La Odisea De Ulises


En el aula, Ulises hablaba de resistencia.

De estrategia.

De la inteligencia como la única arma verdadera.

—No gana el más fuerte —decía—, gana el que piensa.

Sus alumnos lo escuchaban con ojos atentos, como si cada palabra pudiera cambiar su destino. Él les enseñaba a observar, a esperar, a usar el tiempo como un cuchillo. Les enseñaba que un hombre no se define por la fuerza de sus brazos, sino por la claridad de su mente.

—No se trata de quién golpea más fuerte. Se trata de quién ataca en el momento exacto.

Y sin embargo, cuando la clase terminaba y la puerta se cerraba tras los últimos pasos que se alejaban, Ulises se desmoronaba.

Él no era fuerte.

Él no era inteligente.

Él no aplicaba nada de lo que enseñaba.

Ahora estaba en el suelo.

El aula, su voz, sus lecciones… todo era un recuerdo lejano.

Su hermano estaba muerto.

La muerte había sido rápida, absurda, sin explicaciones. Como un relámpago que parte un árbol en dos sin previo aviso.

Y con él se había ido todo.

El sentido. El propósito. El fuego que alguna vez ardió en su interior.

No tenía dinero. No tenía futuro. Ni siquiera tenía el consuelo de la rabia. La rabia era un privilegio de los que todavía creen que hay algo que salvar.

Él no creía en nada.

El techo tenía una grieta. Una línea oscura que recorría la pared, como una herida abierta en la carne del mundo.

La miró.

La grieta se expandía, poco a poco. O tal vez era su mente la que se hundía en ella.

Entonces, la realidad se rasgó.

Y el mar entró en la habitación.

El suelo se volvió madera vieja, empapada de sal y tiempo. El aire dejó de ser aire: era viento que traía el olor de tormentas pasadas. La luz de la vela tembló, luego desapareció.

Un barco.

No un barco común. Un barco que no estaba allí, pero que siempre había estado.

Y en medio de la niebla, una figura emergió.

Primero fue la sombra.

Luego, el sonido de pasos.

Por último, los ojos.

Dos brasas encendidas en la oscuridad.

Ulises sintió que el tiempo se detenía.

El hombre que estaba frente a él no era un hombre. Era una historia viviente. Un espectro hecho de guerra y astucia. Su piel era bronce quemado por el sol. Su barba, una maraña de cicatrices y batallas antiguas.

Y cuando habló, su voz era un trueno que resonó en su pecho.

—Levántate.

Ulises intentó hablar, pero su garganta estaba seca.

—¿Quién…?

El guerrero lo miró con una mezcla de paciencia y severidad.

—Sabes quién soy.

El viento azotaba el barco. Ulises sintió el vaivén del océano bajo sus pies, aunque su cuerpo seguía en el suelo de su cuarto.

—Odiseo… —susurró.

El guerrero asintió.

—Hijo de mi nombre, mírate.

Ulises apartó la mirada.

—No puedo… —su voz era apenas un hilo.

Odiseo dio un paso adelante.

—¿No puedes?

Se inclinó sobre él. Su aliento era sal, humo y sangre seca.

—Pasé diez años en guerra. Diez más perdido en el mar. Vi a mis hombres morir uno por uno. Los dioses me destrozaron, los monstruos me devoraron, el destino se burló de mí.

Su voz bajó, volviéndose un susurro afilado.

—Pero aprendí.

El viento se detuvo. El mar contuvo la respiración.

—Aprendí que la victoria no es del que embiste primero, sino del que convierte su caída en regreso.

Odiseo se acercó más, hasta que su voz fue un eco en la mente de Ulises.

—El mundo es para quienes transforman el dolor en estrategia.

La realidad se quebró.

Ulises vio todo al mismo tiempo.

Vio la Troya en llamas, los barcos hundiéndose, el caballo de madera que respiraba en la noche. Vio la isla de Circe, los cuerpos de sus hombres convertidos en bestias. Vio la risa cruel de los dioses, las redes invisibles del destino, la furia del mar.

Vio a Odiseo esperando.

Observando.

Hallando el camino en lo imposible.

Y entonces entendió.

No se trataba de ser fuerte.

No se trataba de resistir ciegamente.

Se trataba de actuar.

De hundirse en la desesperación sin ser consumido por ella.

De encontrar una salida donde otros solo ven derrota.

Odiseo se enderezó. La tormenta rugía detrás de él, el barco se desmoronaba en el tiempo.

—Ahora dime, hijo de mi nombre… ¿qué harás?

El mar explotó.

La oscuridad lo devoró.

Ulises abrió los ojos.

El techo seguía allí. La grieta seguía allí.

Pero él no era el mismo.

No se quedó en el suelo.

No esperó.

Se levantó.

Cada músculo gritó en protesta, cada hueso pareció recordar el peso del cansancio. Pero él ya no era un hombre derrotado. Era el portador de un nombre que había cruzado los siglos.

Ulises. Odiseo. El que resiste. El que sobrevive. El que siempre regresa.

Sintió la fuerza de aquel guerrero rugir en su sangre, despertar en su carne como un animal que había dormido demasiado tiempo.

No era invulnerable. No tenía un ejército. Pero tenía su mente.

Y ahora sabía cómo usarla.

Caminó hacia la puerta.

Afuera, el mundo lo esperaba, creyéndolo vencido.

Que lo creyeran.

¡Él ya había trazado su regreso!

Jorge Kagiagian 

Versión 1

En el aula, Ulises hablaba de resistencia.

