Los años pasaron lentos, cargados de una soledad que parecía interminable. En un rincón del alma, algo le decía que había más. Que el mundo era más grande que esas calles polvorientas, que su destino no estaba escrito aún. Así que un día, sin hacer ruido, sin despedidas dramáticas, partió con una valija prestada y un cuaderno lleno de poemas que nunca mostró.
Estudió. Creció. Se formó con la firmeza silenciosa de quien sabe que la sangre no se equivoca. Se recibió de profesora de literatura. Enseñó a leer, a escribir, a sentir. Enseñó a niñas y a niños por igual. Fue para muchos la segunda madre, la que escuchaba sin juzgar, la que daba sin pedir. Soportó la invisibilidad de los docentes, ese peso constante de saberse necesaria y, al mismo tiempo, olvidada por todos.
Pero ella no era una profesora más.
Fue novia. Fue esposa. Fue madre. Pero, por sobre todas las cosas, fue mujer. Una mujer entera. Íntegra. Libre, incluso cuando no la dejaban serlo. No buscó destacar, ni desafiar con estruendo. Caminó su camino sin aplastar los de los demás. Fue ganando un lugar distinto en la sociedad, uno que no le ofrecieron: lo construyó con paciencia.
Tuvo que soportar la risa burlona de algunos hombres. Y también el desprecio mudo de algunas mujeres, acostumbradas a callar, a obedecer, a resignarse. Pero ella resistió sin pelear. Sin gritar. Sembró dulzura, regó sus días con ternura. Y así, como quien cuida un jardín en silencio, cambió su mundo.
Nunca se fue del todo de su pueblo. Allí vivió, enseñó y dejó huellas. Siguió estudiando. Nunca dejó de aprender. Se recibió de licenciada en Letras y llegó a enseñar en la universidad. Cambió la vida de muchas personas. Ayudó a que hombres y mujeres se animaran a pensar distinto, a cuestionar lo aprendido, a amar la palabra como ella la amaba.
Gracias a ella, en ese rincón invisible del mapa, los hombres empezaron a leer, a estudiar, a escribir. A pensar por sí mismos. A mirar a las mujeres con respeto, a mirar la vida con otros ojos. Lentamente, casi sin que nadie lo notara, la gente cambió. Y aunque nadie lo decía en voz alta, todos lo sabían: ella estaba detrás de cada uno de esos cambios.
Años después de su partida, su presencia no desapareció. Al contrario: **habitaba en el espíritu de quienes la conocieron**, en los que fueron sus alumnos, en quienes la escucharon hablar de libros con los ojos brillantes, en quienes aprendieron de ella a mirar el mundo con sensibilidad. Estaba en las decisiones justas, en las palabras bien dichas, en los gestos nobles. Porque en cada uno de ellos vivían sus enseñanzas.
Jamás pidió nada. Nunca reclamó nada. Y sin embargo, fue quien más dio.
No fue una heroína, ni una santa. Su historia no se convirtió en leyenda. No hay estatuas que lleven su nombre, ni canciones que la recuerden. Pero eso no importa. Porque su legado es más profundo: está en las manos de cada persona que escribe, en la voz de quienes se animan a decir lo que sienten, en la mirada segura de quienes ya no aceptan el lugar que otros les asignaron.
Ella no dejó frases célebres ni diarios secretos. Dejó algo más poderoso: dejó ejemplo.
Y eso, en un mundo donde los monumentos se caen, las palabras se tergiversan y las modas cambian, es lo único que verdaderamente permanece.
Hoy, las niñas corren con libros entre los árboles. Los niños sueñan con ser escritores. Las mujeres trabajan, deciden, se ríen fuerte. Los hombres escuchan, respetan, se emocionan con un poema. Porque ella, la que no gritó, la que no impuso, la que no luchó con armas, sigue viva en cada uno de ellos.
**Ella fue, y sigue siendo, la mujer que cambió el mundo sin hacer ruido.**
Jorge Kagiagian
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