A veces creo que reírse en la cárcel duele
Nombre del libro
El juicio del cielo, el sol y la lluvia
Dedicado a Melina Rodríguez
Mi flor en la adversidad
Introduccion
Las vidas que se quedan afuera
En la sala de espera de la prisión, una mujer embarazada acaricia su vientre hinchado. Intenta no llorar, pero sus ojos arden. Su marido fue arrestado hace seis meses, acusado de un crimen que niega haber cometido. No hay pruebas, pero tampoco libertad. La prisión preventiva, le dicen. Un procedimiento, le explican. Su abogado le pide paciencia, que el proceso es lento, que no se preocupe. Pero ¿cómo no preocuparse cuando el hijo que lleva en su vientre podría crecer sin conocer a su padre?
A su lado, una anciana de cabello canoso sostiene una foto en las manos. Su hijo lleva dos años encerrado sin condena. Cada visita lo encuentra más delgado, con la mirada vacía. La última vez le preguntó si aún tenía esperanza. Él solo se encogió de hombros. Ella lo conoce bien: sabe que ha comenzado a rendirse.
Recuerda el día que lo detuvieron. La patrulla llegó al amanecer, lo sacaron en pijama, ni siquiera le dejaron despedirse de sus hijos. “Robo con agravantes”, le dijeron. Él gritaba que no había sido, que era un error. Pero en los papeles, su nombre quedó manchado. Su familia quedó marcada. Desde entonces, su esposa ya no consiguió trabajo, sus hijos dejaron la escuela. Nadie quiere contratar a los parientes de un delincuente, aunque aún no haya sido condenado. Y todo por el "riesgo de fuga", le dijeron cuando pidió que su marido pudiera ir al funeral de su madre.
En otra parte de la ciudad, un hombre revisa una carta de despido. Cuando lo arrestaron, su jefe le aseguró que lo esperaría, que confiaba en él. Pero la confianza dura poco cuando la sospecha se instala. Sin juicio, sin pruebas, sin sentencia, lo declararon culpable en la oficina, en la calle, en las noticias. Su lugar lo ocupa otro ahora. No hay trabajo para alguien con “antecedentes”, aunque esos antecedentes sean solo un expediente archivado en un juzgado que nadie se molesta en revisar.
En un barrio humilde, una madre llora en la penumbra de su casa. Su hijo fue detenido en la madrugada, acusado de un robo que nunca ocurrió. “Testigos dijeron que vieron a alguien con su descripción”, explicaron los policías mientras lo esposaban. No importó que trabajara esa noche, que tuviera pruebas, que nunca hubiera estado en problemas antes. La denuncia pesa más que la verdad.
Consiguió un defensor público, porque no tenía dinero para pagar un abogado privado. Pero el defensor ni siquiera recuerda su nombre. Solo es un número más en una pila de expedientes. La última vez que lo visitó, le dijo que la audiencia se había pospuesto. “Hay muchos casos”, le explicó. Su hijo bajó la mirada. Sabía lo que significaba: más meses encerrado, más meses esperando una justicia que nunca llega. Y mientras tanto, le dijeron, "riesgo de fuga"… porque un hombre en prisión preventiva no puede ser confiable.
En la celda de aislamiento, un joven llora en silencio. Lo acusaron de abuso tras una discusión con su novia. No hubo testigos, no hubo pruebas, pero la estadística dice que los hombres son peligrosos. No importa si es cierto, importa que la balanza siempre pesa en su contra. No puede defenderse, porque desde el encierro la comunicación con su abogado es limitada. No puede demostrar su inocencia, porque la espera es su castigo, la duda su condena.
El aislamiento lo está quebrando. No ve el sol, no habla con nadie. Los días se mezclan, los pensamientos se enredan. Empieza a preguntarse si realmente hizo algo malo, si merece estar ahí. La culpa se filtra en su mente como veneno.
Mientras tanto, su hijo de cinco años pregunta por él. Su madre le dice que está de viaje, pero el niño no es tonto. Escucha los susurros, ve las lágrimas en los ojos de su madre. En la escuela, los otros niños ya lo señalan. “Tu papá está en la cárcel”, le dicen. Y él, que no entiende de justicia, solo entiende que su papá no está.
En los tribunales, el tiempo se arrastra. Expedientes que se acumulan, audiencias que se postergan. La vida de quienes esperan no es urgente. No importa si la angustia les roba el sueño, si la incertidumbre los consume. No hay plazos, no hay respuestas. Solo días que se convierten en meses, meses que se vuelven años.
Y cuando finalmente llega la sentencia, es desproporcionada. Veinte años por un robo menor, treinta por un delito sin pruebas sólidas. Condenas más largas que las de un homicida, porque es más fácil ser implacable con los débiles que con los poderosos. En el sistema judicial, el precio de ser pobre o de no tener un apellido que garantice influencia es el mismo: deshumanización. La palabra "culpable" suena como un juicio final, pero no se habla de la persona que queda atrás, de su familia rota, de su sufrimiento en silencio. Nadie recuerda que también son seres humanos, alguien con un nombre, con una vida antes de la condena.
Algunos son culpables, sí, pero no se les trata como personas. En las cárceles, las caras se borran, los cuerpos se marchitan. La justicia se olvida de la rehabilitación, de la reinserción social, de la dignidad humana. Son simplemente números, estadísticas que se acumulan sin consideración, sin remordimientos. Porque, al fin y al cabo, se los ve como una amenaza más que como un error humano.
Y hay otros, como Roberto, que no son solo un número. Su rostro ha cambiado, su mirada ya no refleja la rabia de su juventud. Hace años cometió delitos, sí, pero eso ya no es quién es. Se alejó de esa vida, luchó por construir un futuro diferente. Se casó, consiguió un trabajo digno, y empezó a levantar a su familia desde las ruinas de su pasado. Hasta que, un día, algo lo alcanzó. Una vieja denuncia resurgió, una condena pendiente de años atrás, y lo encontraron. “El tiempo no borra los pecados”, le dijeron al arrestarlo. A pesar de haber cambiado, de haber dejado atrás ese hombre, la ley solo veía el pasado que él intentaba olvidar. La prisión lo volvió a encerrar, como si nunca hubiera existido el esfuerzo por redimirse. Su mujer lo espera, pero cada día se pierde un poco más. Su hija, que nunca lo vio en las sombras de su vida pasada, crece con la ausencia de un padre que fue condenado por sus errores, pero no por sus méritos.
Y luego está Luis, quien jamás imaginó que su pasado lo alcanzaría tan tarde. Luis había pagado por su crimen hace más de diez años. Cumplió su condena, salió de prisión y, con esfuerzo, logró rehacer su vida. Encontró trabajo, se dedicó a su familia, y dejó atrás la oscuridad que lo había marcado. Pero un día, cuando pensaba que las puertas ya estaban abiertas, la pesadilla regresó. Lo acusaron de un crimen que no cometió, una agresión que ocurrió cerca de su hogar. No había pruebas, ni testigos, pero su historial criminal fue suficiente para que lo arrestaran. Los investigadores no miraron más allá de la etiqueta que llevaba en su expediente, como si el hombre que era hoy fuera el mismo de antes. El hecho de que su pasado se interpusiera entre él y su futuro, de que su esfuerzo por cambiar fuera opacado por sus antecedentes, lo condenó nuevamente.
“Por tus antecedentes, eres un sospechoso probable”, le dijeron. Nadie quiso escuchar su versión. Nadie preguntó si realmente había cambiado. Y cuando finalmente llegó el juicio, la balanza de la justicia ya estaba desequilibrada, su pasado lo seguía como una sombra. Su condena fue rápida, injusta. Luis volvió a la cárcel, y con él, sus sueños de redención.
Dicen que la justicia es ciega, pero más bien parece sorda. No escucha el llanto de las madres, el lamento de los hijos, la rabia de quienes ven su vida desmoronarse sin haber sido declarados culpables. Y cuando son culpables, se les deja morir lentamente en la oscuridad del abandono, lejos de cualquier posibilidad de redención.
Mientras tanto, afuera, el mundo sigue. Adentro, el tiempo no avanza, pero arrasa con todo. “Riesgo de fuga”, le dicen una y otra vez. Pero lo que realmente está en fuga es su vida.
Jorge Kagiagian
El Juicio
El hombre está allí, parado en el centro del tribunal, un espectro de carne y hueso atrapado en el umbral del tiempo. Los rayos del sol se filtran por la ventana alta, alcanzando su rostro con una calidez parecida a una caricia, un calor que contrasta con la frialdad opresiva del recinto, donde la atmósfera pesa como una lápida. El juez, distante en su trono elevado, lo observa con una mirada que no vacila, pero el hombre no le devuelve la atención. Sus ojos están clavados en el cielo que apenas puede divisar tras el vidrio: un azul limpio, infinito, casi irreal. Un azul que sabe que no volverá a contemplar.
Su pecho late despacio, acompasando, segundo a segundo, los pasos que lo conducen al abismo. El aire está cargado, saturado de acusaciones falsas, de palabras no dichas, de silencios que se arremolinan como fantasmas entre los presentes. Frente a él, los rostros son máscaras: la frialdad calculada del fiscal, la curiosidad expectante de los observadores, y allí, como una herida abierta, el rostro de quien lo acusó. Esa figura, envuelta en una piedad simulada, cuyas palabras de misericordia eran agujas escondidas bajo un velo de hipocresía. Cada gesto de bondad, cada sonrisa, no era más que un disfraz tejido con hilos de traición.
Respira profundamente, como si cada inhalación fuera la última. El sol calienta su piel, pero sus pies, desnudos de esperanza, sienten el frío cortante del mármol que lo sostiene. La camisa que lleva roza su cuerpo con aspereza, como la cruel realidad que lo envuelve. Es consciente de todo, de cada detalle, porque sabe que estos momentos serán los últimos instantes de libertad.
Un murmullo de recuerdos lo golpea como una ráfaga helada: la textura de la tierra húmeda entre sus dedos, el aroma del pasto recién cortado, el susurro del viento en su rostro cada mañana. Cada imagen es un ausencia que lo desvive lentamente. No siente solo tristeza; lo que lo consume es más profundo, una mezcla de resignación e impotencia, la amarga aceptación de que la justicia no siempre es justa, de que la verdad puede ser borrada por el peso de las mentiras.
Cierra los ojos, buscando refugio, pero no hay escapatoria. Escucha el murmullo lejano de la sala, el crujir de una puerta, el vuelo de un insecto que traza círculos en el aire. Todo eso pertenece a un mundo que, en breve, dejará de ser suyo. Y entonces, como un eco inesperado, una imagen surge en su mente: el rostro de la mujer que ama. Su sonrisa, cálida y sincera, aparece entre las sombras como un breve destello en medio de su soledad. Piensa en sus manos, en el tacto suave que le ofrecía refugio, en las palabras que nunca alcanzó a decirle. Ese pensamiento lo atraviesa como un dulce dolor, un recuerdo que, aunque vencido, lo mantiene de pie.
El juez pronuncia las palabras que sellan su destino, pero para el hombre son solo ecos lejanos, meros sonidos que se desvanecen antes de llegar a sus oídos. Por fuera, se lo ve apacible… es dentro de sí, donde se libra el juicio más feroz: el de su inocencia derrotada, el de la verdad traicionada. Piensa en quien lo acusó, en ese fingido abrazo fraternal, en esa sonrisa que un día creyó sincera y que ahora se le revela como la máscara de la más amarga de las traiciones. Pero también piensa en el sol, en su calor, y en cómo seguirá brillando, indiferente a su sufrimiento.
Abre los ojos y deja que la luz lo envuelva una última vez. Es su despedida, su acto final de rebeldía: contemplar el cielo como si pudiera perpetuar su resplandor en lo más profundo de su ser, como si esa imagen bastara para iluminar las sombras que lo esperan. Y cuando la condena es dictada, el hombre no mira al juez, ni al rostro de su traidor, ni a los muros que lo encerrarán. Mira hacia arriba, hacia ese fragmento de cielo azul, como si allí pudiera hallar la verdad que aquí le ha sido negada.
Afuera, el sol aún brilla… y, en su corazón, el recuerdo de una mujer.
Jorge Kagiagian
**¿Por qué la lluvia me causa tanta nostalgia?**
Llueve,
y la nostalgia me invade.
¿Será, porque cada gota
fue color,fue nube fue cielo
Y hoy... tormenta ?
Quizás
una de esas gotas, se elevó, dejando en el mar
un profundo vacío,
o surcó inadvertida
los ríos, los arroyos.
