El hombre está allí, suspendido en un instante que no tiene fin. Su cuerpo encorvado sobre el catre parece más una grieta en la penumbra que una presencia viva. La celda, un puñado de piedra y sombras, lo contiene como si fuera parte de ella: un objeto olvidado en un rincón donde la luz no alcanza.
El aire está quieto, denso, cargado de un silencio que pesa tanto como el concreto bajo sus pies descalzos. Su respiración es un rumor apenas audible, una brizna de humanidad en un lugar que carece de todo lo humano.
Cierra los ojos, no para descansar, sino para buscar dentro de sí algo que justifique seguir respirando. Pero lo que encuentra es vacío, un hueco tan vasto que parece haber devorado incluso los recuerdos. ¿Qué fue de su vida? Una sucesión de imágenes fugaces cruza su mente: una risa a medias, el calor de una mano que ya no está, un aroma de café que nunca volverá a llenar el aire. Pero todo se disuelve antes de tomar forma, como si el tiempo mismo se negara a cederle algún alivio.
La pared contra su espalda es fría, y él se presiona contra ella, intentando sentir algo que no sea la nada que lo devora por dentro. Pero la piedra no responde. Ni el aire ni la oscuridad se inmutan. Él es solo una pieza más de ese espacio inerte.
No recuerda cuándo empezó este instante eterno. Quizás ha estado aquí desde siempre. Quizás este lugar es él: la humedad que se filtra por las grietas es su propia desesperación, las sombras que cubren el suelo son fragmentos de su alma rota, y el eco del silencio es su grito, atrapado, rebotando sin fin entre las paredes.
Sus manos, inertes sobre sus rodillas, son las de un hombre que ya no lucha. Pero, en lo profundo de sus dedos temblorosos, aún hay un leve temblor, como si algo resistiera, diminuto y frágil. No es esperanza. No podría llamarlo así. Es más bien un impulso primitivo, un instinto que no sabe morir, una chispa que se aferra a la vida aunque no haya motivo.
El tiempo no existe aquí. El instante es eterno, y, sin embargo, cada segundo es un peso que aplasta. Fuera de estas paredes, el mundo sigue girando, indiferente. Pero aquí, el universo se ha reducido a esta celda, a este hombre, a este silencio.
Él no piensa en el futuro, porque no lo hay. Ni en el pasado, porque ya no le pertenece. Solo siente el presente, un presente que lo envuelve como una marea negra. Quiere desaparecer, fundirse con la sombra, pero algo dentro de él lo mantiene en su lugar. Quizás es la certeza de que, aunque todo está perdido, aún queda el eco de lo que fue, reverberando en la oscuridad.
Y ese eco, tenue y solitario, es lo único que lo une a la vida.
Jorge Kagiagian
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