No era una sola, sino dos, unidas en el centro del planeta como un solo eje que lo atravesaba de polo a polo. Desde ambos extremos de la superficie, las columnas crecían hacia el vacío, simétricas, perfectas, sin intención de tocar el cielo ni de desafiar a los dioses. Su propósito era más frío y profundo: explorar los bordes mismos del movimiento, de la gravedad, del tiempo.
Giraban. Lentamente al principio, casi imperceptible. Pero con cada nuevo tramo, la distancia al centro aumentaba, y con ella, la velocidad lineal de sus extremos. Tras mil generaciones de construcción, las puntas opuestas, suspendidas más allá de las capas más altas del cielo, rozaban la velocidad de la luz.
Y el tiempo comenzó a quebrarse.
Arriba, los segundos se estiraban como ecos en un túnel sin fin. La materia en las puntas adquiría masa sin ganar sustancia. La energía de su movimiento las volvía pesadas, casi infinitas. Pero el eje era firme. La simetría lo mantenía estable. El universo parecía sostener su respiración ante aquella coreografía de rotación perfecta.
Durante un tiempo —que solo el universo podría medir—, funcionó.
Entonces alguien, algún día, decidió escalar.
Partió desde la base, sin motor, solo con ganchos y manos. Nadie supo si fue por fe, por ciencia o por desesperación. A medida que ascendía, su cuerpo era arrastrado por la rotación. Cuanto más se alejaba del centro, mayor era su velocidad lineal, aunque él no la sintiera crecer. Desde el planeta, parecía que se desvanecía lentamente, como si el tiempo lo envolviera en una neblina viscosa. Sus movimientos eran lentos, casi suspendidos.
Pero desde el extremo superior —si alguien hubiera podido mirar desde allí—, lo habrían visto escalar con rapidez absurda, casi instantánea. Era el mismo ser, el mismo movimiento, pero en dos tiempos distintos. La columna era un puente no solo entre polos, sino entre realidades temporales divergentes.
Y aún así, seguía subiendo.
Hasta que la masa relativista de ambos extremos se volvió tan densa, tan profunda en su gravedad artificial, que el espacio se rindió. Desde ambos lados, comenzaron a formarse dos horizontes oscuros. No por muerte, sino por movimiento.
Lo que debía ser equilibrio se transformó en tensión cósmica. Las puntas empezaron a atraerlo todo, incluso la estructura que las unía. La columna, orgullosa, comenzó a ser devorada por sus propios extremos. Los bordes comenzaron a doblarse hacia adentro. La materia crujía en silencio. Los dos horizontes, voraces y perfectamente opuestos, avanzaban uno hacia el otro por el mismo eje que los había unido.
Y cuando colisionaron, cuando se encontraron en el centro tras devorarlo todo, ya no había planeta, ni testigos, ni construcción alguna. Solo silencio. Solo un pliegue.
Y entonces ocurrió.
Lejos, en el rincón más remoto del cosmos, donde las leyes aún no se habían manchado con exceso de complejidad, una figura apareció. No llegó caminando ni fue enviada. Simplemente estaba. El mismo que había escalado aquella estructura, ahora emergía en un mundo que no conocía, con los mismos instrumentos, el mismo cuerpo... pero otra luz en los ojos.
Mientras se incorporaba, sus sensores temblaban. Una vibración lejana, mínima, casi imperceptible, sacudía el fondo del espacio: ondas, ecos de una ruptura gravitacional que aún viajaban por el universo. Como un susurro proveniente de una historia ya olvidada.
Había cruzado sin saberlo. No un túnel. No un atajo. Algo más profundo: una herida en el tiempo, un punto de costura entre realidades.
No supo si había sobrevivido o si simplemente era otro.
Pero allí estaba.
Solo.
En el otro lado de todo.
Jorge Kagiagian
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