Bajo la lluvia
El portón lanzó un sonido agudo, como un lamento metálico, mientras se abría, dejando que la humedad de la madrugada se deslizara por las bisagras viejas y oxidadas. Él dio un paso hacia adelante, lento, casi temeroso de que un movimiento rápido lo despertara, hasta que la pesada puerta quedó a su espalda, cerrándose con un golpe seco que resonó como un eco final. No era una ilusión; al fin había ocurrido.
El aire del exterior era, sin duda, distinto, cargado de una frescura que desconocía desde hacía años. Inhaló profundamente, tratando de llenar sus pulmones de esos buenos aires, pero encontró que la brisa se mezclaba con la llovizna fría, calando muy profundo dentro de él. Las gotas apenas caían, ligeras como un susurro, pero lo suficiente para pintar su rostro con un velo húmedo, disimulando las lágrimas que escapaban, prisioneras.
Al otro lado de la calle estaba ella. La mujer que había estado presente en su ausencia. Envuelta en un abrigo que no alcanzaba a protegerla del frío, se mantenía firme, como una estatua de carne y hueso. No avanzaba, no levantaba la mano para saludarlo; simplemente estaba allí, inmóvil, con el rostro medio escondido tras la bufanda. Su mirada, sin embargo, lo decía todo.
Él no se atrevió a cruzar de inmediato... Quedó anclado al suelo, como si el espacio entre ambos fuera un abismo insalvable. A su alrededor: el brillo débil de las farolas luchando contra la penumbra, el asfalto húmedo que reflejaba las luces en destellos estridentes y fragmentados, el silencio de la madrugada roto solo por el susurro de la llovizna y el murmullo distante de la ciudad. Todo parecía distante, como un escenario que existía solo para enmarcar aquel momento.
El agua caía sobre su rostro, escondiendo los restos de una vida encarcelada, y en cada gota encontraba un símbolo. ¿Era sufrimiento o redención? ¿Era la despedida de los días oscuros o el preludio de nuevas tormentas? El pasado, el presente y el futuro se mezclaban como por arte de alquimia.
Su corazón latía con una vertiginosa incertidumbre. En su mente, la imagen de ella era un faro en medio de la tempestad de su vida, pero ahora, de pie frente a ella, se preguntaba si realmente la merecía. Había vivido años bajo el peso de sus errores, de injusticias que lo arrancaron del mundo, y, sin embargo, allí estaba ella, como una constante, como un juramento hecho carne.
"¿Qué le diré?", pensó. Las palabras se atascaban en su garganta. Cada frase que ensayaba en su mente le parecía insuficiente, torpe, incapaz de contener todo lo que sentía. Ya no importaba si él era inocente o no, y ninguna excusa era necesaria. El hombre allí parado ya no era el que, hace años atrás, había ingresado a la prisión. Quería correr hacia ella, hundirse en su pecho, pedir perdón por tantas ausencias, aunque no fueran su culpa, agradecerle por sostenerlo cuando todo estaba perdido, cuando todo en él estaba roto. Pero sus pies no se movían.
El olor del asfalto mojado lo anclaba al presente, mientras que la visión de ella lo arrastraba al pasado. Obnubilado, recordó sus cartas, los poemas que le enviaba, el modo en que esas palabras se convertían en sus únicos rayos de luz en las noches de silencios que creía que nunca acabarían. Recordó el sonido de su voz, esa calma que le devolvía humanidad cuando sentía que se desmoronaba.
Ella, por su parte, sentía el peso de la espera como una carga insoportable. Cada segundo parecía estirarse interminablemente, cada gota de lluvia era un reloj que marcaba el tiempo que había perdido. A pesar de la quietud de su figura, su mente corría a mil por hora. ¿Lo reconocería aún? ¿Sería posible que todo estuviera intacto, como lo había imaginado tantas veces en sus pensamientos? Un nudo de incertidumbre apretaba su pecho, pero no lo mostraba. Su orgullo, su miedo a la decepción, la mantenía inmóvil, como una estatua de carne y hueso. Sin embargo, el pequeño rincón de su ser que aún mantenía la esperanza sabía que no podría alejarse de allí. Ella no se iría sin saber, sin encontrar una respuesta.
La lluvia arreció un poco, como si quisiera obligarlo a dar el primer paso. Cerrando los ojos, dejó que el agua se deslizara por su rostro, mezclándose con el sabor agridulce de sus labios. En su interior, una batalla se desataba: miedo, amor, remordimiento y una vergüenza que bajaba su cabeza.
Cuando volvió a abrir los ojos, ella seguía allí, paciente, eterna, como si el tiempo no existiera. Y entonces entendió que, aunque el mundo había cambiado, ella era la constante. Ella era el puente entre lo que fue y lo que podría ser.
Un paso. Luego otro. La distancia comenzó a acortarse, y con cada movimiento sentía el peso de los años soltándose de sus hombros. No sabía qué diría al llegar a su lado, pero algo dentro de él le aseguró que no importaba. Ella lo sabía todo, siempre lo había sabido.
Y cuando por fin estuvo frente a ella, cuando sus ojos se encontraron en ese suspendido instante, el portón de hierro dejó de existir. La prisión era solo un recuerdo. La libertad, en cambio, estaba allí, en sus ojos, brillando a pesar de la lluvia.
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