La leyenda del ave y el niño


Hace muchos miles de años, y miles más. En un lugar muy, muy lejano. Cuando los animales aún hablaban con los hombres, cuando los hombres aun trataban a los animales como sus amigos, nació una historia de amistad entre un niño y un ave. Una historia que ha sido rescatada del olvido; fue contada de un animal a otro durante muchos, muchos años. Viajó de boca en boca, de pico en pico. Viajó en los hocicos de los lobos y dicen que hasta un elefante lo recitaba escondido en la copa de un árbol. Un día llegó a los oídos de los hombres, y ellos, también, la contaron a sus niños antes de que fuera la hora de cerrar los ojos para dormir.

Todo transcurrió en el borde de un acantilado. Debajo, el mar impetuoso que siempre ostentaba su enormidad. Sus olas acariciaban las piedras soñando que así podría conquistar el amor de ese acantilado. Eso sí, era muy paciente. Estaba seguro de que la roca, tarde o temprano, cedería ante su constancia. Ya, en esos tiempos, se sabía que la paciencia es una virtud que hace invencible a quien la posee.

Sobre las piedras caían, muy seguido, peces que habían cumplido su misión en el mundo. Era sabido, también, en aquellos tiempos que cada ser sin importar su tamaño, forma, belleza e incluso los más feos o feroces, tienen una misión en este mundo, una misión que deben cumplir, una misión que el destino les encomendó. Luego de haberlo hecho pueden descansar, volviendo a formar parte de las constelaciones de la noche.

Allí, sobre el mar, volaban las aves esperando algo que comer. En el acantilado un niño con una cuerda; en la punta tenía un lazo. Trataba, también, de conseguir algún bocadillo. Algún pez para llenar su estómago que hacía algunos ruiditos. Sentado allí, en el borde, con los pies inquietos en el aire, deslizaba entre sus dedos una larga soga hecha de lana. Una oveja que sufría mucho de calor se la regaló.

Su familia hacía mucho tiempo que había vuelto a las constelaciones. Las llegadas y las partidas, siempre estarán llenas de grandes misterios para todos los seres. Pero en aquel mundo no existía la soledad; siempre había un conejo cerca con quien hablar, un sapo loquito con quien jugar o un ciervo siempre dispuesto a dar buenos consejos ya que eran conocidos por su gran sabiduría. Eso sí, nunca había que preguntar nada a una tortuga porque más que seguro respondería con alguna travesura y emprendería una muy lenta fuga, tratando de contener la risa en su boquita arrugada.
Aún así, el niño no había podido nunca establecer un vínculo más allá de la amistad. Ese vínculo especial que había tenido con su mamá y su papá. Había tenido amigos, muchísimos, es verdad, pero jamás había vuelvo a encotrarse con el amor incondicional en su breve vida.

Cuenta la leyenda que un día, sentado en el borde del acantilado, tratando de enlazar algo para comer, un ave se posó a su lado. El niño se sorprendió. Era lógico, si bien las aves eran seres nobles solían siempre estar volando muy alto.  Tomó un pescado de su cuenco casi vacío y se lo arrojó. El ave, con algo de timidez, se podría decir que hasta con miedo, tomó el pescado y emprendió un rápido vuelo huidizo. El niño se sintió bien al compartir su comida con el ave. La generosidad es una virtud que hace grande a quien la posee.

Al día siguiente, ocurrió algo similar. Y al otro, y al otro… ¡Durante casi tres meses!. Hasta que el niño con toda la inocencia que puede tener un niño, le preguntó al ave si quería que fueran amigos. Dicen que dijo exactamente estas mismas palabras: "Hola, avecita. ¿Te gustaría ser mi amiga para que podamos compartir todo lo que tenemos? Yo sé que no es mucho", Mientras señalaba su cuento casi vacío. El ave, lejos de todo interés por la comida, lo miró a los ojos y, de forma amena pero sin vacilar, le respondió “¿No te has dado cuenta? ¡Ya somos amigos!”. Y se posó en su antebrazo cual orgulloso halcón dejando ver cuanto confiaba ella en el niño.
A veces no hay una razón por la que se ama al prójimo, simplemente se enciende una chispa y con eso alcanza. No había ninguna diferencia entre esa ave u otra, solo esa chispa invisible pero no por eso menos mágica.  Una mirada, un segundo, un guiño, una complicidad, un vértigo y se hicieron amigos inseparables.