Quizás fue angustia
en la humedad
de una almohada.
Quizá
esa gota fue una lágrima
escapando de su mirada,
una gota que entró en ella
al beber de una copa deseando olvidar.
Tal vez fue su sangre,
su cuerpo, su corazón...
Tal vez fue miedo, fue dolor,
tal vez silencio y desolación.
Quizá en una noche
de tristeza y soledad,
esa lágrima fue el amor deseando morir.
Quizá en una noche
de tristeza y soledad,
esa lágrima fue su alma.
Siento que la lluvia
jamás se detendrá…
Jorge Kagiagian
El tiempo se detiene
El hombre entra en la celda, el sonido metálico de la puerta cerrándose resuena como un eco lejano. Un golpe seco que deja una vibración pesada en su pecho. La luz artificial, fría y opaca, lo rodea. No hay sol aquí, solo sombras que se alargan sobre las paredes sucias. En el espacio cerrado, su cuerpo se adapta lentamente, encogiéndose, como si el aire estuviera más denso, más hostil. Se detiene en medio del pequeño cuarto, buscando el espacio entre las sombras, deseando que alguien o algo le explique cómo respirar.
El miedo se arrastra por sus venas, como una serpiente venenosa. Pero no es el miedo del hombre que entra por primera vez en este lugar, no es el miedo de lo desconocido. Es un miedo profundo, antiguo, que se encuentra en algún rincón de su ser, más allá de las rejas. Es un miedo al olvido, a la condena silenciosa que acecha en cada rincón de su mente. La pregunta sobre Dios se disuelve en el aire, como algo que nunca llegó a ser. Algo que aún no puede comprender. A veces duda de su existencia, como duda de todo lo que le rodea, pero en algún rincón oscuro de su alma, una pequeña llama aún cree en Él. Tal vez, como cree en la justicia, aunque la justicia, como Dios, parece siempre eludirlo.
Se deja caer sobre la cama dura, el rostro mirando el techo gris, sin estrellas. Recuerda los días antes de entrar, esos días que ya se desdibujan como viejas fotografías en su mente. Piensa en las caras de quienes lo acompañaron en su vida fuera de este lugar, en sus esposas, aquellas que lo amaron, que creyeron en él hasta el último momento. Pero ahora, en esta celda, el amor parece distante, como un murmullo que ya no puede escuchar. Todo lo que queda es un eco, el eco de lo que fue y lo que pudo ser.
El tiempo aquí no fluye, no pasa. Se estanca, se detiene, se suspende en un espacio sin futuro, como si la realidad misma fuera una tela de araña que lo atrapa. A veces mira hacia la ventana, esperando ver algo, aunque sea un rayo de sol. Pero lo que ve es un muro gris, sucio, más sombras. Piensa en el sol que alguna vez vio, en el calor que tocaba su piel, en la libertad que nunca imaginó perder. Ahora solo queda la sensación de ser parte de algo más grande, algo que no entiende, una maquinaria que lo ha devorado sin piedad.
La pregunta sobre Dios lo sigue, pero no sabe si es un consuelo o una carga. Se debate entre la incredulidad y la necesidad de creer, entre la desesperación y una esperanza torcida. Si Dios existe, ¿dónde está ahora? ¿Por qué lo ha llevado hasta aquí, a este lugar donde los días se arrastran, donde el miedo se convierte en una sombra que lo acompaña?
Él no tiene respuestas. No hay respuestas aquí. Solo el sonido de los pasos de los guardias, el murmullo de los demás prisioneros, las horas que pasan lentamente, como una cadena que se alarga.
Y aún así, en alguna parte de él, sigue creyendo. Tal vez en Dios. Tal vez en algo más. Pero la celda no le ofrece respuestas, solo preguntas. Preguntas que no se pueden responder con palabras.
El sol sigue sin brillar aquí, pero el hombre aún espera algo. No sabe qué, pero algo. Algo más allá de las sombras.
Jorge Kagiagian
**La única esperanza**
Un hombre aguarda, solo en la vastedad,
un milagro que atraviese la niebla y el tiempo,
con la fe quebrada, como un cristal sin nombre,
suplicando a Dios que se asome, invisible, a su mirada.
Sus manos vacías, su alma llena de grietas,
no sabe cómo pedirle a la vida que regrese.
La duda lo envuelve, como un manto pesado,
pero en su pecho arde, tímida, una chispa.
"Señor," murmura al viento, "si aún me oyes,
aunque mis dudas se amontonen como montañas,
te ruego un signo, aunque fugaz,
para reconocer tu rostro entre las sombras."
La noche es un eco que se extiende,
el cielo, ajeno a su espera, se pliega sobre él.
Su aliento se pierde en la quietud,
y en sus ojos, el infinito se refleja como un espejismo.
El silencio es profundo, más denso que la oscuridad,
pero en el aire, algo comienza a palpitar.
Una presencia cálida lo envuelve,
como un abrazo callado que llega sin previo aviso.
Sabe que el milagro tal vez no se haga carne,
pero un hilo de luz atraviesa la neblina de su ser.
No es certeza lo que lo sostiene,
sino la fuerza de creer cuando todo se desmorona.
Su fe es frágil, como la rama que resiste al viento,
pero en su interior algo crece, pequeño y firme,
un eco divino que resuena en su pecho,
y aunque aún teme, sigue adelante, sin entender.
La voz del viento, suave como un canto olvidado,
le susurra al alma, en una lengua sin palabras.
No sabe si bastará, si su fe será suficiente,
pero algo en su interior se calma, aunque solo por un instante.
Jorge Kagiagian
**Mía, alma mía**
Entre muros y acero, la distancia se yergue,
petrificada en su impaciencia, esculpida en añoranzas.
Soy prisionero de un destino injusto,
pero mi frente, altiva, guarda el orgullo
y la dignidad intacta de un alma buena.
Cada noche, tu recuerdo, como un susurro,
besa mis labios, áridos de tu ausencia,
y me invita al refugio de los sueños.
Sueños que son tuyos, sueños donde eres mía.
¿Sueñas conmigo, como yo sueño contigo?
Un día más es un día menos.
Vine aquí con la promesa de jamás volver.
No temas al temblor del miedo,
ni a la ansiedad que asedia tu pecho.
Solo anhelo acariciar tu alma,
y, en ese roce, sanar la herida de la mía.
Pronto, el reloj se rendirá ante nuestra espera.
Pronto, llegaré.
Y, como antaño, el sueño cederá su lugar a la vigilia:
juntos estaremos, enredados de amor,
una vez más y para siempre.
Porque vine aquí para no regresar jamás.
Volveré a tu lado, para no partir nunca.
Mientras tanto, mi amor, esta noche y todas las noches,
te espero en la penumbra de mis anhelos,
para que, en la inmensidad de tu recuerdo,
me beses y me sueñes,
como yo te beso y te sueño a ti.
Jorge Kagiagian
**El Olvido de los Muros**
En el corazón de la cárcel, donde el tiempo se mide en sombras que se alargan y se acortan con la luz tenue de un cielo distante, un hombre se sienta sobre la fría dureza de su cama de concreto. No hay palabras que rompan el silencio; sólo el eco de su respiración, como un susurro que se ahoga en la inmensidad de la soledad.
Cada día comienza igual, con el amanecer filtrándose a través de las barras que dibujan líneas en el suelo, líneas que parecen contar los días que se amontonan unos sobre otros. Pero el hombre ya no sabe cuánto tiempo ha pasado. Los días se desvanecen como un río que fluye hacia el olvido, llevándose consigo los ecos de voces que alguna vez lo rodearon.
Primero fue la ausencia de sus amigos. Los mismos que prometieron estar allí, los que juraron lealtad en tiempos de vino y risas. Sus nombres, que solían llenarlo de calidez, ahora son un peso en su pecho, un recordatorio de promesas quebradas. Se los imagina en el mundo exterior, alzando copas, ocupando sus espacios, abrazando una libertad que alguna vez compartieron.
Después fue su familia. Su madre, cuyo abrazo siempre fue un refugio, ahora es un recuerdo que duele más que el acero de las rejas. La última carta que le escribió está arrugada en un rincón de la celda. Una carta breve, sin emoción, que rezuma un silencio más cruel que cualquier insulto. **"Tu padre no puede verte así. Tus hermanos están ocupados. Cuida de ti mismo."** Palabras simples, pero tan pesadas como cadenas.
Piensa en sus hermanos, los que alguna vez corrieron con él por los campos, los que compartieron secretos al amparo de la noche. Ellos también lo han olvidado. **"Es por su bien,"** se dice a sí mismo, pero no puede ignorar la punzada de traición. Lo dejaron aquí, abandonado, como si su existencia fuera una mancha que quisieran borrar.
Y sus cosas. Todo lo que poseía, todo lo que construyó, se ha desvanecido en manos que no son las suyas. Las fotografías que adornaban su hogar, los libros que alguna vez le llenaron el alma, incluso los pequeños recuerdos que atesoraba. Todo ahora pertenece a otros, disperso como hojas secas en el viento.
Se pregunta si alguna vez significó algo para ellos. ¿Fue sólo un espectro que pasaba por sus vidas, una sombra que podían olvidar cuando ya no les resultaba útil? La cárcel no es el peor castigo. Es el olvido. Es la certeza de que el mundo sigue girando, indiferente a su dolor.
A veces, cierra los ojos y trata de recordar sus rostros. Su madre, con lágrimas en los ojos; su padre, serio pero orgulloso; sus amigos, riendo en noches que parecían eternas. Pero los recuerdos se desvanecen, como un sueño al despertar. Y cuando vuelve a abrir los ojos, sólo está la celda, los muros que no hablan, y la soledad que lo envuelve como un sudario.
El hombre piensa en la vida fuera de estas paredes. No la vida que dejó atrás, sino la que ahora existe sin él. Es un mundo donde sus amigos beben y ríen, donde su madre cocina en silencio, donde su padre se pasea por los campos, donde sus hermanos cuentan historias en las que él ya no aparece.
No hay cartas, no hay visitas, no hay señales de que aún exista para ellos. Y sin embargo, el dolor más profundo no es su ausencia, sino la sensación de que tal vez nunca lo quisieron como él creyó.
Se siente más solo que nunca, pero no llora. Las lágrimas no sirven aquí, donde sólo el eco las acompaña. En su interior, se forma una especie de aceptación amarga, un conocimiento cruel: la cárcel no está hecha sólo de barrotes y muros. Está hecha del olvido, del vacío que dejan quienes prometieron estar pero eligieron irse.
Y así, el hombre permanece allí, día tras día, mirando el fragmento de cielo que la ventana le permite ver. Se aferra a ese trozo de infinito, porque es lo único que no le han robado.
Piensa en la traición, en el abandono, en las palabras que nunca llegaron. Y aunque el dolor lo carcome, se promete algo: su alma no será otro objeto más que ellos puedan olvidar. Su soledad será su fuerza, su silencio, un grito que sólo él entenderá. Porque, al final, si no tiene a nadie más, al menos aún se tiene a sí mismo.
Y eso, aunque tenue y frágil, será suficiente para seguir respirando.
Jorge Kagiagian
**Las vidas que se quedan afuera**
En la sala de espera de la prisión, una mujer embarazada acaricia su vientre hinchado. Intenta no llorar, pero sus ojos arden. Su marido fue arrestado hace seis meses, acusado de un crimen que niega haber cometido. No hay pruebas, pero tampoco libertad. La prisión preventiva, le dicen. Un procedimiento, le explican. Su abogado le pide paciencia, que el proceso es lento, que no se preocupe. Pero ¿cómo no preocuparse cuando el hijo que lleva en su vientre podría crecer sin conocer a su padre?
A su lado, una anciana de cabello canoso sostiene una foto en las manos. Su hijo lleva dos años encerrado sin condena. Cada visita lo encuentra más delgado, con la mirada vacía. La última vez le preguntó si aún tenía esperanza. Él solo se encogió de hombros. Ella lo conoce bien: sabe que ha comenzado a rendirse.
Recuerda el día que lo detuvieron. La patrulla llegó al amanecer, lo sacaron en pijama, ni siquiera le dejaron despedirse de sus hijos. “Robo con agravantes”, le dijeron. Él gritaba que no había sido, que era un error. Pero en los papeles, su nombre quedó manchado. Su familia quedó marcada. Desde entonces, su esposa ya no consiguió trabajo, sus hijos dejaron la escuela. Nadie quiere contratar a los parientes de un delincuente, aunque aún no haya sido condenado.
En otra parte de la ciudad, un hombre revisa una carta de despido. Cuando lo arrestaron, su jefe le aseguró que lo esperaría, que confiaba en él. Pero la confianza dura poco cuando la sospecha se instala. Sin juicio, sin pruebas, sin sentencia, lo declararon culpable en la oficina, en la calle, en las noticias. Su lugar lo ocupa otro ahora. No hay trabajo para alguien con “antecedentes”, aunque esos antecedentes sean solo un expediente archivado en un juzgado que nadie se molesta en revisar.
En un barrio humilde, una madre llora en la penumbra de su casa. Su hijo fue detenido en la madrugada, acusado de un robo que nunca ocurrió. “Testigos dijeron que vieron a alguien con su descripción”, explicaron los policías mientras lo esposaban. No importó que trabajara esa noche, que tuviera pruebas, que nunca hubiera estado en problemas antes. La denuncia pesa más que la verdad.
Consiguió un defensor público, porque no tenía dinero para pagar un abogado privado. Pero el defensor ni siquiera recuerda su nombre. Solo es un número más en una pila de expedientes. La última vez que lo visitó, le dijo que la audiencia se había pospuesto. “Hay muchos casos”, le explicó. Su hijo bajó la mirada. Sabía lo que significaba: más meses encerrado, más meses esperando una justicia que nunca llega.
En la celda de aislamiento, un joven llora en silencio. Lo acusaron de abuso tras una discusión con su novia. No hubo testigos, no hubo pruebas, pero la estadística dice que los hombres son peligrosos. No importa si es cierto, importa que la balanza siempre pesa en su contra. No puede defenderse, porque desde el encierro la comunicación con su abogado es limitada. No puede demostrar su inocencia, porque la espera es su castigo, la duda su condena.
El aislamiento lo está quebrando. No ve el sol, no habla con nadie. Los días se mezclan, los pensamientos se enredan. Empieza a preguntarse si realmente hizo algo malo, si merece estar ahí. La culpa se filtra en su mente como veneno.
Mientras tanto, su hijo de cinco años pregunta por él. Su madre le dice que está de viaje, pero el niño no es tonto. Escucha los susurros, ve las lágrimas en los ojos de su madre. En la escuela, los otros niños ya lo señalan. “Tu papá está en la cárcel”, le dicen. Y él, que no entiende de justicia, solo entiende que su papá no está.
En los tribunales, el tiempo se arrastra. Expedientes que se acumulan, audiencias que se postergan. La vida de quienes esperan no es urgente. No importa si la angustia les roba el sueño, si la incertidumbre los consume. No hay plazos, no hay respuestas. Solo días que se convierten en meses, meses que se vuelven años.
Y cuando finalmente llega la sentencia, es desproporcionada. Veinte años por un robo menor, treinta por un delito sin pruebas sólidas. Condenas más largas que las de un homicida, porque es más fácil ser implacable con los débiles que con los poderosos.
Dicen que la justicia es ciega, pero más bien parece sorda. No escucha el llanto de las madres, el lamento de los hijos, la rabia de quienes ven su vida desmoronarse sin haber sido declarados culpables.
Mientras tanto, afuera, el mundo sigue. Adentro, el tiempo no avanza, pero arrasa con todo.
Jorge Kagiagian
**Silencio de Dios**
La mirada traidora del buen cristiano,
que predica el bien y practica el engaño,
deleita el paladar del infierno,
del buen Dante.
Oh, cristiano,
¿no temes la ira de tu Dios?
Su Hijo dirá:
“No te he conocido.
Eres tibio, vomitado...
por la luz negra y el azufre engullido.”
Tu velo nupcial y la belleza
de tus huesos amarillos
embelesan de espanto.
Dame tu beso incestuoso.
Que arda el pecado
entre los pecados.
Te abracé en el perdón,
y tus labios de fresa
susurraron muerte en mi oído.
Enredadera de espinas
que jamás dio flor,
corona de Jesús,
yace en tus malditos brazos.
Consumido en propio fuego,
cenizas negras
al vacío eterno llevará.
El silencio de Dios será tu morada.
Jorge Kagiagian
**Ecos en la Oscuridad**
El hombre está allí, suspendido en un instante que no tiene fin. Su cuerpo encorvado sobre el catre parece más una grieta en la penumbra que una presencia viva. La celda, un puñado de piedra y sombras, lo contiene como si fuera parte de ella: un objeto olvidado en un rincón donde la luz no alcanza.
El aire está quieto, denso, cargado de un silencio que pesa tanto como el concreto bajo sus pies descalzos. Su respiración es un rumor apenas audible, una brizna de humanidad en un lugar que carece de todo lo humano.
Cierra los ojos, no para descansar, sino para buscar dentro de sí algo que justifique seguir respirando. Pero lo que encuentra es vacío, un hueco tan vasto que parece haber devorado incluso los recuerdos. ¿Qué fue de su vida? Una sucesión de imágenes fugaces cruza su mente: una risa a medias, el calor de una mano que ya no está, un aroma de café que nunca volverá a llenar el aire. Pero todo se disuelve antes de tomar forma, como si el tiempo mismo se negara a cederle algún alivio.
La pared contra su espalda es fría, y él se presiona contra ella, intentando sentir algo que no sea la nada que lo devora por dentro. Pero la piedra no responde. Ni el aire ni la oscuridad se inmutan. Él es solo una pieza más de ese espacio inerte.
No recuerda cuándo empezó este instante eterno. Quizás ha estado aquí desde siempre. Quizás este lugar es él: la humedad que se filtra por las grietas es su propia desesperación, las sombras que cubren el suelo son fragmentos de su alma rota, y el eco del silencio es su grito, atrapado, rebotando sin fin entre las paredes.
Sus manos, inertes sobre sus rodillas, son las de un hombre que ya no lucha. Pero, en lo profundo de sus dedos temblorosos, aún hay un leve temblor, como si algo resistiera, diminuto y frágil. No es esperanza. No podría llamarlo así. Es más bien un impulso primitivo, un instinto que no sabe morir, una chispa que se aferra a la vida aunque no haya motivo.
El tiempo no existe aquí. El instante es eterno, y, sin embargo, cada segundo es un peso que aplasta. Fuera de estas paredes, el mundo sigue girando, indiferente. Pero aquí, el universo se ha reducido a esta celda, a este hombre, a este silencio.
Él no piensa en el futuro, porque no lo hay. Ni en el pasado, porque ya no le pertenece. Solo siente el presente, un presente que lo envuelve como una marea negra. Quiere desaparecer, fundirse con la sombra, pero algo dentro de él lo mantiene en su lugar. Quizás es la certeza de que, aunque todo está perdido, aún queda el eco de lo que fue, reverberando en la oscuridad.
Y ese eco, tenue y solitario, es lo único que lo une a la vida.
Jorge Kagiagian
**Ay, cielo oscuro**
Ay, cielo oscuro que corona la noche invisible.
Busco entre las grietas tu bendición.
Los lobos te veneran,
las aves fluyen en tus ríos.
Aquí, ráfagas,
y yo, sin poderte ver.
Ay, cielo silencioso,
árboles qué danzan,
un eco oscuro y profundo se deja oír.
Lo escucho atento,
como si algo quisiera confesar.
Será otra noche
que te escapas de mis ojos.
Pero un día,
todo sucumbirá ante tu grandeza.
Y saldré corriendo al monte más alto;
trepando en un árbol danzante,
llegaré a ti.
Y luego de una caricia
contigo me llevarás.
Jorge Kagiagian
**condena social **
En el fondo de su celda, donde las sombras parecen más profundas, el hombre se queda inmóvil, sintiendo cómo su existencia se disuelve en la piedra que lo rodea. No es solo el encierro físico lo que lo oprime, sino el peso invisible de una sociedad que lo despojó de su rostro y su nombre.
Ellos, los de afuera, lo ven como un número, una estadística que engorda el vientre de un sistema voraz. La justicia, en su túnica hipócrita, no lo redime ni lo corrige. Lo devora. Es un engranaje más en una maquinaria que lucra con su miseria, que alimenta sus bolsillos con los días que él pasa entre la inmundicia y el olvido.
Sus pensamientos son un torbellino que no encuentra calma. Piensa en los juicios que nunca tuvieron voz, en las condenas dictadas no por pruebas, sino por prejuicios. Para ellos, los que duermen tranquilos tras sus puertas cerradas, él es culpable por existir, por habitar un lugar en la periferia del mundo, donde la pobreza se confunde con el crimen.
La celda es más que un espacio físico; es una trampa de humanidad despojada. Cada grieta en la pared es una herida que nunca cerrará, un testimonio de todas las vidas que allí se quebraron antes que la suya. En la esquina más húmeda, donde el olor a moho se mezcla con el hedor de los cuerpos que pasan por allí como espectros, las ratas mordisquean restos que alguna vez fueron alimento. Él las observa con una extraña envidia. Ellas, al menos, son libres para moverse entre las sombras.
Su cuerpo ya no le pertenece. Se ha vuelto un cascarón frágil, marcado por las enfermedades que proliferan como una marea imparable. La piel le arde bajo la fiebre, los pulmones le duelen con cada respiro, y los ojos, enrojecidos, apenas sostienen la luz que se filtra entre los barrotes. La burocracia es un enemigo silencioso y cruel. Una petición médica tarda semanas en ser respondida, y para entonces, ya no importa. El hombre aprende que aquí la muerte no es un evento, sino un proceso lento y metódico.
Sin embargo, el mayor sufrimiento no está en su carne, sino en su mente. El encierro le roba la noción del tiempo, y con ella, su cordura. Hay noches en las que los muros parecen respirar, en las que el eco de pasos le habla con palabras que no comprende. Otras veces, el silencio es tan abrumador que siente que su propia voz, si intentara usarla, se perdería como un susurro en el vacío.
Y entonces está la vergüenza, esa que lo quema por dentro más que cualquier fiebre. Vergüenza por estar allí, por ser señalado como lo que la sociedad teme y desprecia. Pero también una vergüenza más profunda, más amarga: la de saber que, aunque saliera de estos muros, el juicio seguiría. No hay redención para los caídos, solo una marca indeleble que los condena incluso después de pagar su supuesta deuda.
El hombre se pregunta si el mundo que lo encerró alguna vez será capaz de mirar más allá de sus propias sombras. Si alguna vez entenderán que no es él, ni los otros que lo rodean, quienes realmente corrompen. La corrupción está en las manos que cuentan el dinero ganado con cada sentencia, en las bocas que proclaman justicia mientras perpetúan el ciclo de opresión.
Pero en este lugar, esas preguntas no tienen respuestas. Solo queda el eco de sus propios pensamientos, rebotando entre los muros, resonando en su cabeza hasta volverse insoportable. Él cierra los ojos y respira, intentando aferrarse a la chispa que aún lo mantiene vivo, esa chispa que, aunque tenue, se niega a extinguirse.
Y así, en el olvido de los muros, el hombre sigue existiendo. No viviendo, no esperando. Solo resistiendo. Porque en este infierno de ratas, enfermedades y burocracia, resistir es la única forma de conservar lo poco que queda de su humanidad.
Jorge Kagiagian
Memorias desgastadas
Mira la foto, arrugada y antigua,
un eco de luz que el tiempo diluye.
Sus dedos tiemblan, recorren la piel
de un rostro impreso en papel cruel.
Allí está ella, eternamente intacta,
la curva de su boca, la mirada exacta.
El mundo podría morir en silencio,
pero ella perdura en ese fragmento.
La tinta, casi un susurro gastado,
se mezcla con lágrimas de un pasado.
Susurra al papel, “Eres mi condena,
un fuego que arde y nunca se apena.”
Cierra los ojos, y en la penumbra,
ella se alza, como luna que alumbra.
Su cabello es un río, su risa es un canto,
y él la abraza en su sueño quebranto.
La foto, cansada, reposa en su mano,
un ancla, un refugio, un puente lejano.
Y mientras el sueño le cubre la frente,
la distancia se borra; ella está presente.
El alba lo encuentra, perdido en la calma,
la foto aún viva, pegada a su alma.
Porque aunque el mundo los quiso apartar,
en su corazón nunca dejó de estar.
Jorge Kagiagian
Tal vez
Tal vez me pienses
como la lluvia piensa en la tierra,
como el río piensa en su cauce,
o tal vez no.
Tal vez camines por senderos de sombras
donde mi nombre resuena en ecos,
donde el tiempo no sabe olvidar,
o tal vez no.
