No porque no pudiera, sino porque no quiso.
Había algo en su alma que lo mantenía firme, como una raíz que no se tuerce aunque la tormenta azote.
Desde chico le enseñaron a ser bueno, a hablar con la verdad, a ayudar incluso cuando nadie lo agradeciera. Y él creyó en eso. Lo hizo carne.
Pero el mundo…
El mundo tenía otros planes.
Lo rodeaban máscaras.
Caras sonrientes con cuchillos en la lengua.
Gente que decía una cosa y hacía otra.
Y cuando él, con su voz limpia, señalaba lo evidente, lo llamaban traidor.
Mentiroso.
Falso.
Lo juzgaron sin pruebas, lo acusaron sin remordimientos.
Incluso su madre, la mujer que lo trajo al mundo, llegó a mirarlo con desprecio, como si hubiera engendrado un monstruo y no un hijo.
Él lo sabía: no había hecho nada malo.
Pero en ese mundo al revés, donde la mentira se premia y la verdad se castiga, su honestidad se volvió una herejía.
Podría haber mentido.
Podría haber aprendido sus reglas.
Podría haber sonreído y actuado, engañar a todos, ser aceptado, tener paz.
Pero habría dejado de ser él.
Y eso sí sería una verdadera derrota.
Así que eligió el silencio.
Eligió cargar con el peso de las falsas culpas.
Eligió vivir en la sombra de los juicios, esperando —sin desesperar— que el tiempo, o tal vez algo más grande, hiciera justicia.
No buscaba venganza.
No quería verlos sufrir.
Solo deseaba una cosa:
Que un día, alguien mirara sus ojos y dijera: “Te creo”.
Y mientras tanto, sigue caminando.
Humilde.
Honesto.
Entero.
Con el alma rota, sí, pero sin venderla.
Porque aunque el mundo lo haya manchado,
él aún brilla por dentro.
Jorge Kagiagian
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