Por qué no necesitamos de Dios

 


Introducción

La humanidad ha vivido gran parte de su historia bajo la sombra de Dios. Como padre, juez, creador o redentor, su figura ha sido central en las culturas, las instituciones y las emociones. Pero quizás haya llegado el momento de preguntarnos, con madurez filosófica y sin prejuicios: ¿y si ya no lo necesitamos? Este texto no busca negar a Dios desde el fanatismo opuesto, sino simplemente liberarnos de su peso. No se trata de destruir la fe, sino de mostrar que podemos vivir sin depender de ella.

1. Dios como necesidad emocional: el consuelo convertido en dependencia

Desde sus orígenes, la figura de Dios ha funcionado como refugio ante lo incomprensible. Donde el lenguaje humano callaba, aparecía Dios. En el dolor, en la muerte, en la pérdida, en el vacío: Dios era respuesta, consuelo, promesa. Pero ese rol no es prueba de su existencia, sino de nuestra fragilidad.

Dios ha sido una solución emocional a problemas existenciales: el miedo a la muerte, la angustia del sinsentido, la impotencia frente al dolor. En vez de enfrentarlos, los delegamos. En vez de aceptarlos, los revestimos de propósito divino. Y así, sin notarlo, la espiritualidad se volvió una forma de dependencia afectiva.

Creer en Dios ha sido, muchas veces, una manera de no asumir la soledad esencial del ser humano. Pero crecer —filosóficamente hablando— implica justamente eso: asumir el vértigo de estar vivos sin respuestas absolutas, sin guías sobrenaturales, sin garantías. No como nihilismo, sino como libertad.

Necesitar a Dios para soportar la vida es como necesitar una muleta para caminar sin haber perdido la pierna. A veces la religión nos convence de que estamos rotos solo para poder vendernos la cura.

2. La infantilización del alma: cuando Dios reemplaza la responsabilidad

Uno de los efectos menos discutidos de la creencia en Dios es la postergación de la responsabilidad personal. Si hay un Dios que todo lo ve, todo lo juzga y todo lo dispone, entonces el ser humano no es del todo libre ni del todo responsable. Vive bajo tutela, como un niño que necesita aprobación y teme al castigo.

La figura de Dios como padre eterno infantiliza el alma: no por amor, sino por control. El creyente no elige el bien por convicción, sino por miedo al infierno o esperanza en el paraíso. El acto moral, entonces, pierde su pureza: ya no nace de la conciencia, sino de la obediencia.

Renunciar a Dios no es, en este sentido, una caída, sino una maduración. Es aceptar que el bien y el mal no necesitan ser dictados desde el cielo, que podemos elegir la compasión, la justicia y la empatía sin esperar recompensa divina. Es reconocer que la ética puede ser más alta cuando no se apoya en amenazas sobrenaturales.

Un mundo sin Dios no es necesariamente un mundo sin moral. Es un mundo donde cada acto tiene valor por sí mismo, no por su saldo en una contabilidad espiritual.

3. Dios como respuesta a la ignorancia: lo que no sabemos, lo santificamos

Durante siglos, Dios ha sido la respuesta por defecto ante todo lo que la humanidad no podía explicar. Antes del telescopio, del microscopio y del método científico, Dios era quien enviaba las lluvias, causaba las enfermedades, ponía al sol en movimiento y al alma en el cuerpo. Lo inexplicable se volvía sagrado. Lo desconocido, divino.

Pero la historia muestra un patrón: a medida que el conocimiento humano avanza, el espacio de Dios retrocede. Lo que antes era un misterio sagrado, hoy es objeto de estudio. El rayo ya no es la furia de Zeus, ni la peste es un castigo divino. La ciencia no ha reemplazado a Dios con otra fe, sino con preguntas mejor formuladas y respuestas verificables.

Aun así, muchos siguen colocando a Dios en los rincones que la ciencia aún no ilumina. “¿Y el origen del universo?”, “¿Y la conciencia?”, “¿Y el sentido último?” Son preguntas legítimas, pero recurrir a Dios como respuesta inmediata es confundir ignorancia con evidencia. Es abdicar del pensamiento en favor del consuelo.

No saber no es una debilidad. Es la condición inicial de toda búsqueda honesta. Y si algo es sagrado, no debería ser el misterio, sino el valor de enfrentarlo sin inventar respuestas.

4. La ilusión del sentido trascendental: el miedo disfrazado de propósito

Creer en Dios ha sido, para muchos, una manera de sostener la idea de que todo tiene un sentido superior. Que no estamos aquí por azar, que la vida tiene un propósito, que el dolor es parte de un plan. En esa narrativa, Dios es el garante invisible de que nada es en vano. Pero, ¿y si esa necesidad de sentido trascendental no es otra cosa que miedo?

Miedo al caos, a la indiferencia del universo, a la muerte sin continuación. En ese temor, Dios se convierte en un mecanismo de defensa psíquico: le da forma al abismo, le pone nombre al absurdo, promete que después de la caída vendrá la red. Y así, lo incierto se vuelve soportable.

Pero la verdad puede no tener un porqué absoluto. La vida puede ser contingente, el universo puede no tener intenciones. Y eso no es motivo de desesperación: puede ser, incluso, una liberación. Si no hay un propósito dado desde fuera, entonces cada uno puede construir el suyo. La vida no necesita justificar su valor desde el cielo; basta con que lo encontremos aquí, entre nosotros, en lo que hacemos y compartimos.

Aceptar la falta de sentido impuesto es el primer paso para darle sentido propio a la existencia.

Conclusión

Más allá de Dios: la humanidad como su propio origen, camino y destino

No negamos a Dios por odio ni por rebeldía: lo dejamos atrás porque ya no lo necesitamos.
Durante siglos fue consuelo, brújula y sostén. Pero hoy, el ser humano puede asumir su propia existencia sin amos ni tutores celestiales. Podemos ser origen de sentido, constructores de caminos y responsables de nuestro destino.

No hay evidencia de que Dios haya creado al mundo. Pero sí hay evidencia de que el mundo ha creado a Dios: como imagen, como necesidad, como respuesta emocional. Lo hicimos padre para sentirnos hijos, juez para no pensar por cuenta propia, redentor para no cargar con la culpa. Pero la madurez exige romper esos lazos. No como acto de ruptura amarga, sino como afirmación de libertad.

La humanidad no necesita de Dios para existir. Tampoco lo necesita como camino ni como destino. Podemos vivir con ética sin esperar el cielo. Podemos amar sin temor al infierno. Podemos sufrir, crear, morir y renacer sin invocar lo divino.

Caminar sin Dios no es estar perdidos: es, tal vez por primera vez, caminar por nuestros propios pasos.


Jorge Kagiagian 

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