Alma Mía


Se despertó aquella mañana junto al cuerpo sin vida de la mujer que la noche anterior había amado. Cuerpo que sin vida estaba durante el acto de amor.
Fueron muchas las noches que siguió amándola en el más estricto secreto. El tiempo inclemente que solo sabe ir hacia adelante descomponía el cuerpo muy lentamente.

Él no se sentía agraviado por las larvas de gusanos que en ella se gestaban, ni por otras alimañas que salían de su interior. Solamente los retiraba, no sólo para velar por su cuerpo sino también por sus profundos celos. Ese cuerpo era solo para él.
Los andrajos que alguna vez fueron un hermoso vestido, como su rostro cálido devenido a la frialdad que únicamente la muerte sabe proveer, a sus nobles sentimientos, no era otra cosa que el in crescendo de una belleza alcanzando la perfección.

Una noche se despertó a la madrugada exaltado. Sintió agitación en su pecho, un perturbador helor invadiría el ambiente. Un movimiento, un respiro seguido de un balbuceo. Una voz, se alzaba entre estertores - “¿Por qué?”. Giró su cabeza y la vio tan hermosa como aquella noche. Esa fatídica e inolvidable noche de su primer encuentro.
“¿Por qué?”, insistió. Palabras que resonaban cual eco.
Su belleza esquelética había desaparecido, el color rosado de sus mejillas estaba allí. Su ropa otrora sanguinolenta cubría su cuerpo sin rastro alguno del tiempo pasado.
-“¿Por qué?”. No supo que responder. Quiso- intentó- pronunciar palabra alguna pero sus labios y su boca inmóvil no se lo permitieron.

La miró a los ojos, tan sólo un segundo. Súbitamente, se abalanzó sobre ella. En el vano intento de bloquear cualquier sonido proveniente de su garganta, le clavó las yemas de sus dedos en el cuello. Pero la pregunta insistía. Tomó el velador de junto a la cama; golpeó la cara y los dientes de su amada. Pero la pregunta no cesaba, jamás se detenía. “¿Por qué?” “¿Por qué?” “¿Por qué?” “¿Por qué?”.
El próximo golpe, luego de un profundo respiro que supo a resignación, lo acertó en su propia cabeza. Su cráneo se resquebrajó. El dolor fue tan inmenso que un aullido mudo salió de entre sus labios sellados. Volvió a dar otro golpe, tan intenso como el primero. Su mano cedió ante el dolor dejando caer el velador al suelo. Sus sentidos se vieron afectados, conmocionó su cerebro pero no tardó en recuperarse. Luego, con absoluto esmero, retiró los fragmentos de su cráneo y de su cabellera. Hundió la mano en su cerebro esperando acallar esa voz.

El olor de los cuerpos en descomposición de varias semanas alertó a los vecinos y ellos, a la policía. Forzaron el acceso a su casa. Sobre la cama, tendido el cuerpo esquelético de ella y a su lado, él, con los ojos abiertos, su mano dentro de su cráneo, hundida en su cerebro.

Jorge Kagiagian
Inspirado por Elen Mirakian
Dedicado a Eli Maidana

Sus ojos abiertos me miraban estupefactos.
Ojos... que antes fueron míos.

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