La celda era un retazo gris, un espacio cerrado del que no había forma de escapar. El tiempo avanzaba a trompicones, arrastrándose en su eterna repetición, pero algo dentro de él ya no podía distinguir entre ayer y mañana. La noción de tiempo se desvanecía en el aire espeso, pesado, como si todo fuera un único instante, sin fin. Sentado contra la pared, miraba las grietas del concreto, que se abrían como bocas listas para engullirlo, para borrar su existencia.
Dormía, pero no era un sueño. Eran intervalos fugaces, apenas minutos que se deslizaban por sus manos como agua que escapa de una grieta. Un parpadeo, y el mundo parecía haber cambiado. Se despertaba, o tal vez solo pensaba que despertaba, sintiendo que había comenzado un nuevo día. Pero no sabía si era cierto. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Unos minutos? ¿Horas? La oscuridad de la celda lo envolvía como una manta húmeda que absorbía sus pensamientos, devoraba su conciencia. Todo se volvía difuso, como las cucarachas que, con la llegada de la noche, poblaban las paredes, caminando en hileras, formando sombras que se movían sin sentido.
Cada vez que despertaba, aunque solo fuera por un instante, el mundo parecía alejarse de él, como si fuera un espectador atrapado en una pantalla de televisión, incapaz de cambiar el canal. Los segundos, o los minutos, o los días —ya no sabía cómo llamarlos— se expandían y contraían sin lógica. Y el sonido del reloj, ese que nunca escuchaba, lo atravesaba sin dejar huella en su mente.
Las horas no existían. La celda, como su mente, carecía de límites. La mente... esa prisión que no se ve. Los recuerdos se disolvían en fragmentos, como papeles quemados flotando en el aire, y esos fragmentos se desintegraban en la niebla que empañaba su visión. Pensaba en las personas que conoció antes de convertirse en lo que ahora era, pero sus rostros se desvanecían cuando intentaba aferrarse a ellos. Pensaba en su nombre, pero el sonido de la palabra le resultaba extraño, como si no fuera suyo. Había sido alguien antes de todo esto, pero ¿quién? ¿Qué había sido de él, de su vida, de sus momentos? El reflejo en su mente mostraba solo trozos rotos de lo que alguna vez fue.
A veces, cuando sus párpados caían con más fuerza, los muros de la celda se desvanecían y se transformaban en un paisaje distorsionado, como sacado de un sueño surrealista. Los ruidos del pasillo se fundían con ecos de voces lejanas, como susurros de personas que nunca existieron. El suelo temblaba, no porque algo sucediera, sino porque su mente lo creaba. La celda se llenaba de colores que no pertenecían ni al día ni a la noche, sombras danzantes que flotaban como fantasmas en una escena sin sonido.
Un golpe en la puerta lo sacudía de su trance, pero ¿había estado dormido o solo pensaba que lo estaba? El sonido se colaba a través de él, metálico, pesado, como el retumbar de un tambor que le retumbaba en el pecho. La celda lo miraba en silencio, esperando que diera un paso, pero él no lo hacía. No entendía por qué. Era como si el mundo fuera algo ajeno, o tal vez él fuera solo un eco dejado atrás por el mundo. El golpe retumbaba en su mente, vacío, sin origen.
El aire estaba denso, suspendido en un sueño del que nunca despertaría. El calor de su cuerpo se evaporaba lentamente, y su mente seguía atrapada en esa niebla de incertidumbre. Las horas se alargaban, se distorsionaban, y a veces parecía que pasaban días, a veces solo minutos, pero nada cambiaba. La prisión lo había transformado en un espacio de tiempo roto, en un ciclo interminable. En su mente, los fantasmas se levantaban: rostros que desaparecían como vapor de agua.
La sensación de estar atrapado en una pesadilla se apoderaba de él cada vez que volvía a abrir los ojos. No había nada que pudiera hacer para saber qué día era, o si aún existía el concepto de día. Se despertaba con la misma sensación de vacío, como si el ciclo nunca terminara, como si el tiempo mismo hubiera dejado de tener significado. A veces pensaba que se estaba volviendo loco, pero no podía saberlo. Si ya estaba loco, ¿qué quedaba por descubrir? ¿Qué sería la locura en un lugar como este?
La celda, su mente, el tiempo, todo se derrumbaba y se reconstruía, una y otra vez, sin compasión, sin sentido. Las cucarachas seguían creciendo en las paredes, y en cada parpadeo sentía que las sombras recorrían sus recuerdos, pero al despertar —o al soñar— ya no sabía si esos recuerdos eran suyos o de alguien más. Todo se mezclaba, se desvanecía, y lo único que permanecía era esa sensación de estar atrapado, atrapado entre la niebla, entre los ecos, entre las horas que no existían.
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