Tal vez tus manos busquen en el aire
la forma de mi ausencia,
el calor que se extinguió
entre la ceniza de un adiós,
o tal vez no.
Tal vez en tus noches,
donde el insomnio dibuja memorias,
mi voz se alce como un susurro
que nunca se apaga,
o tal vez no.
Tal vez, bajo el mismo cielo,
una estrella tiemble entre nosotros,
una señal de aquello que fue
y nunca será,
o… o tal vez no.
Pero si en tu silencio más profundo
el amor aún respira,
si en el abismo de tu soledad
mi nombre brilla como un faro,
entonces sabré que, tal vez,
me amas como yo a ti.
Jorge Kagiagian
**El hombre y el eco de la luz**
Arrodillado en el centro de la celda, el hombre parece más un espectro que una figura de carne y hueso. Su rostro está inclinado hacia el suelo, pero su alma se alza hacia algo más allá de estas paredes de concreto. Sus manos, entrelazadas en una súplica silenciosa, tiemblan como hojas al viento, pero no hay viento aquí. Solo está la inmovilidad de la cárcel, una inmovilidad que lo asfixia y lo envuelve.
El aire es denso, cargado de humedad y el olor metálico del óxido. Cada respiración que toma es un recordatorio de su encierro, de la realidad que no puede escapar. El frío del suelo se cuela por sus rodillas y recorre su cuerpo como una caricia cruel. Sus sentidos están alerta, no porque tema algo, sino porque el dolor lo mantiene consciente, lo conecta con el único mundo que le queda.
Los muros son testigos silenciosos, cubiertos de grietas que parecen pequeñas heridas abiertas en la piedra. Él las mira, encuentra en ellas un reflejo de su propia alma: rota, fragmentada, pero aún resistiendo al paso del tiempo. La tenue luz que se filtra por la diminuta ventana alta apenas ilumina el espacio. Es una luz fría, distante, que dibuja sombras largas y pesadas sobre el suelo.
Y sin embargo, esa luz es su única conexión con algo más grande. Él la siente como un toque divino, un rayo de esperanza que parece tan ajeno a este lugar. Su oración se eleva en silencio, palabras que no necesita pronunciar porque Dios, si está escuchando, puede oírlas en su corazón.
—Dios mío —piensa, porque no se atreve a romper el silencio—, dame una razón para seguir aquí. Una sola.
Sus pensamientos lo llevan lejos, más allá de la celda. Recuerda el aroma de la tierra mojada después de la lluvia, el calor del sol sobre su rostro, y el sonido de las hojas susurrando en el viento. Recuerdos tan simples, pero que ahora se sienten inalcanzables, como un sueño al que no podrá volver. Piensa en las personas que amó, en aquellos que lo traicionaron, en los momentos en que su fe titubeó.
El sonido de una gota de agua cayendo al suelo lo trae de vuelta al presente. Es un sonido minúsculo, pero resuena como un eco en la quietud. Él lo escucha y siente una extraña paz. Esa gota, ese pequeño detalle, le recuerda que el mundo sigue existiendo, incluso aquí. Que la vida, de alguna forma, persiste.
Cierra los ojos y siente las lágrimas deslizándose por su rostro, mezclándose con la humedad de la celda. No sabe si son de dolor, de resignación o de algo más profundo, algo que no puede nombrar. Su pecho se llena con un peso que no lo ahoga, sino que lo hace humano.
Cuando vuelve a abrir los ojos, la luz ha cambiado ligeramente. Es un cambio casi imperceptible, pero para él significa todo. Es un recordatorio de que incluso en la inmovilidad de este lugar, el tiempo avanza. Y mientras avanza, su oración continúa, aunque sus labios permanezcan cerrados.
No espera justicia. No espera redención. Pero en ese instante, arrodillado en el suelo frío, siente que está conectado con algo que trasciende las rejas, los muros y la oscuridad. Tal vez es Dios. Tal vez es solo el eco de su propia alma. Pero es suficiente para seguir respirando.
En la celda, el hombre permanece inmóvil, pero dentro de él hay un movimiento constante, un vaivén entre la desesperación y una esperanza tenue, frágil, pero presente. Afuera, la luz se filtra un poco más, como si el mundo respondiera, como si lo envolviera en un abrazo que él, en su oración, apenas empieza a comprender.
Jorge Kagiagian
De rodillas
Alabado seas, Padre eterno,
Señor Jesús, mi Rey y Salvador,
en esta oscuridad que me abraza,
en la que la injusticia me aprisiona,
donde la verdad se esconde en sombras,
y el abismo toma forma en tinieblas.
Te entrego mi corazón roto,
postrado ante tu infinita misericordia,
Tú que conoces la verdad negada,
sé mi juez, mi refugio, mi esperanza.
Aboga por mí, oh Señor santísimo.
Perdona a quienes me han condenado,
aunque sus mentiras hayan desgarrado mi ser,
porque sé que tu amor es más grande
que el mal que en el infierno arde.
Concédeme la fuerza para soportar el dolor,
y la paz para enfrentar el mañana,
sabiendo que tu justicia prevalecerá
más allá de este mundo y su pena.
Aunque prisionero, mi alma busca
la libertad que solo en ti hallo.
Lléname de tu luz, Señor,
y haz que recuerde, en este valle de lágrimas,
que no estoy solo, que Tú eres el Padre de todo,
mi guía, y siempre caminas a mi lado.
Amén.
Jorge Kagiagian
**Silencio en la Celda**
En la celda oscura,
el tiempo no avanza.
Se quiebran los días,
marchita la esperanza.
Soy un ave sin alas,
atrapada en el abismo.
Mi crimen:
vivir en tierra de egoísmo.
Las paredes murmuran,
son jueces implacables.
El eco de mis lágrimas,
cadenas insondables.
Grito mi verdad,
nadie escucha.
La justicia, un negocio;
su balanza se compra.
Mis manos, limpias,
cargan peso ajeno.
Mis noches, largas,
mi corazón, pequeño.
Un rayo de sol
se filtra por la reja,
pero no calienta;
su luz se aleja.
¿La bondad donde está?
Aquí todo es frío,
es hierro, es soledad.
Mis sueños, quebrados;
mis versos, perdidos.
¿Es este mi destino?
Que otros decidan
y yo… ¿y yo muera?
Grito mi verdad;
cae al vacío.
Mi voz se pierde
en un mar sombrío.
Mientras tanto,
respiro, aunque cueste,
y en mi pecho,
el fuego adormece.
Quizá un día el viento
lleve mi voz,
y la cárcel rendida
derrumbe estas rejas.
Hasta entonces,
sufro, con el alma herida.
Soy el preso inocente,
a quien le robaron la vida.
Jorge Kagiagian
**La Flor en la Adversidad**
En los valles oscuros,
el alma se quiebra;
los días parecen fundirse en tinieblas.
Allí estás tú, mujer de luz infinita.
En las noches del miedo,
erguida como un faro,
nunca titilas.
El peso del mundo curva mi espalda,
las palabras me ahogan y la fuerza se apaga.
Tu voz, un murmullo, serena mi guerra;
tu mano, mi refugio,
me ancla a la vida, a la tierra.
Eres el puerto donde el naufragio cesa,
la calma que sigue al rugir de la tormenta,
la savia que nutre mis ramas caídas,
el sol que renace tras largas heridas.
De rodillas abrazo tus pies,
llegas a mi alma.
Me levantas, me sanas
con tus besos de miel.
No hay oro, ni joya que pueda igualarte;
tu amor no se compra, no se vende.
Los milagros tienen valor,
pero precio no.
Eres mi escudo, mi fe renovada,
la llama que brilla en la noche más larga.
Eres mi vigila, mi timón,
el sol divino,
la estrella que sigo,
el sendero por donde camino.
Por ti, respiro cuando falta el aire;
por ti, resisto aunque el miedo me abrace.
Eterna, constante, mi roca, mi aliada,
mujer que en la sombra
se vuelve alborada.
Eres la flor en la adversidad.
Jorge Kagiagian
**Arco iris en la sombra**
Dios y el infierno rondan los pasillos
como sombras que se cruzan sin tregua,
su aliento es fuego que consume el alma
y su toque, agua que sana, que quema.
La mano que todo lo calma,
la misma que todo lo destruye,
sostiene en su palma el quebranto
y la esperanza perdida en los abismos.
Padre, Hijo, Espíritu
tejen entre sí el manto del misterio,
un triángulo eterno
que guarda el alma rota en sus vértices.
Los muros roban el tiempo,
cada grieta en ellos es el reflejo
de mi ser, fragmentado y huérfano
de lo que alguna vez fue entero.
La grieta de la pared se abre
y es el dolor el que entra
sin pedir permiso,
como la marea que sube
y arrastra todo lo que toca.
Es ahí, en esa fisura,
donde Dios susurra,
y no hay abandono,
sólo su presencia
que se mezcla con las ruinas
de lo que aún persiste en mí.
Y tú, mujer.
Tú, tampoco me has abandonado,
tú, con tu voz suave,
serena como el río que no sabe de impaciencia,
me acompañas en esta noche donde la luna es testigo
de mi soledad en la celda del miedo.
Hablas, y tu charla es un faro
en la tormenta de mis pensamientos perdidos,
un puente sobre el abismo que construimos juntos
con las palabras que se deshacen
como el polvo que cae de las viejas paredes.
Mujer olvidada por el mundo,
un alma errante,
una sombra que arrastra la carga
de la humildad como el viento arrastra las hojas.
Tu pobreza material
es la riqueza profunda del alma,
la que no se vende,
la que no necesita más que el silencio
para ser comprendida.
Y en este rincón de olvido
eres el arco iris que aparece
en la penumbra de mi celda,
la única luz que no arde,
la que se pinta sobre las paredes
como una promesa
que nunca se rompe.
Eres tú, mujer.
Jorge Kagiagian
Malos pensamientos
En la celda húmeda y sombría, donde el tiempo parecía coagularse como sangre vieja, él se encontraba atrapado, no solo tras barrotes de acero, sino también dentro de los recovecos más oscuros de su mente. Cada grieta en la pared parecía un testigo mudo de su caída, un eco de las horas que se deshacían como ceniza en sus manos. Era un preso inocente, víctima de una maquinaria ciega y despiadada, arrojado a ese abismo de sombras sin más defensa que su propia cordura.
Pero, ¿acaso no era humano albergar pensamientos impuros? ¿No era parte de su naturaleza contemplar el abismo, aunque solo fuera para luego apartar la mirada? En su interior, el hombre sabía que la maldad no era un intruso, sino un huésped ancestral del alma. Podía sentirla caminar descalza dentro de él, susurrándole ideas terribles con la suavidad de una caricia.
Por su mente desfilaban imágenes como espectros, ideas oscuras que lo acechaban en las noches más densas. Veía, con una claridad perturbadora, los rostros de quienes lo habían condenado, deformados por el miedo y el dolor que él imaginaba infligirles. Los veía caer, rogando por clemencia, mientras él, convertido en una figura de justicia brutal, dictaba sentencias con frialdad. En su imaginación, las manos de ellos temblaban mientras el veneno invisible recorría sus venas, o mientras el filo de un cuchillo se deslizaba lentamente sobre sus pieles.
Pero, en esos momentos, se detenía, horrorizado por su propia capacidad de dar forma a esos pensamientos. "No soy así," se decía con voz rota, como si cada palabra fuera una ancla que lo mantenía lejos del borde. Las imágenes volvían, sin embargo, más vivas, más persistentes, como raíces de un árbol torcido que buscaban quebrarlo desde dentro.
No podía negar que la injusticia lo había transformado, arrancándole la piel de la inocencia para vestirlo con un ropaje de ira. A veces se preguntaba si ese era el verdadero él, un hombre amargo y consumido por el rencor. Pero no, no podía ser. Lo que lo diferenciaba de los monstruos que imaginaba era su voluntad, esa pequeña chispa que aún se negaba a ceder ante la oscuridad. Sabía que actuar sobre esos pensamientos sería confirmar lo que de él habían dicho, sería darles la razón. "Si hago lo que ellos creen que soy capaz de hacer, entonces ya habrán ganado," pensaba.
Su moral, aunque desgastada, seguía erguida como una torre en ruinas. Había sido criado con la convicción de que el mal nunca debía responderse con mal, que la venganza era un camino que solo llevaba a más destrucción. Y aunque ahora esa enseñanza le parecía una cadena más, sabía que era lo único que lo separaba de convertirse en aquello que despreciaba.
