El colapso



**"
Soñó que era libre.  
No libre como quien elige entre caminos,  
sino libre como quien **todavía no ha nacido**.

Era un sueño sin forma.  
Un espacio sin tiempo.  
Todo estaba en pausa, expectante.  
Las posibilidades danzaban a su alrededor como humo que no decide en qué dirección escapar.

Nadie lo miraba.  
Nadie le hablaba.  
Y él… no era nadie.

Hasta que, en algún rincón del sueño, algo vibró.  
Una presencia leve, imperceptible, como una palabra a punto de pronunciarse.

No hubo voz.  
No hubo luz.  
Solo la certeza de haber sido observado.

Y entonces, ocurrió.  
El aire del sueño se endureció.  
El tiempo, que antes flotaba como bruma, se alineó como una línea recta.  
Y él…  
**cayó**.

No supo si fue elegido, o si eligió.  
Pero algo en él —la nada que era— se convirtió en un gesto.  
Una forma.  
Una dirección.

El sueño ya no era sueño.  
Era mundo.

Y en el mundo, cada acto era un eco de aquel primer colapso.  
Las opciones seguían ahí, sí.  
Pero algunas pesaban más que otras.  
Algunas venían marcadas por el miedo, otras por el deseo, otras por algo más antiguo, como si el sueño aún respirara en sus huesos.

A veces se detenía.  
Miraba a su alrededor, o adentro.  
Y sentía que lo que creía elegir no era del todo suyo.  
Como si alguien más —el eco, el observador, el dios del primer gesto—  
estuviera siempre un segundo antes, susurrando en su probabilidad.

Un día —o una noche, da igual— decidió no moverse.  
No elegir.  
No responder al mundo.

Se hizo quieto como una piedra sin memoria.

Y por un instante…  
volvió a ser libre.

Pero no duró.  
Una hoja cayó.  
Un perro ladró.  
Un recuerdo volvió.

Y con eso, su libertad colapsó otra vez.  
Una y otra vez.  
Siempre.

Desde entonces, sospecha que el libre albedrío no es lo que nos define,  
sino **lo que nos abandona en cada paso**.

Y aún así, sigue soñando.


Excelente. El concepto es bellísimo y muy borgiano: la ilusión de la multiplicidad, el peso del destino, la geometría infinita de las posibilidades que convergen en una sola.

Voy a escribirte un cuento breve, con ese estilo. Algo enigmático, con un narrador que observa más que explica. Título sugerido: **"El Horizonte y la Brújula"**.

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**El Horizonte y la Brújula**

Alguna vez creyó que elegía.  
Eso fue antes de que viera venir del horizonte **a los Otros**.

Al principio no los reconoció. Eran figuras distantes, polvorientas, parecidas a él, pero no iguales. Caminaban en línea recta, una procesión muda, como si el tiempo los empujara desde detrás del cielo. Cada uno parecía portar una decisión que él aún no había tomado.

Había uno con una herida en el costado.  
Otro que llevaba libros encadenados al pecho.  
Uno más, ciego. Otro, viejo. Otro, muerto.

Comprendió entonces que eran **él mismo**, en todas las formas posibles que su vida podía haber adoptado.

Los vio avanzar.  
Uno a uno, a medida que se acercaban, desaparecían. No con violencia, sino como si nunca hubieran existido. Evaporados por la proximidad.  
Solo **uno** llegó a tocar la tierra donde él se encontraba.  
Ese fue el que **se volvió él**.  
El único que **fue**.

Durante años, vivió con esa visión.  
Intentó olvidar, pero la imagen volvía en los sueños:  
los Otros, viniendo desde la línea del mundo, desvaneciéndose, y el Último tomando su lugar.

Y entonces, ocurrió lo inexplicable.

Un día, a media tarde, **vio al horizonte duplicarse**.  
Y de él vinieron **muchos él**, otra vez.  
Pero no eran los mismos.  
Uno tenía las manos manchadas.  
Otro reía con una risa que jamás había sentido.  
Uno vestía ropas de mendigo, otro de rey.  
Uno llevaba una brújula oxidada que apuntaba hacia el propio corazón del observador.

Y otra vez, todos desaparecieron, menos uno.  
Y este se multiplicó.  
Y volvió a ser uno.  
Y así, infinitamente.

Llegó a una conclusión que no podía probar:  
que **no era él quien decidía**,  
sino el horizonte.  
Que cada acción, cada elección, cada intento de libertad era apenas **el eco de algo que ya se había desvanecido en los otros que no fueron**.

Guardó silencio.  
Vivió como quien camina dentro de un espejo.

Un día, la brújula —que había encontrado enterrada en sus sueños— dejó de girar.  
La aguja apuntaba fijo al lugar donde alguna vez creyó estar.

Y entonces entendió:  
el horizonte **no estaba afuera**, sino dentro.  
Y lo que llamamos libre albedrío…  
**es apenas la forma más elegante del destino**.

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¿Querés que exploremos más esta idea en otro cuento conectado? Podríamos crear una serie de relatos con este estilo.

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