En un reino oculto entre montañas de niebla y ríos de estrellas, vivía un joven mago llamado Pupi. Sus ojos eran enormes, profundos, llenos de mundos que nadie más podía ver. Poseía el don de alterar la realidad con sus pensamientos, pero un día, al experimentar con un conjuro prohibido, desató una maldición sobre sí mismo. Su corazón comenzó a cristalizarse poco a poco, convirtiéndose en piedra.
Desesperado, recorrió tierras lejanas en busca de una cura, pero nadie pudo ayudarlo. Cuando su tiempo casi se agotaba, llegó a un pueblo olvidado en el mapa. Allí, vio a una mujer de piel blanca, con el cabello negro como la noche y una mirada que ardía como fuego. Se llamaba Melina.
Al verla, Pupi sintió algo extraño: su corazón, aunque ya casi convertido en piedra, vibró con un calor que creía perdido.
—No tienes que hablar —dijo Melina, tocando su pecho con ternura—. Ya sé lo que te ocurre.
Ella lo llevó a su hogar, un pequeño refugio en el bosque, y cada día le ofreció un poco de su calor, con palabras, con caricias, con una paciencia infinita. No usó hechizos ni fórmulas mágicas, solo amor.
Pero la maldición era fuerte. Hubo noches en las que Pupi sintió que el cristal en su pecho se expandía, y entonces quiso alejarse para no hacerle daño.
—No me importa si te conviertes en piedra —dijo Melina una noche, abrazándolo con fuerza—. Si eso sucede, te cuidaré, te hablaré, te amaré igual.
Sus palabras fueron la magia más poderosa que existía. Y en ese instante, la maldición se quebró. La piedra en su pecho se hizo polvo, su corazón volvió a latir, y por primera vez en mucho tiempo, Pupi supo que había encontrado su verdadero hogar.
Porque el amor de Melina no era un hechizo, no era un rescate. Era algo más grande: era incondicional.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario