Durante años, se repitió una sola pregunta: ¿por qué?
Él había nacido con la maldición de un nombre que no recordaba con cariño, con la marca invisible del rechazo. Desde pequeño, las palabras que le ofrecieron no fueron de consuelo, sino de veneno: “Nunca debiste nacer”, “Eres una carga”, “Eres una vergüenza, un inútil”.
Lo golpeaba el frío más que los inviernos porque su madre nunca le dio un abrazo. Lo lastimaban más las mentiras que ella decía de él que los moretones escondidos bajo la ropa. Le juró mil veces que lo odiaba, que jamás sería nada, que no lo quería. Y una noche, simplemente, lo echó a la calle como si fuera basura. Tenía apenas quince años.
Aprendió a sobrevivir con la dureza del asfalto como almohada, con la caricia de la lluvia como afecto. Creció así: en soledad, con hambre, con furia... y con un grito encerrado adentro del pecho. Nunca le dijo “mamá” otra vez. Ni en sus pensamientos.
Pasaron los años. Años de silencios, de rabia, de noches donde el recuerdo le mordía el alma. Años en los que juró no perdonar. Años en los que creció, se transformó, pero no sanó.
Hasta que un día la encontró. Vieja. Sola. Frágil.
La misma mujer que lo echó, que lo maldijo, que le robó la infancia —la vida entera—, ahora estaba sentada en una silla de ruedas, con la mirada perdida entre suspiros. No lo reconoció. Él sí.
Y entonces se detuvo. A metros de ella. Iba a decirle todo: cada herida, cada noche de miedo, cada lágrima que le negó. Iba a hablar. A escupir la verdad. A gritarla. Pero, de repente, todo lo que había construido para mantenerse en pie se desmoronó como un glaciar que encuentra al sol.
Pero cuando la tuvo enfrente… no pudo.
El tiempo pareció romperse. La realidad se disolvió.
Y él, que había sido adulto, fuerte, un sobreviviente… se convirtió de nuevo en ese niño desprotegido, temblando bajo la lluvia, con el corazón roto y el alma derrotada de tanto esperar.
Cayó de rodillas. El mundo desapareció. Solo estaban ellos dos. Solo ella. La mujer que le enseñó el abandono. La mujer que, sin saberlo, fue su mayor herida… y también su único amor imposible.
Con un llanto ahogado —ahogado de tiempo— le abrazó los pies. No por lo que ella era, sino por lo que él necesitaba que fuese. Y sus lágrimas humedecieron el vestido de su madre como un bautismo de dolor.
—Mamá… —susurró.
Y ese susurro se hizo eco en su alma como si nunca hubiese dejado de decirlo en silencio.
No se movía. No decía nada. Solo lloraba. Y la abrazaba. Y el tiempo se detuvo. Minuto tras minuto, sin palabras, sin reproches, sin odio. Solo el abrazo de un hijo a la sombra de una madre. Un hijo que no pedía perdón ni justicia… solo que por una vez, aunque sea por una vez, ella lo viera.
Y el mundo no se movió más. Porque hay dolores que no terminan, abrazos que no cicatrizan, y momentos que se quedan congelados en la eternidad de un corazón roto.
Jorge Kagiagian
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