En las noches más largas, cuando la luna apenas era un hilo de luz en el cielo, murmuraba oraciones sin dirección, como un náufrago lanzando botellas al mar. No pedía justicia ni siquiera libertad, sino algo mucho más difícil: el poder de mantenerse firme, de no ceder al monstruo que habitaba en las esquinas de su mente. "Soy humano," se repetía, "y por eso debo resistir."
Se veía a sí mismo como un río envenenado: su superficie tranquila ocultaba corrientes oscuras que podían arrasar todo a su paso. Pero cada día luchaba por purificar esas aguas, por ser más fuerte que los pensamientos que lo visitaban como cuervos en un campo de guerra. No era la batalla de un héroe, sino la de un hombre común enfrentándose a sus propios demonios.
Sabía que nunca empuñaría el cuchillo que su mente forjaba, ni serviría el veneno que su imaginación destilaba. No porque no pudiera, sino porque negarse a hacerlo era su forma de resistir, de recordar quién era realmente. Esa lucha, silenciosa y feroz, lo definiría más que cualquier sentencia que pudiera recibir. Porque el verdadero combate no estaba en el mundo exterior, sino en su propia alma, y él estaba decidido a no perderlo.
Jorge Kagiagian
Milagro de tu amor
Te necesito,
como jamás necesité,
como el bosque a los sueños
para escapar del propio abismo.
Te necesito, salva mi alma,
dibujen tus manos en mi piel
el mapa del imposible regreso.
Tu caricia en mi mejilla,
tu mirada anclada en la mí,
tu voz, suave como brisa,
me arrulla en noches desveladas.
Llorar como un niño
frente al juguete roto,
Seas tú
quien lo repare con un susurro.
Estoy cansado, amor,
las horas me pesan en mis hombros,
mis pasos tropiezan en sombras antiguas.
Déjame dormir en tu pecho,
ser olvido por un instante.
Necesito olvidar el miedo,
descansar bajo tus alas
como ave recién nacida,
abrigada en la ternura de tu calor.
Eres el amor,
la esperanza hecha mujer.
Acepta a este hombre derrotado,
que ruega por tu milagro,
milagro de amor,
milagro de perdón.
Escucho en el viento tu voz
“Agarra mi mano,
estamos juntos.
Lo peor ya pasó”,
y en tu abrazo
comienza la eternidad.
Jorge Kagiagian
Ella
Ella camina por la casa como un alma extraviada, atrapada en un laberinto sin paredes. Sus manos, temblorosas, recorren las marcas de la mesa, los surcos en la madera como cicatrices abiertas. La soledad se desliza por el suelo como una serpiente, envolviendo sus tobillos, subiendo por sus piernas hasta morderle el pecho, donde late un corazón que apenas recuerda por qué.
Él está lejos, pero su ausencia no es un vacío; es una presencia pesada, un fantasma que respira desde detrás de los barrotes. Cada noche, ella cierra los ojos y lo ve allí: un hombre hecho de sombras, sentado en una celda que huele a metal y desesperanza. En sus sueños, él no habla, pero sus ojos gritan.
El reloj, ese verdugo sordo, sigue avanzando. Las horas son cuchillas que cortan la piel del día, y ella sangra silencios. A veces, se sienta frente a la ventana y escribe cartas que nunca enviará. En ellas, las palabras se enredan como hilos de un tapiz roto: "Te extraño", "Te espero", "No sé cómo seguir sin ti".
El mundo fuera de la casa sigue girando, indiferente. Los pájaros cantan, los vecinos ríen, los días se suceden con la monotonía de una maquinaria perfecta. Pero dentro de ella, el tiempo es un estanque estancado. Porque el amor, en su país, siempre ha sido un privilegio para los libres. Los presos no tienen derecho a la ternura, y quienes los aman son condenados en silencio, señalados con miradas de juicio y palabras venenosas.
A menudo, se pregunta si él la siente. Si su dolor, como una onda en el aire, llega hasta la prisión donde él vive encadenado. ¿Podrá escuchar su llanto en las noches más calladas? ¿Podrá saber que cada latido de su corazón lleva el peso de ambos?
Una mañana, se atreve a visitarlo. La sala de visitas es un lugar extraño, frío, donde las miradas de otros condenados se mezclan con las de las mujeres que los esperan. Allí, los guardias no ven seres humanos, solo números y sospechas. Cuando finalmente lo ve, un nudo de fuego se forma en su garganta. Él está allí, pero no está. Sus ojos, aunque vivos, están vacíos.
Se hablan con palabras que no dicen nada. Sus manos, separadas por un vidrio, se buscan sin encontrarse. Ella quiere decirle que lo ama, que lo necesita, que lo espera... pero no lo hace. En su lugar, solo lo mira, intentando memorizar cada línea de su rostro.
Cuando regresa a casa, algo dentro de ella ha cambiado. Su amor sigue siendo una prisión, pero ahora comprende que la libertad no llegará. El sistema nunca pensó en ellos: ni en los que quedan dentro, ni en los que esperan fuera, atrapados en una red de leyes y prejuicios que no entienden de amor ni de humanidad.
A pesar de todo, decide quedarse. Porque, en su sufrimiento, ha encontrado la única verdad que importa: no hay cadenas más fuertes que las que ella misma eligió llevar. Pero mientras espera, se pregunta si alguna vez alguien romperá esas cadenas para otros. Si alguna vez amar será tan libre como respirar.
Jorge Kagiagian
**Día tras día**
Cada día mi cuerpo se levanta por la mañana; el resto de mí queda hundido, clavado, atascado en esa misma cama. Pesan los años, no parecen demasiados pero están tan cargados de ti, tan vacíos de ti.
Siendo honesto, intento no pensar pero como en un mal sueño la sombra de tu recuerdo me aplasta.
Amanezco abrazado a una almohada que sonríe estúpida. Tu desayuno se enfría como cenizas. Mirando por la ventana, la tarde parece jamás terminar. La noche me encuentra mirando ciego a una pared descascarada.
No quisiera que lo que fui viera en lo que me he convertido.
Jorge Kagiagian
### **Hombres devorados y escupidos**
No había amanecer en aquella celda. Solo una penumbra pegajosa que se aferraba a las cosas como un musgo invisible. La luz artificial colgaba del techo, perpetua, sin parpadear jamás. Era una burla a los ciclos de la vida, una lámpara sin paz que negaba el descanso.
Él nunca dormía profundamente. El sueño era un privilegio de los que aún poseían certezas. A su alrededor, el concreto se apretaba como una mandíbula, el metal oxidado transpiraba en la humedad, las voces detrás de los muros estallaban y se apagaban como fuegos moribundos. Allí dentro, cada uno se deshacía a su manera. Algunos gritaban hasta perder la forma humana, otros se acurrucaban en los rincones, dejándose consumir poco a poco, como velas olvidadas.
Pero él no era como ellos. Él no pertenecía a ese mundo de condenados por sus propias manos. Su único crimen había sido confiar en las personas equivocadas, rodeado de oídos sordos y sentencias escritas antes del juicio. No importaban los argumentos, las pruebas, la verdad. No importaba su voz, porque las jaulas no se abren con palabras.
Los muros aquí no solo encerraban cuerpos; también suprimían nombres, historias, memorias, vidas. Allí dentro no había ciudadanos, solo espectros. El sistema lo sabía: hacer que un hombre olvide quién es equivale a matarlo sin derramar sangre.
Los guardias no eran más que extensiones de la maquinaria, piezas intercambiables que vestían uniformes sin rostro. No necesitaban fuerza bruta para quebrantar a un prisionero: el abandono era suficiente. Pero dentro de esas paredes, el contacto nunca era un gesto humano. Era un puño en la oscuridad, un filo entre las costillas, un golpe seco que no dejaba moretón pero sí una herida que nunca cicatrizaba. Allí, cada sombra podía volverse un verdugo. Cada mirada demasiado larga era una amenaza. Cada noche traía un miedo nuevo, un peligro sin rostro. Él dormía poco y, cuando lo hacía, el sueño era un temblor, un sobresalto, un eco de algo que aún no ocurría pero que él sabía que vendría.
El mundo avanzaba sin él. Allá afuera, los edificios seguían creciendo, las avenidas se llenaban de pasos nuevos, los niños aprendían palabras que él nunca escucharía. Los años lo cubrían como capas de polvo, acumulándose sobre su piel, sobre su voz, sobre todo lo que había sido antes de ser reducido a un número.
A veces se preguntaba si afuera la ciudad aún seguía latiendo más allá de esas paredes. O si, en verdad, solo quedaban prisiones más grandes disfrazadas de libertad. No existen los derechos, sino beneficios que el amo estado puede quitarlos sin tener que justificar nada.
Y entonces llegaba la idea. Siempre regresaba, a veces como un susurro tibio, a veces como un golpe en la cabeza. La posibilidad del fin. El corte de la historia. Había días en los que la imaginaba con minuciosidad, como un arquitecto obsesivo diseñando su última obra. Pensaba en el peso de su cuerpo suspendido en la nada, en la fragilidad del cuello, en la presión exacta de la cuerda que lo separaría del sufrimiento. Lo veía todo con una claridad que asustaba, como si ya lo hubiera hecho antes y ahora solo estuviera recordándolo.
Otras veces, el deseo llegaba sin forma, sin método, sin cálculo. Solo la sensación de que debía acabar, de que cualquier cosa sería mejor que seguir en esa condena que no terminaba. Se preguntaba si la muerte tenía color, si dolería menos que la vida, si era cierto que después de ella no había nada. Y si así fuera, ¿qué importaba?
El pensamiento no le asustaba. Lo que lo aterraba era que la idea de seguir con vida ya no le producía ni rabia ni desesperación. Solo hastío. Una fatiga profunda que se arrastraba por sus huesos y se asentaba en su estómago como una piedra. La cárcel le estaba robado hasta el instinto de luchar. No quería justicia, no quería redención. Solo quería dejar de existir dentro de esas paredes que lo tragaban todo.
Pero incluso en ese pensamiento se hallaba otra trampa: la cárcel le había robado tanto que ni siquiera podía elegir cómo dejar de existir. El sistema lo quería así, suspendido en una condena sin justicia, en un encierro que trascendía los barrotes.
Los que nunca han pisado estos muros creen en la cárcel como una purga, una deuda saldada. Pero la prisión no rehabilita, no educa, no corrige. La prisión devora, traga hombres y los escupe deformes, mutilados en lo invisible. Afuera, nadie quiere verlos. Dentro, ya no tienen rostros.
Él, en su rincón, no podía hacer más que continuar desvaneciéndose, con la única certeza de que allá afuera, en algún lugar, el mundo seguía avanzando sin girar la cabeza hacia los que habían sido olvidados.
Jorge Kagiagian
**Jinete Maldito**
En los confines sombríos del azar funesto,
aprisionado en el ruego del avieso conjuro,
impávido castigo, yugo opresor,
azota como jinete maldito.
Todas las noches son la misma;
ilusión tramposa de un espejo macabro.
Sirviendo al demonio maldito de carne propia.
Un eterno olvido embriaga ausencias,
lucen frívolas naderías,
desorientada existencia,
colmada de nadas, rebosando vacíos.
Cual cadáver desangrado, arrastro cruces como pasos,
sin vida ni destino en sendero mortuorio.
Desde abismo hondo, alzo lacerados ojos,
al firmamento lejano, más glorioso y notorio.
Carcajadas infernales acosan mi cordura,
regocijadas en sufrimientos sin tregua.
El compás de tumba no hace más que aumentar,
seres malditos y yertos, compañía sin ruego.
Dolor perpetuo, implacable, eterno,
en ciclo vicioso de ajena redención.
En cada tumba yace dolor,
malditas criaturas compañía de pena.
¡Irrompible hechizo opresor,
carga que al ser corroe!
Mas, atrapado en danza de horror,
donde vida y muerte se entrelazan amantes.
La sombra helada susurra malditos estertores
y el pesimismo seductor
engaña los venideros.
Cada verso futuro, eco de abismos descarnados,
reflejo oscuro, sin piedad,
a tajos me devora.
Cuando el cielo de la noche descansa, la oscuridad simula tregua,
Un brillo resplandece como alivio sanador,
más, en la sombra,
el perverso jinete prepara un azote traidor.
Disfrazado, regresará sonriente,
ocultando la fusta y las espuelas agudas.
En su rostro,
la astucia paciente de un ser maldito.
Así, errante en propio laberinto,
marchitando tiempo en lamentos sempiternos.
En tumba abierta, me sumerjo
en la dantesca negrura de soles muertos y callados.
