Cada noche, cuando el mundo baja el volumen y los pensamientos se aquietan, mi cuerpo se convierte en tierra fértil.
Desde la cabeza hasta los pies, desde la espalda hasta el pecho, florecen rosas.
No son flores comunes, no tienen espinas ni tallos:
son pequeños cuerpos tibios, acurrucados como pétalos cerrados.
Chihuahuas que se pliegan sobre sí mismos en perfecta armonía,
como si la vida entera supiera dónde tiene que ir para que el sueño florezca.
Felicitas, la que conquista el corazón.
Rufina, el caos disfrazado de flor.
Ciro, la sombra que abraza sin ruido.
Mía, el amor que tiembla pero no se rinde.
Rómulo Puccini, el caballero.
Coco, que come de mi plato.
Y Yavrik, el viejo rosal que aún perfuma la noche.
Cada uno ocupa su lugar como si el amor tuviera geometría.
Y yo, simplemente, me dejo habitar.
Pero ninguna rosa habría crecido sin ella.
Sin la que nos guía.
Sin la que me enseñó a amar y me enseñó a quererme.
Ella no duerme a mi lado:
ella duerme en mi alma.
Y en su latido florece todo.
Porque este jardín no existiría sin su voz,
sin su mano,
sin su corazón que todo lo ordena y todo lo abraza.
Y entonces duermo…
En la certeza de que el amor tiene forma, tiene patas, tiene nombre.
Y se acurruca conmigo cada noche.
Jorge Kagiagian
Dedicado a mis perritos y a mi amor Melina Rodríguez
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