El anciano caminaba cada día hasta el acantilado, acompañado por sus perros. No hablaba mucho, pero su presencia era suficiente para ellos. Se sentaba en la roca más alta y dejaba que el viento le recordara lo pequeño que era. Los perros, ajenos a todo menos al momento presente, correteaban a su alrededor, ladrando a las gaviotas o persiguiendo sombras que solo ellos podían ver.
Uno de los perros, el más joven, se alejaba siempre un poco más que los otros. Exploraba los riscos con curiosidad, sin miedo. Una tarde, mientras el sol se hundía en el horizonte, el cachorro resbaló en una piedra suelta y quedó colgando del borde del precipicio.
Los otros perros corrieron hacia él, ladrando desesperados. El anciano, sin prisa, se levantó y observó la escena. No gritó ni corrió a rescatarlo. Solo se quedó en silencio, viendo cómo el cachorro pataleaba, intentando subir por sí mismo.
Uno de los perros más viejos se adelantó y, en lugar de tirar del cachorro con la boca o empujarlo con el hocico, se acostó cerca del borde, tranquilo. El pequeño, al verlo, dejó de forcejear. Respiró hondo, miró alrededor y, con un esfuerzo controlado, encontró un punto de apoyo y logró subir.
El anciano sonrió.
Los demás perros se abalanzaron sobre el cachorro, celebrando su regreso. Pero el anciano observó que algo había cambiado en él: ya no corría sin rumbo. Ahora, antes de lanzarse a explorar, miraba dos veces. Aprendió que el miedo no estaba en el abismo, sino en su propio impulso de no detenerse a observar.
Esa noche, mientras todos dormían junto al fuego, el anciano acarició la cabeza del cachorro. No dijo nada. No hacía falta. Algunas lecciones no se enseñan con palabras, sino con silencios.
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Aquí tienes una historia con perros que transmite una enseñanza de forma sutil y universal:
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El anciano caminaba cada día hasta el acantilado, acompañado por sus perros. No hablaba mucho, pero su presencia era suficiente para ellos. Se sentaba en la roca más alta y dejaba que el viento le recordara lo pequeño que era. Los perros, ajenos a todo menos al momento presente, correteaban a su alrededor, ladrando a las gaviotas o persiguiendo sombras que solo ellos podían ver.
Uno de los perros, el más joven, se alejaba siempre un poco más que los otros. Exploraba los riscos con curiosidad, sin miedo. Una tarde, mientras el sol se hundía en el horizonte, el cachorro resbaló en una piedra suelta y quedó colgando del borde del precipicio.
Los otros perros corrieron hacia él, ladrando desesperados. El anciano, sin prisa, se levantó y observó la escena. No gritó ni corrió a rescatarlo. Solo se quedó en silencio, viendo cómo el cachorro pataleaba, intentando subir por sí mismo.
Uno de los perros más viejos se adelantó y, en lugar de tirar del cachorro con la boca o empujarlo con el hocico, se acostó cerca del borde, tranquilo. El pequeño, al verlo, dejó de forcejear. Respiró hondo, miró alrededor y, con un esfuerzo controlado, encontró un punto de apoyo y logró subir.
El anciano sonrió.
Los demás perros se abalanzaron sobre el cachorro, celebrando su regreso. Pero el anciano observó que algo había cambiado en él: ya no corría sin rumbo. Ahora, antes de lanzarse a explorar, miraba dos veces. Aprendió que el miedo no estaba en el abismo, sino en su propio impulso de no detenerse a observar.
Esa noche, mientras todos dormían junto al fuego, el anciano acarició la cabeza del cachorro. No dijo nada. No hacía falta. Algunas lecciones no se enseñan con palabras, sino con silencios.
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