En oscuridad, condena,
obra maldita de manos propias.
Mi cuerpo devasto, cobijando demonios,
como cadáver andante,
sin alma, sin descanso.
Jorge Kagiagian
La Bestia en el Espejo
Las paredes sudaban silencio, un silencio denso que reptaba entre los barrotes como un humo invisible, cargado del aroma metálico del óxido y del agrio sudor del encierro. El aire era espeso, saturado de resentimientos que no necesitaban palabras para clavarse en la piel. Cada paso resonaba en el concreto como el eco de una amenaza, cada crujido era un recordatorio de la fragilidad de los límites entre la calma y el caos.
Él había aprendido a caminar despacio, como si el ruido de sus propios pies pudiera desatar la tormenta que siempre pendía en aquel lugar. Sus valores, frágiles como un hilo de oro bajo presión, eran su escudo: la dignidad que se negaba a corromperse, la resistencia al odio que consumía a los demás, la certeza de que incluso allí, en el corazón del abismo, había una forma de no perderse a sí mismo.
Su motivación era un recuerdo. No de un lugar, ni de una persona específica, sino de un sentimiento: la libertad de un tiempo anterior al encierro, cuando la vida tenía espacio para respirar. Era ese deseo de regresar, aunque fuera solo en su mente, lo que lo mantenía aferrado a la calma. No era debilidad, era un acto de resistencia, una forma de demostrar que la prisión no podía arrebatarle todo.
Pero las prisiones no toleran la neutralidad. La ira colectiva buscaba grietas donde colarse, y él, con su mirada baja y su andar cuidadoso, parecía un blanco perfecto. El primer golpe llegó sin aviso, un estallido seco que le atravesó el costado como una descarga eléctrica.
Sintió cómo su cuerpo se estremecía, un instinto ancestral que lo empujaba a reaccionar. El olor ferroso de la sangre se mezcló con el del hierro de las rejas, mientras un sudor frío le cubría la frente. Su corazón tamborileaba en su pecho como si quisiera escapar, y un calor abrasador se alzó desde su estómago, luchando contra la calma que intentaba mantener.
Su primer movimiento fue titubeante, casi una súplica silenciosa de que aquello terminara. Pero el siguiente golpe, y el siguiente, no le dejaron opción. Sus manos, temblorosas, se alzaron en defensa, y cada acción suya era un grito silencioso: No quiero esto. No quiero ser como ellos.
El ruido del choque, de los cuerpos enfrentándose, era ensordecedor, una cacofonía que llenaba cada rincón. Sus músculos ardían, sus piernas temblaban, pero lo que más dolía era la certeza de que, al final, no importaba cuánto intentara huir del conflicto; este siempre lo alcanzaría.
Cuando todo terminó, el silencio regresó con la misma brutalidad con que la violencia había comenzado. Se quedó en el suelo frío, respirando con dificultad, sintiendo el temblor en sus extremidades. La sangre goteaba de su labio, mezclándose con el polvo del concreto. Cerró los ojos y dejó que los otros ecos se apagasen, buscando en su mente aquel lugar de tranquilidad que lo mantenía vivo.
Sabía que la lucha no era solo contra los otros, sino contra el entorno que transformaba a las personas en reflejos deformados de sí mismas. La prisión era un espejo cruel que devolvía una imagen grotesca, y su batalla más feroz era no permitir que esa imagen se convirtiera en su verdad.
Jorge Kagiagian
### **Un amor entre rejas**
Las paredes de la prisión guardaban secretos y susurros de vidas rotas, de esperanzas apremiadas por el tiempo que se estiraba como un eco lejano. En uno de los patios más oscuros de la cárcel, se encontraba un hombre, cuya historia no era distinta a la de muchos otros. Había llegado allí por un error, por una decisión equivocada, y aunque su alma clamaba por redención, su cuerpo estaba encerrado, atrapado en las garras del sistema.
Durante años, su vida había sido una rutina de grises y barrotes, con el único respiro de las visitas de su esposa. Ella, siempre tan dispuesta a creer en su inocencia, le traía esperanza. Cada encuentro, cada sonrisa entre rejas, era un bálsamo que calmaba las heridas invisibles que el encierro había dejado en su corazón.
Era un día caluroso cuando recibieron el permiso para una visita íntima. Aquellos momentos privados, aunque breves, eran un refugio en medio de la tormenta que sus vidas representaban. Los ojos de ella, dulces y llenos de ternura, lo miraban con una mezcla de amor y preocupación. Sabía que cada encuentro los unía más, pero también los desgarraba. La cárcel los mantenía a distancia, los separaba, los convertía en sombras de lo que alguna vez fueron, pero aún quedaba una chispa, una llama que no se apagaba.
Él la abrazó, y por un instante, el tiempo dejó de existir. El roce de sus pieles, el susurro de sus voces, todo parecía haber sido orquestado por el destino para recordarles lo que el encierro les arrebataba. En el pequeño cuarto, el amor floreció en silencio, en un lugar donde los gritos y las condenas de los demás se desvanecían ante la fragilidad de un deseo que no entendía de muros ni cadenas.
Pero la pasión de aquel encuentro dejó una semilla, una que no era solo el reflejo del amor físico, sino también de la esperanza de que su historia no se terminaría entre los barrotes. Un mes después, cuando ella llegó con los ojos brillantes de algo más que tristeza, le dio una noticia que lo sacudió como un rayo. Estaba embarazada. El abrazo que le dio a él fue uno cargado de lágrimas, de miedo y emoción, porque aquel bebé, en el contexto de su vida rota, parecía un milagro.
La noticia la dejó sumida en una mezcla de sentimientos. Por un lado, la alegría de saber que traería una nueva vida al mundo, que el amor de su marido aún era capaz de florecer en medio de la adversidad. Pero, por otro, el temor a lo que significaba. Un hijo en prisión, un niño que crecería sin conocer la calidez de un hogar libre de barrotes. ¿Cómo explicarle alguna vez que su padre, el hombre que amaba a su madre con la misma intensidad que él la amaba, estaba preso, encarcelado por su pasado?
A pesar de todo, la esperanza era más fuerte. Durante los meses siguientes, las visitas se volvieron aún más intensas, con una conexión profunda entre los dos. Mientras la mujer se cuidaba del embarazo, él pasaba sus días con la mente ocupada en el futuro, en la posibilidad de poder abrazar a su hijo, de algún día ser libre para verlo crecer.
El proceso judicial, por supuesto, continuaba su curso implacable. Los abogados luchaban por su libertad, pero las noticias no eran buenas. La vida de su familia continuaba limitada por las decisiones que otras personas tomaban sobre su destino. El miedo seguía siendo un compañero constante, pero la presencia del bebé dentro de su esposa le daba fuerzas. Cuando pensaba en él, en su hijo, se olvidaba un poco de la cárcel. Sentía que, por fin, algo bueno podía nacer de todo lo malo que había vivido.
En las visitas, ella le hablaba de cómo el bebé comenzaba a moverse, de cómo le cantaba para que lo escuchara. A veces, en los ojos de él, brillaba una esperanza tan pura que parecía atravesar los barrotes. Soñaba con el día en que pudiera ser parte de la vida de su hijo, en que pudiera enseñarle a ser hombre, a ser digno, a ser libre.
Pero la vida en la prisión, aunque no se lo permitiera, nunca dejó de ofrecerle momentos de paz. Su amor por ella creció aún más, y por primera vez, se sintió vivo, como si, a pesar de todo, pudiera encontrar una forma de ser el hombre que deseaba ser, aunque su libertad estuviera aún lejos.
La mujer, por su parte, vivía el embarazo con el mismo amor con el que había vivido todos los momentos difíciles de su vida. Sin embargo, no podía evitar preguntarse cómo sería el futuro. ¿Podría criar a su hijo en una cárcel? ¿Sería el bebé tan afectado por la ausencia de su padre que su vida quedaría marcada por el encierro de su madre y su esposo?
Y así, entre la incertidumbre y la esperanza, el amor siguió creciendo. La mujer se preparaba para ser madre y para dar la bienvenida a un nuevo capítulo en su vida, aunque ese capítulo aún se escribiría entre las paredes de una prisión. Los barrotes seguían estando ahí, pero, por primera vez, algo más fuerte que la condena comenzaba a florecer: el amor que no conoce fronteras, que no entiende de rejas ni muros, el amor que puede crear vida incluso en los lugares más oscuros.
Y tal vez, en ese bebé, naciera la posibilidad de un futuro distinto, uno donde las cadenas no pudieran retener el alma.
Jorge Kagiagian
Poema para mi hija que aún no ha nacido
**Poema para mi hija que aún no ha nacido**
Mi pequeña, aún no has visto el día,
pero ya te siento en mi alma,
como un suspiro en la oscuridad,
como un latido que me da fuerzas,
aunque me arrodille en este frío encierro.
No podré estar allí cuando llegues,
el día que por fin abras los ojos
y el mundo te reciba con su luz.
Pero te siento, te sueño,
y mi corazón late por ti,
aunque este prisionero del silencio y la mentira.
Mi hija, tú aún no sabes lo que es el amor
y yo no sé cómo contarte cuánto te amo,
pero lo intento en cada suspiro,
en cada pensamiento que escapa hacia ti.
Imagino tu rostro, tu sonrisa,
y me duele no poder tocarte,
no poder verte crecer,
no poder estar allí cuando necesites a tu padre.
La gente que me rodea
no sabe lo que es esperar sin fin,
no saben lo que es amarte
desde un lugar tan lejano,
tan lleno de sombras y grilletes.
Ellos no saben que aunque me arrodille ante ellos,
mi alma es libre en ti.
Cada noche, cuando cierro los ojos,
te imagino en mis sueños,
pequeña, indefensa,
y yo, desde aquí,
te prometo que te esperaré,
aunque el tiempo se alargue
como el viento que nunca llega.
Mi hija, si alguna vez no estoy allí para verte,
quiero que sepas que en cada segundo
te he amado con todo lo que soy.
Mi cuerpo está aquí,
pero mi corazón, mi alma,
están contigo,
en cada momento que te acercas al mundo
y yo no puedo verte nacer.
Pero espera, pequeña,
si no es hoy ni mañana,
será algún día,
y ese día, cuando pueda abrazarte,
el amor que ahora te guardo
será más grande que cualquier prisión
y el sol será nuestra única cadena.
Jorge Kagiagian
Un rincón compartido
El hombre está allí, atrapado en el tedio de un tiempo que ya no transcurre. Su cuerpo descansa sobre el catre de su celda, una estructura de hierro oxidado que parece más prisión que refugio. La luz que entra por el ventanuco se filtra entre los barrotes, dibujando sombras torcidas sobre el concreto frío. Es un espacio vacío, salvo por una compañía inesperada: una amiga silenciosa, la araña.
Ella habita en una esquina alta, lejos de las manos humanas. Su tela, tejida con paciencia, es una obra maestra efímera que vibra con el aire pesado de la celda. Él la observa desde su rincón, fascinado por su insistencia. Día tras día, la ve construir y reconstruir, como si el tiempo no existiera, como si fuera inmune al encierro.
Por la mañana, ella está en su lugar. Durante la tarde, sigue allí. Al caer la noche, permanece en el mismo rincón.
Él la contempla tejer, meticulosa, su trampa delicada: una pequeña maravilla. La araña se desliza con cuidado, sujeta a su seda, diseñando un universo frágil entre los límites de la celda.
No puede evitar admirarla. Nada reclama, nada necesita; solo ese olvidado rincón para existir. Silenciosa, aguarda a que algún insecto descuidado quede atrapado en su red. Esa rutina, tan ajena y tan constante, lo reconforta. Ha aprendido a protegerla, negándose a los intentos de desalojarla. ¿Qué daño podría causar? Al contrario, ¿cuántas veces habrá librado su sueño del zumbido inoportuno de algún insecto?
"Debe ser difícil sentirse siempre amenazada," piensa. "Vivir esquivando miedos constantes." Siente pena al verla esconderse en su pequeño agujero, esperando que el peligro pase. Quizá, en su fragilidad, encuentra un reflejo de sí mismo: una resistencia callada que despierta en él un respeto inesperado.
Esa noche, mientras el silencio se cierne como un manto, la araña detiene su labor. El hombre la contempla con atención. Por primera vez, no envidia su libertad instintiva, sino la certeza de su propósito. Comprende que su mundo, aunque diminuto, no necesita ser más vasto para tener sentido.