De estrategia.

De la inteligencia como la única arma verdadera.

—No gana el más fuerte —decía—, gana el que piensa.

Sus alumnos lo escuchaban con ojos atentos, como si cada palabra pudiera cambiar su destino. Él les enseñaba a observar, a esperar, a usar el tiempo como un cuchillo. Les enseñaba que un hombre no se define por la fuerza de sus brazos, sino por la claridad de su mente.

—No se trata de quién golpea más fuerte. Se trata de quién ataca en el momento exacto.

Y sin embargo, cuando la clase terminaba y la puerta se cerraba tras los últimos pasos que se alejaban, Ulises se desmoronaba.

Él no era fuerte.

Él no era inteligente.

Él no aplicaba nada de lo que enseñaba.


Ahora estaba en el suelo.

El aula, su voz, sus lecciones… todo era un recuerdo lejano.

Su hermano estaba muerto.

La muerte había sido rápida, absurda, sin explicaciones. Como un relámpago que parte un árbol en dos sin previo aviso.

Y con él se había ido todo.

El sentido. El propósito. El fuego que alguna vez ardió en su interior.

No tenía dinero. No tenía futuro. Ni siquiera tenía el consuelo de la rabia. La rabia era un privilegio de los que todavía creen que hay algo que salvar.

Él no creía en nada.

El techo tenía una grieta. Una línea oscura que recorría la pared, como una herida abierta en la carne del mundo.

La miró.

La grieta se expandía, poco a poco. O tal vez era su mente la que se hundía en ella.

Entonces, la realidad se rasgó.

Y el mar entró en la habitación.

El suelo se volvió madera vieja, empapada de sal y tiempo. El aire dejó de ser aire: era viento que traía el olor de tormentas pasadas. La luz de la vela tembló, luego desapareció.

Un barco.

No un barco común. Un barco que no estaba allí, pero que siempre había estado allí.

Y en medio de la niebla, una figura emergió.

Primero fue la sombra.

Luego, el sonido de pasos.

Por último, los ojos.

Dos brasas encendidas en la oscuridad.

Ulises sintió que el tiempo se detenía.

El hombre que estaba frente a él no era un hombre. Era una historia viviente. Un espectro hecho de guerra y astucia. Su piel era bronce quemado por el sol. Su barba, una maraña de cicatrices y batallas antiguas.

Y cuando habló, su voz era un trueno que resonó en su pecho.

—Levántate.

Ulises intentó hablar, pero su garganta estaba seca.

—¿Quién…?

El guerrero lo miró con una mezcla de paciencia y severidad.

—Sabes quién soy.

El viento azotaba el barco. Ulises sintió el vaivén del océano bajo sus pies, aunque su cuerpo seguía en el suelo de su cuarto.

—Odiseo… —susurró.

El guerrero asintió.

—Hijo de mi nombre, mírate.

Ulises apartó la mirada.

—No puedo… —su voz era apenas un hilo.

Odiseo dio un paso adelante.

—¿No puedes?

Se inclinó sobre él. Su aliento era sal, humo y sangre seca.

—Pasé diez años en guerra. Diez más perdido en el mar. Vi a mis hombres morir uno por uno. Los dioses me destrozaron, los monstruos me devoraron, el destino se burló de mí.

Su voz bajó, volviéndose un susurro afilado.

—Pero aprendí.

El viento se detuvo. El mar contuvo la respiración.

—Aprendí que la victoria no es del que embiste primero, sino del que convierte su caída en regreso.

Odiseo se acercó más, hasta que su voz fue un eco en la mente de Ulises.

—El mundo es para quienes transforman la paciencia en estrategia.

La realidad se quebró.

Ulises vio todo al mismo tiempo.

Vio la Troya en llamas, los barcos hundiéndose, el caballo de madera que respiraba en la noche. Vio la isla de Circe, los cuerpos de sus hombres convertidos en bestias. Vio la risa cruel de los dioses, las redes invisibles del destino, la furia del mar.

Vio a Odiseo esperando.

Observando.

Hallando el camino en lo imposible.

Y entonces entendió.

No se trataba de ser fuerte.

No se trataba de resistir ciegamente.

Se trataba de actuar.

De hundirse en la desesperación sin ser consumido por ella.

De encontrar una salida donde otros solo ven derrota.

Odiseo se enderezó. La tormenta rugía detrás de él, el barco se desmoronaba en el tiempo.

—Ahora dime, hijo de mi nombre… ¿qué harás?

El mar explotó.

La oscuridad lo devoró.


Ulises abrió los ojos.

El techo seguía allí. La grieta seguía allí.

Pero él no era el mismo.

No se quedó en el suelo.

No esperó.

Se levantó.

Cada músculo gritó en protesta, cada hueso pareció recordar el peso del cansancio. Pero él ya no era un hombre derrotado. Era el portador de un nombre que había cruzado los siglos.

Ulises. Odiseo. El que resiste. El que sobrevive. El que siempre regresa.

Sintió la fuerza de aquel guerrero rugir en su sangre, despertar en su carne como un animal que había dormido demasiado tiempo.

No era invulnerable. No tenía un ejército. Pero tenía su mente.

Y ahora sabía cómo usarla.

Caminó hacia la puerta.

Afuera, el mundo lo esperaba, creyéndolo vencido.

Que lo creyeran.

Él ya había trazado su regreso.

Jorge Kagiagian 

Dedicado a Ulises P.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Nunca vas a saber ni entender, cuánto me has enseñado en este tiempo. Gracias!!!