La alarma suena a las cinco de la mañana, pero ella ya está despierta. Hace años que dejó de necesitar despertadores; su cuerpo aprendió a adelantarse al sonido, su mente a vivir en guardia. Se levanta sin hacer ruido, como si temiera despertar algo más que a sus hijos, como si el silencio fuera lo único que aún le pertenece.
Cuatro hijos, tres varones y una mujer, duermen ajenos al peso del mundo. Todavía no conocen el verdadero significado de la fatiga, la que se arrastra en los huesos, la que no se quita con un par de horas de sueño.
En la cocina, el agua del café hierve con un silbido agudo, rompiendo la quietud de la madrugada. Se detiene frente a la ventana, observando su reflejo en el cristal. Ojos hundidos, piel marchita, la sombra de una mujer que alguna vez fue ella. ¿Cuándo empezó a desaparecer? Tal vez el día en que su esposo se quitó la vida, dejándola con más preguntas que respuestas, con más deudas que ahorros, con más frío que consuelo. O tal vez fue poco a poco, en cada madrugada que enfrentó sola, en cada sacrificio invisible que nadie valoró ni agradeció.
La muerte de su esposo dejó un vacío que nunca pudieron llenar. Los dos menores, demasiado pequeños para entenderlo en su momento, crecieron sin un padre, sin las reglas claras que él habría impuesto, sin las historias que habría contado. Ahora son livianos, indiferentes, acostumbrados a recibir sin preguntar, a exigir sin comprender. No trabajan, no estudian con seriedad, no saben lo que es cargar un peso real. Pero exigen. Comida caliente, ropa limpia, dinero para sus salidas. Nunca se preguntan de dónde viene todo eso, ni qué tan alto es el precio que su madre paga por dárselo.
El mayor, en cambio, es tormenta. Él sí recuerda. Él sí sintió el golpe. Era apenas un pequeño cuando su padre decidió partir, y ese día dejó de ser un niño. Aprendió a endurecerse, a apretar los puños en lugar de llorar, a tragarse la rabia y el miedo porque había que ser fuerte. Su madre lo necesitaba. Sus hermanos lo necesitaban. Se convirtió en un adulto a la fuerza, en un padre improvisado que nunca pidió serlo. Pero ahora, con los años, todo aquello que calló se ha convertido en un nudo imposible de desatar.
No ríe, no exige con palabras dulces, su furia llena cada rincón de la casa. Se siente traicionado por todos, atrapado en una existencia que lo devora. Ojos desconfiados, respuestas cortantes, la certeza de que su madre y sus hermanos conspiran contra él. La rabia lo consume. Y cuando estalla, lo hace en forma de gritos, de golpes contra la pared, de pedazos rotos esparcidos por el suelo.
Pero en las noches, cuando cree que nadie lo ve, el niño que nunca pudo ser asoma entre las grietas. Se sienta en el patio, con la mirada perdida en el cielo, como esperando que alguien le devuelva lo que perdió. A veces sostiene en las manos una vieja foto de su padre, arrugada de tanto doblarla y desdoblarla. No llora, pero su respiración es entrecortada, temblorosa, como si estuviera sosteniendo algo a punto de romperse.
Una madrugada, su madre lo encuentra así. No dice nada. Se acerca en silencio y le deja una manta sobre los hombros antes de regresar a la cocina. Él no la mira, pero tampoco la rechaza. Sujeta la manta con los dedos y la aprieta contra su cuerpo.
Ella quiere ayudarlo, pero no sabe cómo. Quiere abrazarlo, pero teme que la rechace. Quiere hablarle, pero el miedo le aprieta la garganta. No es su hijo lo que le aterra, sino el dolor que habita dentro de él. Pero sigue allí, con las manos temblorosas y el corazón dispuesto. Porque es su madre. Porque, aunque no lo diga, lo ama.
Solo su hija menor parece entender la realidad. Trabajadora, inteligente, con una madurez que no le corresponde. Es la única que ayuda, que sostiene, que intenta aliviar aunque sea un poco la carga. Pero está cansada. Sabe que su esfuerzo es como un parche en una herida que nunca cierra. Y por eso se mantiene lejos el mayor tiempo posible. Trabaja, estudia, busca su propio camino. Pero cuando vuelve a casa, lo hace con las manos llenas. Un mantel nuevo, una cortina limpia, una lámpara para que su madre no lea a oscuras.
Una tarde, cuando su madre llega exhausta del trabajo, encuentra la mesa puesta, la comida servida y una taza de té humeante esperándola. Su hija está en la sala, leyendo, como si no esperara gratitud. Pero cuando su madre la mira, ella simplemente le sonríe. Un gesto pequeño, un respiro en medio del caos.
Y cuando su hermano mayor destruye todo en uno de sus estallidos, ella no grita ni llora. Solo suspira y vuelve a empezar. Pero cada vez con menos ganas.
El cansancio pesa más que el cuerpo. Su madre trabaja en dos empleos, a veces en tres. Todo para que ellos tengan un techo, comida, ropa. Nunca un "gracias", nunca un "¿cómo estás, mamá?". Solo quejas, demandas, indiferencia. Y ella aguanta. Porque las madres aguantan. Porque rendirse nunca ha sido una opción.
Esa noche, cuando la casa finalmente se sume en el silencio, se deja caer en la silla de la cocina. No prende la luz. Apoya la frente sobre sus brazos cruzados en la mesa. Podría ir a la cama, pero no tiene fuerzas para levantarse.
Cierra los ojos. No descansa. Su mente sigue funcionando, implacable, como una máquina que nunca se apaga. Los hijos. Las deudas. La comida. El miedo de que su hijo mayor estalle otra vez.
No sabe cuánto tiempo pasa hasta que siente algo sobre sus hombros. Su hija menor ha dejado una manta sobre ella, como ella hizo con su hijo aquella madrugada. No dice nada. No la despierta. Solo la cubre con cuidado y se marcha en silencio.
La alarma suena a las cinco de la mañana.
Y otra vez, se levanta.
Jorge Kagiagian
Dedicado a Paola R.
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