Y entonces, algo lo sobrecoge: nada le pertenece, ni siquiera su encierro. La araña lo acompaña y, al mismo tiempo, lo enfrenta a su pequeñez. Le recuerda que la vastedad del mundo puede reducirse hasta caber en un rincón.
Ella en su esquina y él en la suya, quizás no sean tan diferentes. Ambos atrapados, ambos vivos. Pero mientras ella sigue tejiendo su mundo, él intenta deshacer los nudos de su pensamiento, buscando un propósito que aún se le escapa.
Y así, en el mutismo compartido, la celda se llena de algo nuevo: una vida discreta, apenas perceptible, pero indudablemente real. En ese rincón compartido, el hombre encuentra una verdad inesperada: aunque el mundo se haya encogido, siempre habrá algo digno de contemplar.
Jorge Kagiagian
***La Sangre y el Silencio***
El primer golpe lo toma por sorpresa. Un impacto seco en el estómago lo deja sin aire, como si el mundo entero cayera sobre él. Antes de que pueda reaccionar, otro golpe lo alcanza en la mejilla. El ardor se expande en su piel como un tajo invisible que lo separa de sí mismo. La cabeza le da vueltas, su cuerpo se tambalea, pero no cae. Cada golpe borra una parte de su ser; todo es tan repentino que ni siquiera entiende qué está sucediendo.
El entumecimiento se extiende por su torso, una rigidez dolorosa lo dobla. Su cuerpo sigue en pie, pero ya no le pertenece. La piel se tensa con cada impacto, y lo que antes era carne ahora se siente como una masa amorfa, una extensión de un dolor que no termina de reconocer. Sabe que sus huesos ceden, que su peso se multiplica. El dolor lo ahoga, una marea interminable que lo arrastra lejos de sí mismo.
Los golpes continúan, rápidos, precisos, imparables. Cada uno le arranca un quejido, un espasmo, pero también un vacío creciente. Es su cuerpo el que recibe el castigo, pero su conciencia flota lejos, disolviéndose en algún rincón donde los golpes no llegan. Intenta refugiarse bajo sus propios brazos, pero no alcanza. En su mente solo queda la imagen de su hijo, aún no nacido, latiendo en el vientre de su madre. Un niño ajeno al dolor, a la furia. Un niño que todavía no conoce las marcas del mundo.
Cuando lo derriban con una patada, la sangre brota de su nariz y resbala por su garganta. Siente el hierro en la boca, espeso y caliente. En su mente, sigue ahí: su hijo, pequeño, sin rostro. Si sobrevive, será por él.
—Te lo buscaste —escupe uno de los guardias.
No responde. No tiene fuerzas. Su lengua es un peso muerto dentro de su boca, su aliento irregular. Está agotado. Quiere escapar, pero no hay salida. La vergüenza lo envuelve, no por lo que hizo, sino por estar aquí, por haberlo permitido, por no haber callado a tiempo, por no haber sometido su cuerpo a la obediencia que este lugar exige.
Y sin embargo, en lo más profundo de su ser, sabe que no hizo nada para merecer esto. Pero aún así, surge una duda, el sentir que existe alguna causa para que esto le esté ocurriendo, aunque esta sea desconocida para él. Tal vez no por sus acciones, sino por lo que el mundo espera de él. Por ser parte de este sistema que devora y silencia, donde el sufrimiento es norma y la resistencia, una ofensa. Los guardias lo miran como un error, un engranaje defectuoso que debe ser corregido. Justifican su violencia con el peso de la autoridad, convencidos de que él se lo ganó, de que el castigo es la única forma de restaurar el orden.
Pero él no puede aceptarlo. La violencia se siente vacía, absurda. No hay razón ni propósito, solo el peso de los golpes, la rabia de quienes se creen superiores, la indiferencia de quienes lo ven como un objeto inerte.
La cárcel es un monstruo. Un devorador de almas. Un lugar donde las vidas se disuelven y desaparecen, donde el sufrimiento es rutina y la humanidad se marchita sin preguntas. Él es solo una pieza más en esta máquina de oscuridad, un número reemplazable en la cadena infinita del olvido. Tal vez nunca fue su culpa. Pero la marca de este lugar es imborrable, se adhiere a la piel como una condena invisible.
Lo arrastran por un pasillo largo y desolado. Las paredes pálidas y desgastadas parecen absorber su dolor sin devolverlo. No hay compasión, no hay humanidad. Solo el eco de sus pasos y el goteo incesante de su propia sangre contra el suelo. El sonido de sus pisadas se vuelve una música lejana, una melodía fría y hueca.
Las manchas rojas que deja a su paso son testigos mudos, fragmentos de una historia que nadie contará. La versión oficial, por supuesto, ya está escrita: "Se cayó", "Provocó una pelea", "Desobedeció". La culpa siempre recae sobre el mismo. Sobre el que se niega a callar, el que no sabe quedarse en su lugar. El que no ha aprendido a ceder.
Lo arrojan sobre una camilla con desdén, como un objeto roto que ya no tiene valor. Un médico lo observa con la apatía de quien ha visto esto demasiadas veces. Su rostro no expresa nada; sus manos trabajan con mecánica indiferencia.
—Se recuperará —dice sin mirarlo. Su voz es plana, vacía.
Pero él sabe que nunca será el mismo. Su cuerpo sanará, sí. Las heridas cerrarán, los moretones se disiparán. Pero lo que le han hecho va más allá de la carne. Hay marcas que no se ven, heridas que no sangran pero nunca cicatrizan.
En la quietud de la sala, con el zumbido distante de las luces fluorescentes y el monótono pitido de la máquina que monitorea su respiración, una imagen lo atraviesa. Su hijo. Un rostro aún inexistente, pero presente. Se aferra a esa visión como si fuera lo único que lo mantiene en este mundo. La única prueba de que hay algo más allá del dolor.
Sus párpados pesan como plomo. Su cuerpo, esa carcasa rota que ya no siente suya, parece desvanecerse en la camilla. Pero en algún rincón profundo, donde los golpes no llegaron, donde la violencia no pudo alcanzar, algo sigue latiendo. No es esperanza, no es fe. Es algo más primitivo, más antiguo. Una llama que no se apaga, un pulso que persiste.
No sabe si sobrevivirá. Pero mientras respire, mientras su cuerpo aún se mueva, se aferrará a esa visión de su hijo. A la promesa de un mañana distinto. A la certeza de que, aunque el mundo intente devorarlo, hay algo más allá.
Respira.
Y con eso, basta.
Jorge Kagiagian
La flor detrás del vidrio
El vientre de ella se hinchó en la soledad de un cuarto apagado con paredes descascaradas, donde el eco de su propia voz no respondía a sus necesidades. No había nadie que le hablara al niño creciendo dentro de su piel más que ella, que a veces susurraba, a veces lloraba, a veces se quedaba con la mano sobre su vientre, sintiendo cómo una vida nueva se agitaba en su propia incertidumbre.
Él no estaba. O, peor aún, estaba pero detrás de un vidrio, de una carta, tras un teléfono de línea fría que convertía su voz en algo irreal. Ella le contaba del crecimiento, de los primeros movimientos, de la manera en que el hambre llegaba de forma distinta, de sus mareos, como el cuerpo no le perteneciera solo a ella. Él la escuchaba, asentía, sonreía con los labios pero no con los ojos. No podía tocarla. Sus manos tan cerca y a la vez tan lejos de ella.
Cuando llegó el momento, la ciudad entera pareció quedar en suspenso. La ambulancia avanzó entre luces que parpadeaban y el sonido vibraba impacible. El hospital tenía paredes color marfil gastado, y las camas estaban alineadas como en un sueño en el que todo es funcional, pero nada es verdaderamente cálido.
Él esperaba las noticias caminando en círculos, como un león enjaulado conteniendo todo lo que siente.
El dolor fue un río oscuro que la atravesó con furia. Apretó los dientes, se aferró a las sábanas y, cuando finalmente la vio salir, sintió que algo se desgarraba dentro de ella en un sentido más profundo que la carne. La niña llegó al mundo con un llanto pequeño y poderoso, con un temblor en los párpados cerrados como si soñara con la luz antes de conocerla.
La sostuvo en los brazos y vio en su rostro algo que no podía explicar. Se parecía a él antes de la cárcel, se parecía a ella antes de la soledad, y a la vez, tenía su propia identidad: una criatura hecha de sueños. Sus pestañas eran finas como hilos de luna, su piel tenía el color de la cera antes de tocar el fuego, y sus diminutos dedos se cerraron alrededor de su índice con la fragilidad del más sutil arco iris.
Quiso llamarlo en ese instante, decirle que era una niña, que ya estaba aquí, que tenía su misma forma de fruncir el ceño, que su aliento olía a la primera lluvia de primavera. Pero la realidad tenía reglas minuciosas y precisas: las llamadas solo se permitían ciertos días, y las visitas estaban sujetas a un sistema de permisos y horarios inquebrantables. Él no estaba. O, peor aún, estaba pero atrapado en un mundo donde las agujas de los relojes señalaban viejos recuerdos.
Los días se volvieron una bruma densa. La niña crecía con la lentitud sagrada de las cosas que importan. Sus ojos cambiaban de color con la luz, su risa era un sonido nuevo en el mundo. A veces, en las madrugadas, la mujer la sostenía contra su pecho y le hablaba en susurros: "Él te ama. Aunque no esté aquí, te ama. Aunque no puedas verlo, él piensa en ti cada segundo."
Cada vez que lo visitaba, la niña quedaba en brazos de otra persona. Ella cruzaba los pasillos de la prisión con un nudo en el estómago y el corazón golpeándole las costillas como un pájaro desesperado. Al llegar, él la miraba con una mezcla de ternura y dolor. Ella le contaba de la niña, de cómo había empezado a sonreír, de cómo movía los pies como ya empezando a caminar. Él asentía, sonreía con los labios pero no con los ojos.
Una vez, en un impulso, sacó una fotografía de la niña y la presionó contra el vidrio. Él la miró con la intensidad de quien memoriza cada detalle, de quien intenta tatuarse una imagen en la memoria. Pero no pudo tocarla. No pudo tocarla; pero aún así el amor lo desbordó como nunca podría haber imaginado. Sin embargo, en ese instante, supo que la amaría por siempre.
La niña creció sin saber que algo faltaba. Su mundo estaba lleno de brazos cálidos, de voces que la acunaban, de soles que entraban por la ventana como si fueran cuentos que aún no habían sido escritos. Y, sin embargo, en algunas noches, cuando la casa entera dormía, la mujer la veía moverse en sueños intranquilos y se preguntaba si en su sangre había un eco, una vibración silenciosa que la hiciera sentir la ausencia de alguien a quien aún no conocía.
El tiempo avanzó con la indiferencia de los relojes que nunca miran atrás. Y un día, sin previo aviso, llegó una carta. Era de él. Le pedía que cerrara los ojos y pensara en la risa de su hija, como si al recordarla pudiera sentirla más cerca. Decía que, a veces, en sus sueños, la imaginaba corriendo con otros niños, con el sol iluminando su carita de ensueño, corriendo en plena libertad. Decía que, a pesar de todo, él seguía esperando.
Ella dobló la carta con cuidado, la guardó junto a otras que releía en las noches de insomnio. Luego miró a la niña, que dormía con el puño cerrado, como si ella lo supiera todo, como si ella también estuviera resistiendo.
Y, por primera vez en mucho tiempo, no supo qué decir.
Jorge Kagiagian
**El vuelo que no fue**
Añoro la libertad,
pero su nombre es ahora un nido vacío,
un eco atrapado en el pecho de un cuervo.
Sonreír duele,
como si cada músculo guardara espinas,
como si la risa fuera un idioma extinto.
La felicidad es una farsa,
un maniquí con ojos de vidrio,
una cuerda floja sobre el vacío
donde nadie aprende a caer.
La paz aburre,
porque es un reloj sin manecillas,
una jaula hecha de espuma,
un lago que refleja lo que no soy.
Los sueños no duermen,
marchan sin rumbo sobre espejos rotos,
dejando huellas que nadie sigue.
Y despertar es un castigo,
un dios de ceniza que sopla mi nombre,
un tren que nunca llegó a su estación,
las alas que alguien olvidó en otra vida.
Jorge Kagiagian
**Frente al Portón**
Parado frente al portón de hierro, el hombre era apenas una sombra más en la penumbra de la madrugada. Las luces mortecinas de la prisión proyectaban su figura sobre el suelo de concreto, alargada y temblorosa, como su propio ánimo. Había salido de la celda hacía apenas unos minutos, llevando consigo un sobre manchado por el tiempo. Dentro, sus escasas pertenencias: un reloj sin correa, una fotografía desgastada y un par de cartas que apenas podía leer.
