Sé que estoy solo en esta vida, no hay duda de ello. Resuelvo los inconvenientes diarios sin ayuda de manos amigas porque jamás hay alguien cerca de mí; soy el viejo huraño del monte distante. Quiero engañarme que temen supersticiosamente que mis desdichas los persigan pero yo sé la realidad, no es otra que les repugna mi ser.
Si tengo hambre mi sustento saldrá del trabajo de mis manos; y si no tengo quien me dé un empleo buscaré en aquella bolsa, donde otros descartan las sobras que no son dignas ni de sus perros, me dará algo de comer y el plástico me abrigará. Y si mi suerte es tan desafortunada que no puedo comer ni las hierbas del suelo, tendré que alimentarme masticando la carne de mis propios dedos... aunque las alacenas de mi familia desborden de alimentos que caduquen sin haber sido nunca probadas.
Espero día a día el arribo inevitable de la desgracia (nunca tarda en llegar), que mis volátiles dichas se transformen incomprensiblemente en puñales que mutilaran mi alma…
Quisiera tener ilusiones pero ya no creo en ellas, me han decepcionado en cada oportunidad. Mi cielo es siempre gris tanto como las cenizas de mis sueños inalcanzados. Ya no sigo el sendero iluminado porque sé que toda luz, en mi vida, será mala… al llegar a ella descubriré apesadumbrado ese animal podrido, oloroso, de vientre hinchado infecto de blancos gusanos encimados que se alimentan de la putrefacción. Ya no puedo confiar en espejismos, porque cada desengaño es un paso más hacia la perpetua desolación, aquella que no tiene retorno.
Sin embargo, continúo combatiendo, enfrentando las discordias que me tocaron por la suerte echada. Podría escribir mil páginas sobre las desilusiones en el amor y otras mil de mis fracasos… incluso sobre esos logros efímeros que no satisfacen el vació abismal que hay en mí.
He luchado tantos años y en tantas batallas que no puedo recordar la primera; pero lo que si he sabido sin error es que el resultado final ha sido contundente: mi total soledad.
Tratando de llenar mi vida recorrí las calles más oscuras y desesperadas. La droga nefasta que obnubila los sentidos, apaciguo mi dolor por las noches pero al despertar junto con el alba vi multiplicadas mis desgracias.
Me he cansado de maldecir mi destino, no hay a quien mi garganta lastimada por los incesantes gritos no haya culpado por mis miserias. Y si la culpa fuese mía, la estoy pagando con usureras creces… tengo la espalda doblada por el peso de mis pecados, cruz que el cordero celestial se negó a cargar en su corona de espinas; su altar no tiene lugar para mí.
No veo cual es la importancia de mi existencia, si es que hay alguna.
Al llegar a mi hogar sólo las ratas y las cucarachas se conmocionan con mi presencia. Pero a pesar de sus muestras de afectos, mi cuerpo será devorado por ellos cuando mis días concluyan sin que nadie se percate de mi ausencia.
Por miedo a caer en esos pantanos saturados de peligros, me he olvidado de vivir. Ya no arriesgo nada por miedo a perder, aunque ya poco queda. Estoy atrapado entre la vida y la muerte. Transito el valle de las sombras… sollozante, arrepentido de rodillas sangrantes. Se escucha mi lamento nocturno que monta la ráfaga de viento; traslada mi agónica voz por los hogares de quienes me abandonaron en los momentos de necesidad. Algunos se burlan al escucharla, no saben aún que al fin de cuentas tendrán la misma suerte que la mía.
Hoy fui al acantilado una vez más; intenté acabar con el dolor como otras tantas veces. Estrellar mi cuerpo contra las rocas filosas garantiza una muerte segura. Pero nunca tuve la valentía de dar ese paso al vacío; último y fatal.
Sin sentido alguno mi vida sigue… no tengo coraje de cambiar. Lo sé, siempre lo he sabido, soy un cobarde, el más patético de todos ellos… uno que no sólo no se atreve a morir sino que tampoco tiene siquiera el valor de vivir.
Jorge Kagiagian
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