Historia antes de dormir
Era una mañana soleada cuando el hombre, con el rostro aún somnoliento, sintió el pequeño terremoto en su cama.
Abrió los ojos y ahí estaba ella: la niña, con su cabello flotando como hilos de luz y la risa escapándosele de los labios, sus ojos brillando con esa energía inagotable que solo los niños tienen. Sin necesidad de reloj ni alarma, ella se encargaba de despertarlo, siempre de la misma forma: un salto a su lado, besos y abrazos que no podían dejarle espacio para la molestia.
—¡Papá, despierta! —gritó, con la voz entrecortada por la risa, mientras sus pequeños pies descalzos pisaban el suelo rápidamente, como si el día la llamara a correr hacia una nueva aventura.
El hombre sonrió, aún medio dormido, y dejó que la agitación de la niña llenara la habitación. ¿Cómo podría enojarse? Cada gesto suyo, cada palabra, lo desgarraba y lo envolvía en un amor tan profundo que no podía evitar sentirse agradecido de estar junto a ella. A veces, al mirarla, sentía que su vida había cobrado un nuevo sentido. Pero siempre llegaba el momento de la despedida.
—Papá, no olvides que después de la escuela, tenemos nuestra cita con leche y galletas —le recordó la niña con una adorable seriedad.
El hombre asintió y la observó ponerse su pequeño delantal rosado. Sus ojitos brillaban mientras cruzaban la calle juntos. El mundo se suspendió en un suspiro de hechizos mágicos. La niña lo miró desde abajo, con esa mezcla de inocencia y seguridad que solo los hijos pueden transmitir. "Papá", le dijo con una sonrisa, y él, aunque su corazón se quedaba con ella, se despidió, prometiendo regresar pronto.
El día pasó lento, pero al final de la tarde, como había prometido, el hombre volvió a su casa. Allí la encontró, rodeada de hojas secas, pintando con colores que ella misma había elegido. Amarillo, violeta, verde; todo se mezclaba en su pequeña obra de arte.
—Pinta, hija mía, pinta tus sueños, ilumina los arco iris —le dijo el hombre, mientras se agachaba a su lado. Cuando estaba junto a ella, no podía evitar sentirse un poco rey; en un reino de risas y colores. La niña lo hacía sentir como si todo fuera posible.
Los juguetes estaban desparramados por el suelo, los perritos correteando y ella, con su delantal todavía puesto y pendientes de perlas, se movía por la habitación como si fuese Wendy y él, Peter Pan; ella siempre fue su idea feliz. En ese momento, no importaba nada más que estar allí, observándola, agradecido por cada minuto que pasaban juntos.
Cuando la noche desplegaba su manto de cometas y estrellas, con las últimas risas y juegos, la niña se acurrucó agotada en el sillón. El hombre la alzó con cuidado y la llevó a su cama. Su pequeña mano se aferró a la suya mientras él, cansado pero feliz, se quedó a su lado, mirando cómo su hija se preparaba para entrar al mundo de los sueños.
—Te amo más de lo que puedes imaginar —susurró, mientras cerraba los ojos, dejando que el silencio y el amor lo envolvieran. No necesitaba entender cómo podía ser tan afortunado de ser su padre.
La niña, con los ojitos cerrados, casi dormida, le pidió el último favor del día: un cuento. Y él, sin dudar, comenzó a contarle la historia que tanto le gustaba:
“Había una vez un caballero que vivía encerrado en un castillo con muchos muros y rejas. Ese lugar era triste, y él extrañaba su casa, y correr bajo el sol.
Cuando miraba al cielo azul, sentía que su corazón se llenaba de esperanza. Aunque estaba atrapado, nunca dejó de soñar.
A veces, se sentía solo, pero siempre recordaba a una princesa muy bella que lo amaba mucho.
Un día, pudieron verse a escondidas, y el amor del caballero y la princesa dio un fruto hermoso: una hija tan bella y dulce como tú. Su corazón se llenó de alegría, y entonces, algo maravilloso pasó: gracias a tanto amor, el caballero pudo salir de aquel lugar triste. Desde ese día, los tres juntos, vivieron felices para siempre.”
La niña se durmió; y él junto a ella…
Jorge Kagiagian
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