En el corazón de la cárcel, donde el tiempo se mide en sombras que se alargan y se acortan con la luz tenue de un cielo distante, un hombre se sienta sobre la fría dureza de su cama de concreto. No hay palabras que rompan el silencio; sólo el eco de su respiración, como un susurro que se ahoga en la inmensidad de la soledad.
Cada día comienza igual, con el amanecer filtrándose a través de las barras que dibujan líneas en el suelo, líneas que parecen contar los días que se amontonan unos sobre otros. Pero el hombre ya no sabe cuánto tiempo ha pasado. Los días se desvanecen como un río que fluye hacia el olvido, llevándose consigo los ecos de voces que alguna vez lo rodearon.
Primero fue la ausencia de sus amigos. Los mismos que prometieron estar allí, los que juraron lealtad en tiempos de vino y risas. Sus nombres, que solían llenarlo de calidez, ahora son un peso en su pecho, un recordatorio de promesas quebradas. Se los imagina en el mundo exterior, alzando copas, ocupando sus espacios, abrazando una libertad que alguna vez compartieron.
Después fue su familia. Su madre, cuyo abrazo siempre fue un refugio, ahora es un recuerdo que duele más que el acero de las rejas. La última carta que le escribió está arrugada en un rincón de la celda. Una carta breve, sin emoción, que rezuma un silencio más cruel que cualquier insulto. **"Tu padre no puede verte así. Tus hermanos están ocupados. Cuida de ti mismo."** Palabras simples, pero tan pesadas como cadenas.
Piensa en sus hermanos, los que alguna vez corrieron con él por los campos, los que compartieron secretos al amparo de la noche. Ellos también lo han olvidado. **"Es por su bien,"** se dice a sí mismo, pero no puede ignorar la punzada de traición. Lo dejaron aquí, abandonado, como si su existencia fuera una mancha que quisieran borrar.
Y sus cosas. Todo lo que poseía, todo lo que construyó, se ha desvanecido en manos que no son las suyas. Las fotografías que adornaban su hogar, los libros que alguna vez le llenaron el alma, los cuadros y retratos qué contaban la historia de su vida, incluso los pequeños recuerdos que atesoraba. Todo ahora pertenece a otros, disperso como hojas secas en el viento.
Se pregunta si alguna vez significó algo para ellos. ¿Fue sólo un espectro que pasaba por sus vidas, una sombra que podían olvidar cuando ya no les resultaba útil? La cárcel no es el peor castigo. Es el olvido. Es la certeza de que el mundo sigue girando, indiferente a su dolor.
A veces, cierra los ojos y trata de recordar sus rostros. Su madre, con lágrimas en los ojos; su padre, serio pero orgulloso; sus amigos, riendo en noches que parecían eternas. Pero los recuerdos se desvanecen, como un sueño al despertar. Y cuando vuelve a abrir los ojos, sólo está la celda, los muros que no hablan, y la soledad que lo envuelve como un sudario.
El hombre piensa en la vida fuera de estas paredes. No la vida que dejó atrás, sino la que ahora existe sin él. Es un mundo donde sus amigos beben y ríen, donde su madre cocina en silencio, donde su padre se pasea por los campos, donde sus hermanos cuentan historias en las que él ya no aparece.
No hay cartas, no hay visitas, no hay señales de que aún exista para ellos. Y sin embargo, el dolor más profundo no es su ausencia, sino la sensación de que tal vez nunca lo quisieron como él creyó.
Se siente más solo que nunca, pero no llora. Las lágrimas no sirven aquí, donde sólo el eco las acompaña. En su interior, se forma una especie de aceptación amarga, un conocimiento cruel: la cárcel no está hecha sólo de barrotes y muros. Está hecha del olvido, del vacío que dejan quienes prometieron estar pero eligieron irse.
Y así, el hombre permanece allí, día tras día, mirando el fragmento de cielo que la ventana le permite ver. Se aferra a ese trozo de infinito, porque es lo único que no le han robado.
Piensa en la traición, en el abandono, en las palabras que nunca llegaron. Y aunque el dolor lo carcome, se promete algo: su alma no será otro objeto más que ellos puedan olvidar. Su soledad será su fuerza, su silencio, un grito que sólo él entenderá. Porque, al final, si no tiene a nadie más, al menos aún se tiene a sí mismo.
Y eso, aunque tenue y frágil, será suficiente para seguir respirando.
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