Ella por Siempre
“Hace algunos años, demasiado tiempo ya desde que ocurrió lo que voy a contar.
Espero de corazón que disfrutes de esta historia, de no ser así será, al menos, válida
para mí para reencontrarme en el recuerdo con quien cambiaría mi vida para siempre”
Carla y yo aún no nos conocíamos, de hecho, ella no era Carla ni yo, quien soy.
Mi vida siempre ha sido acompañada por el amor a los animales y los insectos. He tenido todo tipo de mascotas durante mi niñez. Mis más recordados son un perro “El Negrito”, “Popotito” un caracol de agua (con su infinita progenie) y un sapo que había encontrado en un charco en su estadío de renacuajo. He tenido otros perros pero mi madre siempre ha detestado a los animales a causa de su obsesión por la limpieza, por eso, muchas de mis mascotas fueron regaladas a los pocos días de arribar a la que era mi casa; he llorado tantas veces porque yo era niño y me enamoraba rápidamente de esas criaturitas. En cuanto me fui a vivir por mi cuenta, decidí tener mi propio perrito.
Estuve buscando refugio de animales durante unos días. En aquel entonces la información se obtenía rastreándola: yendo de veterinaria en veterinaria, llamando por teléfono. Preguntando llegué a una mujer quien tenía algunos perros para regalar. Me dio la dirección del refugio. Era a más de 50 kilómetros de mi casa. Pero era tanto el amor que tenía para dar que no me hubo de importar.
Tomé el tren a la ciudad de Escobar, luego de casi una hora y media llegué a la estación. Caminé unas diez cuadras y allí estaba, frente al refugio. Con unas palmadas, llamé a la puerta y fui atendido.
La señora, quien me parecía muy mayor (era más joven de lo que yo soy hoy), me llevó a recorrer el lugar. Me mostró varios perritos pero ninguno me había gustado. Sí, es verdad, en aquel entonces la apariencia era para mí importante... y no sólo eso, sino que quería obstinadamente un perro macho. Por este motivo, fuimos a unas cuadras donde había unos perritos que estaban prontos para regalar. Una vez allí, vi uno, parecía un zorrito. Absolutamente hermoso. Me lo llevé, acompañe a la señora nuevamente al refugio y nos quedamos charlando.
Cuando, de súbito, se escuchó el aullido de unas ruedas frenando desquiciadamente. Un automóvil en la esquina, una caja de cartón sale arrojada por una ventanilla como si de basura inmunda se tratase. Unos niños que, por obra divina del destino, allí estaban tomaron la caja y vinieron corriendo al refugio.
Dentro de la caja dos perritas, una negra y blanca, y otra toda marrón claro. Sacaron a las dos perritas de caja y las dejaron caminar libremente por la vereda de tierra. Ambas estaban en el más deplorable estado; Sarnosas, llenas de parásitos, pulgas y garrapatas. La negrita tenía en su cuello una cadena tan desproporcional a su cuerpo que la obligaba a arrastrar la cabeza en el piso al caminar. Si te dijera que mis ojos, aún hoy, se llenan de lágrimas de indignación…
Acostumbraba, yo, a usar calzado abierto tipo sandalias. La perrita negra una vez en el suelo vino directamente hacia mí, ignorando a todas las demás personas. Lamió el dedo gordo de mi pie. La miré desconcertado mientras cargaba al perrito que había adoptado apenas unos minutos antes. Le pedí a la señora que sostuviera al perrito para poder tener las manos libres. Tomé a la perrita negra y la alcé: quise verla de cerca. Saco su lengua rosa tan pequeña como la más pequeña de las monedas y lamió la punta de mi nariz. En este punto, no alcanzan las palabras para describir como mi corazón se acongojó, como si mi corazón se deshiciera de tristeza y amor. Verla tan enferma y con tanto cariño exclusivo para mí, me comprometió. Y decidí no adoptar al primer perrito. Lo recuerdo bien, le dije a la señora: “Discúlpame, esta perrita me necesita más”.
Luego me daría cuenta que era yo quien siempre habría de necesitarla.
Una vez en mis brazos y absolutamente enamorado fuimos a la estación de tren nuevamente. Allí sentados en el piso, comencé a buscarle un nombre. Siempre he gustado de los nombres masculinos modificados para ser femeninos, Roberta, Guillermina y otros como estos. Una pared pintada con letras gigantes sería la señal para bautizar a mi perrita, “KARLA” proclamaba la pared de forma categórica. Luego de pensarlo un poco, la llamaría de esa manera con una pequeña modificación: Carla; nombre que he pronunciado millones de veces incluso muchos años después de que ella fuera llamada a ser una estrella en el cielo eterno del recuerdo.
Jorge Kagiagian
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