La prueba de inestabilidad es ineludible porque existimos. Hay algo. En algún momento tiene que haber inestabilidad. De la inexistencia debe poder surgir algo. Entonces, se crea la nada. Pero, ¿qué es esa “nada”? ¿Y cómo se comporta?
Si consideramos que la nada es un recipiente vacío, no hay razón para suponer que todas las nadas sean iguales. Podrían existir múltiples nadas con distintas propiedades internas —fluctuaciones, densidades, estructuras latentes—. O tal vez haya un solo tipo de nada, compuesto por un único elemento primordial, cuya única diferencia posible sea su organización, su cantidad o su distribución. Esa unidad elemental, al variar en densidad o intensidad, podría generar fenómenos distintos al interactuar consigo misma. Aunque es posible imaginar múltiples nadas con propiedades propias que, al chocar o combinarse, generen cuerdas, campos o materia, la idea más simple y elemental —y por eso más atractiva— es la de una sola nada básica, uniforme en su composición, pero capaz de fluctuaciones que den origen a todo lo demás.
En este marco, la nada no es estática; más bien, está en constante evolución. Cuando dos nadas con densidades o características diferentes se encuentran, pueden chocar y fusionarse en una sola nada. Sin embargo, si estas nadas no han alcanzado aún el equilibrio de densidad, los choques podrían dar lugar a combinaciones inestables, lo que podría generar fenómenos cuánticos inusuales o procesos que aún no entendemos completamente.
Una analogía: el frasco de líquidos
Imaginemos una jarra de vidrio transparente. Dentro de ella vertemos aceite, agua, miel y mercurio. Cada uno de estos líquidos, por su densidad, se organiza en capas. No necesitan compartimentos distintos ni dimensiones extras para ocupar su lugar: simplemente se acomodan dentro del mismo espacio, formando un sistema de capas flotantes. Esa jarra representa el espacio-tiempo que habitamos. Las capas, en cambio, representan distintos estados o tipos de “nada”, o más precisamente, distintos niveles de fluctuación y densidad en la estructura fundamental del vacío.
Estas capas no son estáticas. Al más mínimo movimiento —una vibración, una fluctuación o una interacción— se mezclan temporalmente. Una capa más densa puede penetrar en otra más liviana, generando una suerte de emulsión. Y es allí, en ese punto de inestabilidad entre capas, donde podría originarse lo que percibimos como masa. Lo que llamamos materia no sería más que el resultado emergente de una interacción momentánea, un entrelazamiento fugaz pero estable entre distintas capas del vacío fluctuante.
Los campos como manifestaciones de las capas
En esta hipótesis, los campos no son entes separados, sino expresiones de la organización de estas capas. Cada campo sería una forma diferente en que la nada ha logrado organizarse, vibrar o distribuir su energía. Pero en el fondo, todos están compuestos de lo mismo: las fluctuaciones de la nada. Las diferencias entre los campos —gravitacional, electromagnético, débil, fuerte— serían, entonces, simples variaciones en cantidad, densidad, intensidad o forma de distribución de esa misma sustancia primordial.
Cuerdas, branas y anclajes
Llevando esta visión un paso más allá, es razonable pensar que, en el contacto entre capas, no solo se produce materia sino también estructuras más complejas como cuerdas y branas. Estas entidades, que en otras teorías requieren múltiples dimensiones para existir, aquí pueden ser entendidas como patrones de vibración o tensión anclados entre capas de distinta densidad. Tal como un hilo que se tensa entre dos capas de líquido de diferente viscosidad en una emulsión, las cuerdas estarían “ancladas” entre nadas con distintas propiedades, vibrando y generando a través de esa vibración las partículas elementales y sus comportamientos.
Diferentes tipos de nada (o distintas fases de lo mismo)
No toda la nada es igual. Algunas nadas aún no han alcanzado la estabilidad suficiente para formar una realidad. Otras ya lo han hecho, generando regiones de vacío cuántico equilibrado. Cuando estas nadas interactúan —al chocar, al mezclarse o al intentar absorberse mutuamente— producen nuevas combinaciones. Algunas fallan en estabilizarse y colapsan, otras logran un equilibrio fugaz que luego da lugar a realidades más complejas. Esos choques y equilibrios forman el motor último de la creación.
En este modelo, la realidad no surge de un diseño exterior ni de una dimensión oculta, sino de un juego sutil de fluctuaciones, densidades y tensiones internas a un vacío que ya no es la ausencia de todo, sino una nada activa, plural y dinámica.
Ese frasco de nadas es lo que llamamos espacio-tiempo, más el vacío cuántico, más los campos. Todos nacen de la inestabilidad de una sola cosa: la nada.
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