Uno por uno en la ventana del tiempo




Primero dejó de tomar café.
Después, el té.
Y un día, simplemente, dejó de tomar.
No por salud. No por olvido.
Sino porque ya no había con quién.

Desde su silla junto a la ventana, el hombre observa la calle con una mezcla de nostalgia e indiferencia. Su mirada se volvió vieja antes que sus ojos. Ya no toma nada. Las manos, vacías, descansan sobre el regazo como dos aves dormidas. No hay taza, ni vaso, ni copa. Solo él, su respiración cansada, y ese mundo allá afuera que corre, grita y cambia sin pedirle permiso.

Pero alguna vez, todo fue distinto.

En su niñez, la leche era un ritual sagrado. Tibia, espumosa, servida por su madre en la mesa familiar. Él, en pijama, compartía ese momento con sus hermanos. Reían sin razón, discutían con la intensidad de quienes aún no han conocido el dolor. Su madre les acariciaba el cabello con ternura, como si pudiera, con esa caricia, protegerlos del tiempo. Hasta que la muerte llegó. Primero un hermano, de una enfermedad veloz e injusta. Luego el otro, más lentamente, con una pena que parecía vivir en los huesos. Su madre no soportó tanto silencio en la casa. Murió con los ojos abiertos, como si buscara una explicación en el techo. Su padre la siguió pocos meses después, sin que nadie lo notara del todo: una mañana simplemente no despertó.

En la adolescencia, la leche dio lugar al jugo, y este dio paso a la cerveza. Era dorada, amarga, y tenía ese sabor a libertad que solo entienden los que aún no han perdido a nadie importante. En la esquina, en baldíos, en patios con parlantes rotos, él y sus amigos bebían como si el tiempo fuera infinito. Uno murió en un choque. Otro, en una pileta. Un tercero desapareció en la ruta y nunca volvió. Pero nadie lloraba mucho. Se hablaba de ellos como si siguieran ahí. Brindaban por sus nombres, sin saber que esas botellas escondían despedidas futuras.

Llegó la adultez, y con ella el café. En tazas pequeñas o termos compartidos, se volvió parte de sus días. En el trabajo, entre papeles y números, entre almuerzos rápidos y conversaciones de pasillo. El café no era especial, pero sí necesario. Con él compartió historias de hijos nacidos, despidos injustos, partidos inolvidables. Uno de sus compañeros murió joven, de un infarto fulminante. Otro se suicidó después de una separación. Cada taza que seguía tomando era un eco de aquellos que ya no estaban. Pero la vida, obstinada, continuaba. Y entonces, la conoció a ella.

Con ella llegó el té. Suave, cálido, de esos que se toman con dos manos. Tomaban té en la sala, los domingos, cuando los hijos dormían. En invierno, con una manta sobre las piernas. En verano, con las ventanas abiertas y los árboles moviéndose como testigos felices. El té era amor sin urgencia. Era conversación sin palabras. Y fue con ella que vivió sus años más plenos. La vio llorar, reír, parir, envejecer. Hasta que la enfermedad comenzó a robarle el lenguaje. Primero olvidó fechas, luego nombres, y finalmente, su propio reflejo. Cuando ella murió, el té perdió todo sentido. Guardó las tazas en una caja y no volvió a tocarlas.

Mientras tanto, el mundo seguía mutando.

Los actores que habían marcado su juventud empezaron a morir. Uno tras otro. Aquellos que daban vida a héroes invencibles, que llenaban salas de cine, que protagonizaban las novelas que miraba con su madre. Murieron con titulares breves y homenajes vacíos. También murieron los cantantes que le ponían banda sonora a sus días, los conductores de televisión, los humoristas. No eran amigos, pero su muerte dolía diferente. Era como ver caer los pilares de una época. Cada uno que partía era una señal: “Tu generación está desapareciendo”.

Los años se amontonaban. Sus amigos de siempre fueron muriendo de a poco. No por accidentes, no por enfermedades traicioneras, sino simplemente por vejez. Uno en su cama, otro en un geriátrico, un tercero con una sonrisa triste tras apagar la radio. Fue a muchos velorios. Cada vez hablaba menos. La gente joven le parecía ajena, incluso en esos rituales compartidos.

Uno de sus hijos envejeció mal. Vivió una vida entera, tuvo hijos, trabajó, amó. Pero un día, el cuerpo empezó a fallar. Él lo vio deteriorarse como antes había visto a su mujer, como antes había visto a su padre. Y cuando lo enterró, entendió que ya no había consuelo posible. Porque un hijo nunca debería morir antes que su padre. Porque esa muerte rompía todas las leyes naturales, incluso las del alma.

El barrio ya no era el mismo. Las calles que antes conocía de memoria ahora lo confundían. Cerraron el quiosco donde compraba caramelos, el club donde jugaba al dominó, la biblioteca donde leyó su primer libro. Los rostros también cambiaron. Gente nueva, costumbres nuevas, palabras que no comprendía.

Empezó a quedarse adentro.

Los nietos lo visitaban, pero hablaban otro idioma. Le mostraban cosas en pantallas que no sabía manejar. Lo trataban con cariño, sí, pero también con esa lejanía que se tiene con los objetos frágiles. Como si fuera un florero antiguo. Un sobreviviente. Él respondía con monosílabos. No por falta de amor, sino porque ya no encontraba conexión con nada.

Un día dejó de tomar café. Después, dejó el té. Y luego, simplemente, dejó de tomar.

Ya no había con quién.

Las tazas quedaron limpias en la alacena. No por orden, sino por abandono.
Como los recuerdos.
Como él.

Ahora se sienta cada tarde frente a la ventana. Mira el mundo pasar como quien observa una cinta vieja, una película de otro tiempo. A veces recuerda los nombres. A veces no. Pero los rostros, los gestos, los abrazos... todo eso sigue ahí, detrás de sus ojos.

Y en ese instante final, en ese momento quieto donde ya no hay dolor ni deseo,
mira el vidrio.

Cierra los ojos.

Y recuerda la leche.
El jugo.
La cerveza.
El café.
El té.

Y finalmente, en un gesto suave, sin dramatismos, se imagina cerrando la ventana.
No para protegerse del frío,
sino porque sabe que el día terminó.

Y que es hora de apagar la luz.

Jorge Kagiagian 

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