Hasta el último aliento

La madre siempre supo que la vida no sería fácil. Creció con privaciones, aprendió temprano a hacer de la resignación un hábito y de la fe su único consuelo. No tuvo tiempo para soñar. Desde joven, se casó con un hombre tosco, trabajador, que no era malo, pero tampoco era bueno. Solo estaba ahí, como ella. Se acostumbraron a la rutina de la pobreza, a los días iguales, a las noches de silencios largos y pensamientos que no se decían en voz alta.  

Tuvieron cuatro hijos. Primero él, el mayor, el que llevaría adelante la familia, el que se suponía que sería su orgullo. Luego vino su segundo hijo varón, un niño frágil desde el nacimiento. Siempre enfermo, siempre bajo cuidados. Desde pequeño, su vida fue un ciclo de hospitales, medicinas y noches de desvelo. La madre aprendió a sostenerlo entre sus brazos con la suavidad de quien teme quebrar algo irremplazable.  

Después llegaron las niñas, cada una distinta, cada una con sus propios caminos. La hija mayor formó su propia familia y se alejó. La menor se quedó en casa, ayudando en lo que podía, sosteniendo a su madre como un pilar silencioso.  

Pero esta historia no es sobre ellas.  

La enfermedad del segundo hijo fue un presagio, una terrible preparación para lo que vendría después. La madre se convirtió en su sombra, acompañándolo en su fragilidad, en su lucha por una vida que se escapaba a pesar de sus esfuerzos. Y un día, inevitablemente, él se fue. Demasiado joven, demasiado pronto. Lo vio apagarse poco a poco, sosteniéndolo hasta el último aliento. Y cuando el silencio llenó su habitación, supo que algo dentro de ella también había muerto.  

Pero no tuvo tiempo de quedarse en el dolor. Porque su otro hijo aún estaba allí. Y con él, la batalla apenas comenzaba.  

De niño, el mayor era callado pero atento. Nunca fue de hablar demasiado ni de hacer amigos con facilidad, pero era un niño bueno. Ayudaba en casa sin que se lo pidieran y pasaba largas horas mirando el cielo, como si algo en el mundo le pareciera demasiado grande o demasiado lejano. No era problemático, solo un poco extraño, pero ella nunca lo vio como algo malo.  

La adolescencia trajo los primeros signos. Primero fueron las noches de insomnio. Se quedaba despierto, con los ojos abiertos en la oscuridad, como si esperara algo. Cuando ella le preguntaba, decía que sentía ruidos en la casa, que alguien los observaba. Ella lo tranquilizaba, lo abrazaba, le decía que rezara. Pero el miedo en sus ojos no desaparecía.  

Después vino la paranoia. Se escondía detrás de las cortinas, espiando a la calle. Si alguien pasaba demasiado cerca, se tensaba como si estuviera a punto de huir. Tocaban el timbre y él se quedaba inmóvil, paralizado, con la respiración entrecortada. Decía que lo estaban buscando, que alguien quería hacerle daño. Ella intentó llevarlo a un médico, pero él se negó. La miró con terror, como si en su propia madre también viera una amenaza.  

Su esposo se fue poco después. No por el hijo, sino porque la relación estaba desgastada desde hacía años. Pero ella sintió su ausencia como un golpe más. Se quedó sola, enfrentando algo que no comprendía, con una carga que se hacía más pesada cada día.  

Y entonces, el hijo dejó de ser quien era.  

Se encerró en su habitación, dejando que la televisión llenara el vacío de su mente. Sus ojos perdieron el brillo, su cuerpo se volvió delgado, su piel pálida. Tenía días de furia en los que gritaba, rompía cosas, maldecía a enemigos invisibles. Luego, la calma. Se sentaba en la oscuridad, con la mirada perdida, y en esos momentos ella lo veía: al niño que fue, al hijo que alguna vez soñó con ser algo más.  

Había momentos de lucidez. A veces, cuando el delirio se disipaba, él la miraba con tristeza y decía:  

—Mamá, esto no es vida.  

Y en esos instantes, su corazón se rompía de otra manera. Porque no solo ella sufría, no solo ella había perdido una vida. Él también era consciente, atrapado en un cuerpo y una mente que ya no podía controlar.  

Los años pasaron. Los médicos no daban respuestas, el dinero no alcanzaba, la asistencia social era una burla. Ella golpeó puertas que nunca se abrieron, esperó ayudas que nunca llegaron. Las pocas veces que consiguió algo, era insuficiente: remedios que no servían, citas médicas para dentro de meses, excusas, excusas, excusas.  

Pero nunca lo abandonó. Nunca dejó de estar a su lado, aunque su cuerpo se quebraba, aunque su alma se desgastaba. No era instinto, no era obligación. Era algo más fuerte. Algo que la consumía, pero también la sostenía.  

Los años siguieron pasando, llevándose con ellos lo poco que quedaba de su juventud. Su espalda se encorvó, sus manos temblaban al sostener una taza, sus piernas dolían con cada paso. Su cabello, antes fuerte y oscuro, se volvió una maraña fina y blanca. A veces, cuando nadie la veía, se permitía llorar en silencio, no por su propia vejez, sino por el miedo de lo que vendría después. Porque ella sabía que un día no despertaría, que su cuerpo la traicionaría definitivamente. Y entonces, ¿qué sería de él?  

Pero hasta ese día, hasta su último aliento, ella estaría ahí. Junto a él, cuidándolo, sosteniéndolo, amándolo. No importaban el dolor ni la fatiga, porque su vida ya no le pertenecía. Se había fundido con la de su hijo, y así sería hasta el final.  

Y cuando ese día llegara, cuando su cuerpo quedara frío en la cama, cuando su presencia desapareciera de la casa, él quedaría solo. Sin ella, sin su refugio, sin la única persona que entendía su dolor. Tal vez no lo notaría al principio, tal vez seguiría viendo la televisión en su cuarto, atrapado en su mundo. Pero tarde o temprano lo entendería. Buscaría su voz, llamaría a su madre en la oscuridad, esperaría a que entrara a su habitación, a que lo abrazara y le dijera que todo estaba bien. Pero nadie vendría.  

Y entonces, ¿qué pasaría con él? ¿Quién lo sostendría cuando el mundo se cerrara sobre él, cuando el hambre llegara, cuando el miedo se volviera insoportable?  

El futuro era un pasillo interminable, sin puertas ni salidas. Ella no estaría para acompañarlo. Y él… él caminaría solo, sin saber hacia dónde.  

Jorge Kagiagian 



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