Las Tres Lunas


Tres lunas giran alrededor de un planeta.

Cada una alberga una civilización inteligente. Tres formas de vida, distintas entre sí, separadas por el vacío, por la física, por el destino. Ninguna puede ver a la otra. Ninguna sabe de las demás. Cada una cree ser la única vida en el universo.

Pero todas miran al mismo lugar: el planeta.

Desde sus cielos, lo observan con asombro. Es inmenso, hermoso, distante. Lo llaman sin nombre. Lo creen eterno. Lo creen divino. Allí proyectan sus deseos, sus preguntas, su esperanza. Lo adoran. Le esperan.

No saben lo que ocurre.

En la superficie de ese planeta, algo ha comenzado. La vida, elemental y ciega, se ha encendido. Es apenas un susurro en la materia: moléculas que se agrupan, células que se replican, organismos que buscan sobrevivir. No hay pensamiento aún. No hay mirada. Pero hay evolución. Y si nada lo interrumpe, si el tiempo alcanza, un día surgirá una inteligencia. Una nueva conciencia capaz de mirar al cielo… y buscar.

Las lunas no lo saben.

En la primera, todo es agua. No hay fuego. No hay herramientas. La civilización que allí vive ha aprendido a pensar sin crear, a soñar sin transformar. Esperan respuestas que no pueden construir por sí mismos.

En la segunda, el suelo no ofrece lo necesario. Comprenden el mundo con precisión, pero no pueden modelarlo. Sus mentes son vastas, sus manos vacías. Miran al planeta como a una promesa. Como a una salvación.

En la tercera, la belleza ha dado todo. No hubo sufrimiento, ni peligro, ni cambio. No hubo necesidad de inventar nada. Y sin embargo, dentro de esa paz perfecta, algo susurra que hay más. Una intuición callada de que no están solas.

Cada civilización espera. Cada una ruega en silencio. Creen que el planeta puede escucharlas.

Pero el planeta aún no tiene oídos.  
Aún no tiene voz.  
La inteligencia que podría surgir está en su infancia más profunda.  
Y el temor es éste:

Que cuando por fin despierte la conciencia en ese mundo,  
cuando mire hacia sus lunas,  
cuando entienda lo que hay más allá,  
ya sea demasiado tarde.  
Y no quede nadie esperando su respuesta.

Jorge Kagiagian 


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