Jardín de Invierno


Después de aquel día las pocas mariposas quedaron atrapadas en el jardín de invierno. Aquel jardín oscuro y, tal vez, demasiado frío. Atrapadas, ahí, ya sin fuerzas para volar.



Una niña y una mujer habían sido felices por haberlas visto desplegar sus alas y recorrer todo el jardín. Si, habían sido felices.

¿Cómo no serlo al ver volar a esas criaturas tan bellas y llenas de color, desplegando todo el arco iris en el espacio de unos pocos centímetros? Si, habían sido felices; las mariposas, la niña y la mujer.

Lo fueron hasta que el niño apareció. Queriendo jugar, quizás por ser travieso o simplemente por torpeza se encargó de quemar las alas de cada mariposa. Fue él, y nadie más. El niño quemó la felicidad de la niña y la mujer.

El hombre, que tardó en llegar, reprendió al niño. Pero era tarde, muy tarde.

Las mariposas volvieron al polvo de donde fueron creadas; se transformaron en nutrientes que el viento desparramó por todos lados. Las lágrimas de cada uno de ellos salieron incontrolables regando todo el jardín.

El niño apenas comprendía lo que había hecho, pero le bastó con ver a la niña llorar para sentir congoja en su corazón. Hizo una flor de papel, le dio un beso en la mejilla y le pidió disculpas. Y la niña lo perdonó.

Las lágrimas y los nutrientes de las mariposas germinaron instantáneamente cada semilla del jardín de invierno. El hombre tomó una flor de un arbusto de rosas y se la dio a la mujer, luego le dio un beso en su boca. El hombre le pidió disculpas. Y la mujer lo perdonó.

El arbusto dio más flores, y más arbustos aparecieron. El jardín de invierno se llenó de luz y de calor.

Las mariposas de todo el mundo entraron por cada ventiluz; eran tantas que el jardín de invierno se elevó por los aires y con él fueron la niña, el niño, la mujer y el hombre.

Elen Mirakian & Jorge Kagiagian

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