Encendí el cigarrillo, dejando que el humo llenara mis pulmones y me envolviera en una nube de placer y tranquilidad. Era consciente de que debía dejar de fumar, pero no le di importancia ni escuché los consejos ajenos.
Mis pensamientos se disolvían, y mi cuerpo se entregaba al placer efímero de aquel cigarro. Mientras exhalaba el humo, sentí cómo algo dentro de mí se desvanecía lentamente, como la ceniza del cigarrillo que se iba acumulando en el cenicero.
El humo espesó el aire, parecía dibujar figuras abstractas. Comenzó a envolverme como si quisiera ahogarme en el terror de sus formas.
Fue en ese momento cuando tomé la última pitada, y sucedió. Sabía que en algún momento habría de suceder, pero mi mente lo negaba. De repente, mi cuerpo se estremeció y un dolor agudo en el pecho me paralizó. Intenté respirar, pero no pude. Pesado, caí al suelo, luchando, sin éxito, como un pez fuera del agua, por una bocanada de aire.
En ese momento, todo lo que pasó por mi mente fue una sensación de profunda tristeza y arrepentimiento. Me di cuenta de que permití que los malos hábitos me consumieran. Me había negado a mí mismo la oportunidad de ser libre y feliz, de hacer valer cada segundo de mi vida.
Y así, en medio de la oscuridad y el silencio, llegaba mi hora. Un último aliento escapó de mis labios en un suspiro triste y gris. El humo se desvanecía mientras mis ojos se oscurecían aunándose con el cielo de la noche.
Entre mis dedos, aún estaba aquel último cigarrillo, aún encendido...
Jorge Kagiagian
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