Él le daba alimento y cuidados; ella, le traía ramitas secas para prender un fuego para dormir calentitos durante toda la noche, además de darle la calidez de su compañía.
Los días pasaron. Las semanas y los meses.  Casi cuatro años después, una mañana, el ave se sintió muy débil. Trató de despertar al niño pero no lo logró. Pisó fuerte la tierra y dejó su huella, esto no fue otra cosa que su forma de decir adiós. Emprendió el vuelo hacia la mitad del océano. Casi todos sabían, ya en aquellos tiempos que las aves iban allí a morir… pero el niño era aún muy joven para saberlo y nadie tuvo el valor de destruir la inocencia de su tan pequeño corazón.

Esperó ese día y el día siguiente, durante muchos, muchos más. Bajo la lluvia, el calor, el frío, él no se movió de ese lugar ni la distancia del ancho de un cabello. No hubiera abandonado jamás ese pedazo de tierra en donde estaba parado, sobre la huella seca de su amiga, siempre estaría esperando su regreso. Porque el amor es siempre esperanza.

Cuentan los animales que lo vieron que un día se sacó las sandalias y sus uñas eran muy, muy largas.  Tan largas que, solas, se enterraron en la tierra. Sus piernas se acercaron una a la otra para unirse en una sola. Su cuerpo se endureció y una capa marrón empezó a cubrirlo. Lentamente se estaba transformando en un árbol; solo por fuera ya que su sangre aún fluía, su corazón aún latía, su alma aún sentía y aún la extrañaba.

Esperó a su amiga durante tantos años como un árbol puede vivir.  En ese tiempo, cuidó a muchas otras aves dándoles cobijo del viento, el sol y la lluvia para sus nidos. Alimentó a muchos animales con sus frutos. Una familia entera de ardillas vivía en uno de los huecos que había quedado donde estaban sus oídos. Él escuchaba las graciosas conversaciones de esos animalitos revoltosos. Pero era innegable que su corazón no se contentaba con todo eso. Esa ave no solo era ella, sino todas y la única,  su amiga, la diferente. La que llenó su corazón con una chispa que, por mucho que lloviera, jamás se apagaría . Nunca podría reemplazarla, ni olvidarla.

Cuenta la leyenda que vivió de esta manera tanto tiempo como un árbol puede vivir, luego de ese tiempo, el destino que tan generosamente nos da y tan brutalmente nos quita, decidió que ya había cumplido su misión en este mundo.  Lentamente su tronco se fue secando y sus raíces comenzaron a salirse del suelo, desprendiéndose una a una. El viento lo empujaba de un lado al otro. Y pasó lo que tenía que suceder, un largo suspiro y sus ojos de madera se cerraron. El árbol se desprendió, cayó por el acantilado golpeando duramente con las piedras del fondo y allí, su corteza  estalló en miles de pedazos, en millones de astillas. ¡Al fin libre!. Su alma se elevó tan pero tan rápido y tan alto que encontró a su amiga ave muy cerca de la luna. Y juntos, sin detenerse, siguieron elevándose hasta el infinito.

Hoy si miras al cielo verás sus almas, sin tristeza alguna, con absoluta felicidad, brillan como estrellas en la misma constelación, una junto a la otra, y así será por los siglos de los siglos.

Jorge Kagiagian

1 comentario:

Unknown dijo...

Me emocionó. Hermoso de verdad. El valor de la amistad,una mirada distinta de la muerte... bello, muy.