Sus dedos, rígidos y nerviosos, jugueteaban con el borde del sobre, pellizcando el papel como si quisiera comprobar que todo aquello era real. Su rostro, una máscara de tensión y expectación, parecía tallado en piedra. Las arrugas de los años encerrados dibujaban un mapa de frustraciones y arrepentimientos, pero también de una silenciosa resistencia.
Frente a él, el portón. Enorme, inmóvil, casi desafiante. Detrás, un mundo que apenas recordaba. ¿Qué haría primero? La pregunta giraba en su mente como un péndulo, pero las respuestas llegaban cargadas de imágenes dolorosamente nítidas.
El cielo. Ese era su sueño más simple y más grande: mirar el cielo estrellado sin la malla metálica que había cubierto su visión durante años. De niño, solía acostarse en el patio de su casa, contando estrellas mientras soñaba con mundos imposibles. Durante las noches en la celda, cerraba los ojos e intentaba revivir ese recuerdo, pero al abrirlos siempre encontraba las sombras de las rejas dibujadas en las paredes.
Pensó en la comida. En su lengua aún podía evocar el sabor borroso del arroz apelmazado, el pan duro y el engrudo, que llamaban sopa, servido día tras día. Soñaba con un plato casero, con el olor del guiso de su madre y el calor del pan recién horneado. Pero su madre ya no estaba. Ese plato era ahora un homenaje a una vida que se le había escapado tras esos muros.
Respiró hondo. El aire de la prisión tenía un olor agrio que no iba a extrañar. Lo que quería era caminar entre los árboles, sentir el crujir de las hojas bajo sus pies, oler la tierra mojada después de la lluvia. Elementos tan simples, tan básicos, pero que para él eran tesoros incalculables. Sin embargo, había algo que le inquietaba aún más: el mundo exterior había cambiado. ¿Seguirían los árboles en el mismo lugar? ¿Le reconocería alguien cuando cruzara el umbral?
Sus ojos miraban al portón. Los engranajes de su mente eran los únicos que se movían en aquel instante eterno. Todo lo demás permanecía estático: la luz parpadeante del pasillo, la brisa helada que le cortaba las mejillas, y ese enorme portón que, en unos segundos, marcaría el inicio de algo nuevo.
La libertad. Era un concepto que no había entendido hasta que la perdió. Ahora, frente a la promesa del mundo exterior, no sabía si le asustaba más lo que dejaba atrás o lo que estaba a punto de enfrentar.
Y así, de pie frente al portón, inmóvil por fuera, temblando por dentro, el hombre esperó.
Jorge Kagiagian
**Sueño con la voz…***
Sueño con la voz de esa mujer
Una voz tan blanda y delicada
En tono dulce y cariñoso, me dice al oído:
"Aquí estoy, nunca me fui..."
Jorge Kagiagian
Bajo la lluvia
El portón lanzó un sonido agudo, como un lamento metálico, mientras se abría, dejando que la humedad de la madrugada se deslizara por las bisagras viejas y oxidadas. Él dio un paso hacia adelante, lento, casi temeroso de que un movimiento rápido lo despertara, hasta que la pesada puerta quedó a su espalda, cerrándose con un golpe seco que resonó como un eco final. No era una ilusión; al fin había ocurrido.
El aire del exterior era, sin duda, distinto, cargado de una frescura que desconocía desde hacía años. Inhaló profundamente, tratando de llenar sus pulmones de esos buenos aires, pero encontró que la brisa se mezclaba con la llovizna fría, calando muy profundo dentro de él. Las gotas apenas caían, ligeras como un susurro, pero lo suficiente para pintar su rostro con un velo húmedo, disimulando las lágrimas que escapaban, prisioneras.
Al otro lado de la calle estaba ella. La mujer que había estado presente en su ausencia. Envuelta en un abrigo que no alcanzaba a protegerla del frío, se mantenía firme, como una estatua de carne y hueso. No avanzaba, no levantaba la mano para saludarlo; simplemente estaba allí, inmóvil, con el rostro medio escondido tras la bufanda. Su mirada, sin embargo, lo decía todo.
Él no se atrevió a cruzar de inmediato... Quedó anclado al suelo, como si el espacio entre ambos fuera un abismo insalvable. A su alrededor: el brillo débil de las farolas luchando contra la penumbra, el asfalto húmedo que reflejaba las luces en destellos estridentes y fragmentados, el silencio de la madrugada roto solo por el susurro de la llovizna y el murmullo distante de la ciudad. Todo parecía distante, como un escenario que existía solo para enmarcar aquel momento.
El agua caía sobre su rostro, escondiendo los restos de una vida encarcelada, y en cada gota encontraba un símbolo. ¿Era sufrimiento o redención? ¿Era la despedida de los días oscuros o el preludio de nuevas tormentas? El pasado, el presente y el futuro se mezclaban como por arte de alquimia.
Su corazón latía con una vertiginosa incertidumbre. En su mente, la imagen de ella era un faro en medio de la tempestad de su vida, pero ahora, de pie frente a ella, se preguntaba si realmente la merecía. Había vivido años bajo el peso de sus errores, de injusticias que lo arrancaron del mundo, y, sin embargo, allí estaba ella, como una constante, como un juramento hecho carne.
"¿Qué le diré?", pensó. Las palabras se atascaban en su garganta. Cada frase que ensayaba en su mente le parecía insuficiente, torpe, incapaz de contener todo lo que sentía. Ya no importaba si él era inocente o no, y ninguna excusa era necesaria. El hombre allí parado ya no era el que, hace años atrás, había ingresado a la prisión. Quería correr hacia ella, hundirse en su pecho, pedir perdón por tantas ausencias, aunque no fueran su culpa, agradecerle por sostenerlo cuando todo estaba perdido, cuando todo en él estaba roto. Pero sus pies no se movían.
El olor del asfalto mojado lo anclaba al presente, mientras que la visión de ella lo arrastraba al pasado. Obnubilado, recordó sus cartas, los poemas que le enviaba, el modo en que esas palabras se convertían en sus únicos rayos de luz en las noches de silencios que creía que nunca acabarían. Recordó el sonido de su voz, esa calma que le devolvía humanidad cuando sentía que se desmoronaba.
La lluvia arreció un poco, como si quisiera obligarlo a dar el primer paso. Cerrando los ojos, dejó que el agua se deslizara por su rostro, mezclándose con el sabor agridulce de sus labios. En su interior, una batalla se desataba: miedo, amor, remordimiento y una vergüenza que bajaba su cabeza.
Cuando volvió a abrir los ojos, ella seguía allí, paciente, eterna, como si el tiempo no existiera. Y entonces entendió que, aunque el mundo había cambiado, ella era la constante. Ella era el puente entre lo que fue y lo que podría ser.
Un paso. Luego otro. La distancia comenzó a acortarse, y con cada movimiento sentía el peso de los años soltándose de sus hombros. No sabía qué diría al llegar a su lado, pero algo dentro de él le aseguró que no importaba. Ella lo sabía todo, siempre lo había sabido.
Y cuando por fin estuvo frente a ella, cuando sus ojos se encontraron en ese suspendido instante, el portón de hierro dejó de existir. La prisión era solo un recuerdo. La libertad, en cambio, estaba allí, en sus ojos, brillando a pesar de la lluvia.
Jorge Kagiagian
Historia antes de dormir
Era una mañana soleada cuando el hombre, con el rostro aún somnoliento, sintió el pequeño revuelo en su cama. La niña estaba de pie junto a él, sus ojos brillando con esa energía inagotable que solo los niños tienen. Sin necesidad de reloj ni alarma, ella se encargaba de despertarlo, siempre de la misma forma: un salto a su lado, besos y abrazos que no podían dejarle espacio para la molestia.
—¡Papá, despierta! —gritó con la voz entrecortada por la risa, mientras sus pequeños pies descalzos pisaban el suelo rápidamente, como si el día la llamara a correr hacia lo desconocido.
El hombre sonrió, aún medio dormido, y dejó que la agitación de la niña llenara la habitación. ¿Cómo podría enojarse? Cada gesto suyo, cada palabra, lo desgarraba y lo envolvía en un amor tan profundo que no podía evitar sentirse agradecido de estar junto a ella. A veces, al mirarla, sentía que su vida había cobrado un nuevo sentido. Pero siempre llegaba el momento de la despedida.
—Papá, no olvides que después de la escuela, tenemos nuestra cita con leche y galletas —le recordó la niña con una seriedad que solo los niños podían tener.
El hombre asintió y la observó ponerse su pequeño delantal rosado. Sus ojitos brillaban mientras cruzaban la calle juntos, el mundo parecía detenerse por un instante. La niña lo miró desde abajo, con esa mezcla de inocencia y seguridad que solo los hijos pueden transmitir. "Papá", le dijo con una sonrisa, y él, aunque su corazón se quedaba en casa con ella, se despidió, prometiendo regresar pronto.
El día pasó lento, pero al final de la tarde, como había prometido, el hombre volvió a casa. Allí la encontró, rodeada de hojas secas, pintando con colores que ella misma había elegido. Amarillo, violeta, verde; todo se mezclaba en su pequeña obra de arte.
—Pinta, hija mía, pinta tus sueños —le dijo el hombre, mientras se agachaba a su lado. No podía evitar sentirse un poco rey cuando estaba junto a ella. La niña lo hacía sentir como si todo fuera posible.
Los juguetes estaban dispersos por el suelo, y ella, con su delantal todavía puesto y pendientes de perlas, se movía por la habitación como si fuese Wendy y él, Peter Pan. En ese momento, no importaba nada más que estar allí, observándola, agradecido por cada minuto que pasaban juntos.
Cuando la noche llegó, con sus últimas risas y juegos, la niña se acurrucó en el sillón, casi sin darse cuenta, se quedó dormida. El hombre la alzó con cuidado y la llevó a su cama. Su pequeña mano se aferró a la suya mientras él, cansado pero feliz, se quedó a su lado, mirando cómo su hija soñaba tranquila.
—Te amo más de lo que puedes imaginar —susurró, mientras cerraba los ojos, dejando que el silencio y el amor lo envolvieran. No necesitaba entender cómo podía ser tan afortunado de ser su padre.
La niña, aún dormida, le pidió el último favor del día: un cuento. Y él, sin dudar, comenzó a contarle la historia que tanto le gustaba:
“Había una vez un príncipe que vivía en un lugar con muchos muros y rejas. Ese lugar era triste, y él extrañaba su casa, y correr bajo el sol. A veces, se sentía solo, pero siempre recordaba a una princesa muy bella que lo amaba mucho.
Cuando miraba al cielo azul, sentía que su corazón se llenaba de esperanza. Aunque estaba atrapado, nunca dejó de soñar.
Un día, el amor del príncipe y la princesa dio un fruto hermoso: una hija tan dulce como tú. Su corazón se llenó de alegría, y entonces, algo maravilloso pasó: el príncipe pudo salir de aquel lugar triste. Desde ese día, juntos, vivieron felices para siempre.”
Jorge Kagiagian
Fin
**Contratapa**
"El juicio del cielo, el sol y la lluvia" es una obra profundamente personal, un testimonio conmovedor de la experiencia real del autor, Jorge Kagiagian.
El libro no es una historia ficticia, sino una narración poética y no lineal de su propia vida en prisión. Cada poema, cada fragmento narrativo, es un reflejo de su propia lucha contra la injusticia, la soledad, la pérdida y la búsqueda de un sentido a su existencia.
A través de la poesía, Kagiagian nos acerca a su mundo interior, revelando las emociones y reflexiones que lo acompañaron durante su encarcelamiento. La obra se convierte en un viaje por la mente y el alma del autor, un viaje que se experimenta a través de la belleza y la potencia de la poesía y la narrativa.
Los lectores se adentran en la mente del hombre, explorando su torbellino emocional, la complejidad de sus emociones y las diferentes etapas por las que atraviesa. La historia no se cuenta con una secuencia de eventos, sino que se construye a través de imágenes, sensaciones y reflexiones que se interconectan de forma no lineal.
"El juicio del cielo, el sol y la lluvia" es un testimonio conmovedor de la experiencia real del autor, un viaje emocional por los rincones más oscuros del alma humana, donde la fragilidad se mezcla con la fuerza, y la esperanza se enciende a través de las pequeñas verdades que se encuentran en los momentos más inesperados.