerda el día que lo detuvieron. La patrulla llegó al amanecer, lo sacaron en pijama, ni siquiera le dejaron despedirse de sus hijos. “Robo con agravantes”, le dijeron. Él gritaba que no había sido, que era un error. Pero en los papeles, su nombre quedó manchado. Su familia quedó marcada. Desde entonces, su esposa ya no consiguió trabajo, sus hijos dejaron la escuela. Nadie quiere contratar a los parientes de un delincuente, aunque aún no haya sido condenado. Y todo por el "riesgo de fuga", le dijeron cuando pidió que su marido pudiera ir al funeral de su madre.
En otra parte de la ciudad, un hombre revisa una carta de despido. Cuando lo arrestaron, su jefe le aseguró que lo esperaría, que confiaba en él. Pero la confianza dura poco cuando la sospecha se instala. Sin juicio, sin pruebas, sin sentencia, lo declararon culpable en la oficina, en la calle, en las noticias. Su lugar lo ocupa otro ahora. No hay trabajo para alguien con “antecedentes”, aunque esos antecedentes sean solo un expediente archivado en un juzgado que nadie se molesta en revisar.
En un barrio humilde, una madre llora en la penumbra de su casa. Su hijo fue detenido en la madrugada, acusado de un robo que nunca ocurrió. “Testigos dijeron que vieron a alguien con su descripción”, explicaron los policías mientras lo esposaban. No importó que trabajara esa noche, que tuviera pruebas, que nunca hubiera estado en problemas antes. La denuncia pesa más que la verdad.
Consiguió un defensor público, porque no tenía dinero para pagar un abogado privado. Pero el defensor ni siquiera recuerda su nombre. Solo es un número más en una pila de expedientes. La última vez que lo visitó, le dijo que la audiencia se había pospuesto. “Hay muchos casos”, le explicó. Su hijo bajó la mirada. Sabía lo que significaba: más meses encerrado, más meses esperando una justicia que nunca llega. Y mientras tanto, le dijeron, "riesgo de fuga"… porque un hombre en prisión preventiva no puede ser confiable.
En la celda de aislamiento, un joven llora en silencio. Lo acusaron de abuso tras una discusión con su novia. No hubo testigos, no hubo pruebas, pero la estadística dice que los hombres son peligrosos. No importa si es cierto, importa que la balanza siempre pesa en su contra. No puede defenderse, porque desde el encierro la comunicación con su abogado es limitada. No puede demostrar su inocencia, porque la espera es su castigo, la duda su condena.
El aislamiento lo está quebrando. No ve el sol, no habla con nadie. Los días se mezclan, los pensamientos se enredan. Empieza a preguntarse si realmente hizo algo malo, si merece estar ahí. La culpa se filtra en su mente como veneno.
Mientras tanto, su hijo de cinco años pregunta por él. Su madre le dice que está de viaje, pero el niño no es tonto. Escucha los susurros, ve las lágrimas en los ojos de su madre. En la escuela, los otros niños ya lo señalan. “Tu papá está en la cárcel”, le dicen. Y él, que no entiende de justicia, solo entiende que su papá no está.
En los tribunales, el tiempo se arrastra. Expedientes que se acumulan, audiencias que se postergan. La vida de quienes esperan no es urgente. No importa si la angustia les roba el sueño, si la incertidumbre los consume. No hay plazos, no hay respuestas. Solo días que se convierten en meses, meses que se vuelven años.
Y cuando finalmente llega la sentencia, es desproporcionada. Veinte años por un robo menor, treinta por un delito sin pruebas sólidas. Condenas más largas que las de un homicida, porque es más fácil ser implacable con los débiles que con los poderosos. En el sistema judicial, el precio de ser pobre o de no tener un apellido que garantice influencia es el mismo: deshumanización. La palabra "culpable" suena como un juicio final, pero no se habla de la persona que queda atrás, de su familia rota, de su sufrimiento en silencio. Nadie recuerda que también son seres humanos, alguien con un nombre, con una vida antes de la condena.
Algunos son culpables, sí, pero no se les trata como personas. En las cárceles, las caras se borran, los cuerpos se marchitan. La justicia se olvida de la rehabilitación, de la reinserción social, de la dignidad humana. Son simplemente números, estadísticas que se acumulan sin consideración, sin remordimientos. Porque, al fin y al cabo, se los ve como una amenaza más que como un error humano.
Y hay otros, como Roberto, que no son solo un número. Su rostro ha cambiado, su mirada ya no refleja la rabia de su juventud. Hace años cometió delitos, sí, pero eso ya no es quién es. Se alejó de esa vida, luchó por construir un futuro diferente. Se casó, consiguió un trabajo digno, y empezó a levantar a su familia desde las ruinas de su pasado. Hasta que, un día, algo lo alcanzó. Una vieja denuncia resurgió, una condena pendiente de años atrás, y lo encontraron. “El tiempo no borra los pecados”, le dijeron al arrestarlo. A pesar de haber cambiado, de haber dejado atrás ese hombre, la ley solo veía el pasado que él intentaba olvidar. La prisión lo volvió a encerrar, como si nunca hubiera existido el esfuerzo por redimirse. Su mujer lo espera, pero cada día se pierde un poco más. Su hija, que nunca lo vio en las sombras de su vida pasada, crece con la ausencia de un padre que fue condenado por sus errores, pero no por sus méritos.
Y luego está Luis, quien jamás imaginó que su pasado lo alcanzaría tan tarde. Luis había pagado por su crimen hace más de diez años. Cumplió su condena, salió de prisión y, con esfuerzo, logró rehacer su vida. Encontró trabajo, se dedicó a su familia, y dejó atrás la oscuridad que lo había marcado. Pero un día, cuando pensaba que las puertas ya estaban abiertas, la pesadilla regresó. Lo acusaron de un crimen que no cometió, una agresión que ocurrió cerca de su hogar. No había pruebas, ni testigos, pero su historial criminal fue suficiente para que lo arrestaran. Los investigadores no miraron más allá de la etiqueta que llevaba en su expediente, como si el hombre que era hoy fuera el mismo de antes. El hecho de que su pasado se interpusiera entre él y su futuro, de que su esfuerzo por cambiar fuera opacado por sus antecedentes, lo condenó nuevamente.
“Por tus antecedentes, eres un sospechoso probable”, le dijeron. Nadie quiso escuchar su versión. Nadie preguntó si realmente había cambiado. Y cuando finalmente llegó el juicio, la balanza de la justicia ya estaba desequilibrada, su pasado lo seguía como una sombra. Su condena fue rápida, injusta. Luis volvió a la cárcel, y con él, sus sueños de redención.
Dicen que la justicia es ciega, pero más bien parece sorda. No escucha el llanto de las madres, el lamento de los hijos, la rabia de quienes ven su vida desmoronarse sin haber sido declarados culpables. Y cuando son culpables, se les deja morir lentamente en la oscuridad del abandono, lejos de cualquier posibilidad de redención.
Mientras tanto, afuera, el mundo sigue. Adentro, el tiempo no avanza, pero arrasa con todo. “Riesgo de fuga”, le dicen una y otra vez. Pero lo que realmente está en fuga es su vida.
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