Hay una verdad incómoda que América Latina se niega a enfrentar, una raíz podrida que aún contamina todo el árbol. Esa verdad es la existencia —y persistencia— de la dictadura cubana. No sólo como régimen político, sino como símbolo, modelo e ideología que infectó a generaciones enteras. El mayor daño que sufre América Latina no es solamente la pobreza, la desigualdad o la violencia: es haber normalizado la opresión cuando viene envuelta en el lenguaje seductor de la justicia social.
Durante más de seis décadas, Cuba ha sido una prisión ideológica, una fábrica de miedo, silencio y propaganda. Un país sin libertad de prensa, sin elecciones libres, sin pluralismo político, donde disentir es delito y emigrar es traición. Y sin embargo, desde esa cárcel abierta se exportó un mensaje: “La revolución es libertad”. Un mensaje que aún hoy repiten millones, sin ver que repiten exactamente lo contrario de la verdad.
Pero el daño más grande de la dictadura cubana no fue interno, sino externo. Fue su capacidad para disfrazar la dictadura de justicia social, para convertir el control estatal en “solidaridad”, la censura en “protección del pueblo”, y la represión en “defensa del proceso revolucionario”. Fue su capacidad de vender al mundo una mentira vestida de utopía.
Y muchos compraron.
Desde Nicaragua hasta Venezuela, desde Bolivia hasta la Argentina, desde las universidades hasta los sindicatos, la ideología cubana se filtró como agua venenosa en la tierra fértil del resentimiento. Y creció. Se volvió discurso. Se volvió identidad. Se volvió gobierno.
El comunismo y el populismo —en sus versiones latinoamericanas— no llegaron al poder con tanques, sino con canciones, con libros, con banderas de justicia y dignidad. Pero una vez en el poder, hicieron lo mismo de siempre: callaron al disidente, premiaron la obediencia, hundieron la economía, destruyeron la institucionalidad, y se eternizaron con relatos heroicos. Disfrazaron la dictadura en justicia social.
Y mientras todo esto pasaba, ¿qué hizo Estados Unidos? ¿Qué hizo el “gran guardián de la libertad”? En teoría, nada. O muy poco. O solo lo que le convenía. En vez de derrocar con firmeza a los gobiernos que oprimían a su pueblo, se limitó a sanciones económicas o discursos diplomáticos, mientras los regímenes seguían creciendo y propagando su mensaje. En algunos casos, la intervención fue equivocada, caótica, más generadora de odio que de liberación. En otros, simplemente no hubo intervención. Se dejó hacer.
Y ahora, lo impensado: la izquierda radical ya no sólo gobierna en América Latina. También se infiltró en el corazón de Estados Unidos. Las universidades se volvieron centros de adoctrinamiento, los medios repiten el catecismo ideológico, las redes censuran opiniones contrarias, y las leyes empiezan a limitar la libertad de expresión con excusas nobles. Se cancelan voces por “discurso de odio”, se condena el pensamiento crítico por “intolerante”, se criminaliza la disidencia con la excusa de proteger sensibilidades.
Ya no se necesita una revolución armada. Basta con disfrazar la dictadura en justicia social.
Porque eso es lo más peligroso del nuevo autoritarismo: ya no se presenta con botas ni banderas, sino con slogans de igualdad y empoderamiento. Ya no persigue al enemigo con fusiles, sino con hashtags. Ya no te mete preso por criticar al régimen, sino que te cancela, te margina, te etiqueta. Y lo hace en nombre del amor, de la inclusión, del bien común.
Pero el resultado es el mismo: el miedo. El silencio. La mentira institucionalizada.
Y sin embargo, los que alzan la voz contra esto son los verdaderos marginados del siglo XXI. Se los acusa de fascistas, de xenófobos, machistas, de transfóbicos, de intolerantes. No importa si hablan con datos, con lógica o con dolor auténtico. Si no siguen el guión, son enemigos.
Y así se cierra el círculo perfecto de la dictadura moderna: una dictadura sin dictador, una represión sin cárceles visibles, una censura que se disfraza de cuidado, una mentira que se impone en nombre del amor.
¿Y qué queda entonces?
Queda la palabra rebelde. Queda el que escribe desde el margen. Queda el que no se calla aunque lo cancelen. Queda el que ve la verdad, aunque todos quieran ocultarla. Queda el que entiende que la libertad no es un regalo que se recibe, sino un derecho que se defiende.
Y queda una certeza amarga, pero poderosa: La justicia social sin libertad es solo una dictadura con mejor marketing.
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