No había amanecer en aquella celda. Solo una penumbra pegajosa que se aferraba a las cosas como un musgo invisible. La luz artificial colgaba del techo, perpetua, sin parpadear jamás. Era una burla a los ciclos de la vida, una lámpara sin paz que negaba el descanso.
Él nunca dormía profundamente. El sueño era un privilegio de los que aún poseían certezas. A su alrededor, el concreto se apretaba como una mandíbula, el metal oxidado transpiraba en la humedad, las voces detrás de los muros estallaban y se apagaban como fuegos moribundos. Allí dentro, cada uno se deshacía a su manera. Algunos gritaban hasta perder la forma humana, otros se acurrucaban en los rincones, dejándose consumir poco a poco, como velas olvidadas.
Pero él no era como ellos. Él no pertenecía a ese mundo de condenados por sus propias manos. Su único crimen había sido confiar en las personas equivocadas, rodeado de oídos sordos y sentencias escritas antes del juicio. No importaban los argumentos, las pruebas, la verdad. No importaba su voz, porque las jaulas no se abren con palabras.
Los muros aquí no solo encerraban cuerpos; también suprimían nombres, historias, memorias, vidas. Allí dentro no había ciudadanos, solo espectros. El sistema lo sabía: hacer que un hombre olvide quién es equivale a matarlo sin derramar sangre.
Los guardias no eran más que extensiones de la maquinaria, piezas intercambiables que vestían uniformes sin rostro. No necesitaban fuerza bruta para quebrantar a un prisionero: el abandono era suficiente. Pero dentro de esas paredes, el contacto nunca era un gesto humano. Era un puño en la oscuridad, un filo entre las costillas, un golpe seco que no dejaba moretón pero sí una herida que nunca cicatrizaba. Allí, cada sombra podía volverse un verdugo. Cada mirada demasiado larga era una amenaza. Cada noche traía un miedo nuevo, un peligro sin rostro. Él dormía poco y, cuando lo hacía, el sueño era un temblor, un sobresalto, un eco de algo que aún no ocurría pero que él sabía que vendría.
El mundo avanzaba sin él. Allá afuera, los edificios seguían creciendo, las avenidas se llenaban de pasos nuevos, los niños aprendían palabras que él nunca escucharía. Los años lo cubrían como capas de polvo, acumulándose sobre su piel, sobre su voz, sobre todo lo que había sido antes de ser reducido a un número.
A veces se preguntaba si afuera la ciudad aún seguía latiendo más allá de esas paredes. O si, en verdad, solo quedaban prisiones más grandes disfrazadas de libertad. No existen los derechos, sino beneficios temporales que el amo estado puede quitarlos sin tener que justificar nada.
Y entonces llegaba la idea. Siempre regresaba, a veces como un susurro tibio, a veces como un golpe en la cabeza. La posibilidad del fin. El corte de la historia. Había días en los que la imaginaba con minuciosidad, como un arquitecto obsesivo diseñando su última obra. Pensaba en el peso de su cuerpo suspendido en la nada, en la fragilidad del cuello, en la presión exacta de la cuerda que lo separaría del sufrimiento. Lo veía todo con una claridad que asustaba, como si ya lo hubiera hecho antes y ahora solo estuviera recordándolo.
Otras veces, el deseo llegaba sin forma, sin método, sin cálculo. Solo la sensación de que debía acabar, de que cualquier cosa sería mejor que seguir en esa condena que no terminaba. Se preguntaba si la muerte tenía color, si dolería menos que la vida, si era cierto que después de ella no había nada. Y si así fuera, ¿qué importaba?
El pensamiento no le asustaba. Lo que lo aterraba era que la idea de seguir con vida ya no le producía ni rabia ni desesperación. Solo hastío. Una fatiga profunda que se arrastraba por sus huesos y se asentaba en su estómago como una piedra. La cárcel le estaba robado hasta el instinto de luchar. No quería justicia, no quería redención. Solo quería dejar de existir dentro de esas paredes que lo tragaban todo.
Pero incluso en ese pensamiento se hallaba otra trampa: la cárcel le había robado tanto que ni siquiera podía elegir cómo dejar de existir. El sistema lo quería así, suspendido en una condena sin justicia, en un encierro que trascendía los barrotes.
Los que nunca han pisado estos muros creen en la cárcel como una purga, una deuda saldada. Pero la prisión no rehabilita, no educa, no corrige. La prisión devora, traga hombres y los escupe deformes, mutilados en lo invisible. Afuera, nadie quiere verlos. Dentro, ya no tienen rostros.
Él, en su rincón, no podía hacer más que continuar desvaneciéndose, con la única certeza de que allá afuera, en algún lugar, el mundo seguía avanzando sin girar la cabeza hacia los que habían sido olvidados.
Jorge Kagiagian
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