Los faros de mi vehículo iluminaban el camino. Fueron muchas horas de viaje por lo que decidí detenerme. Eran las diez de la noche cuando llegué a un pequeño pueblo.
Un lugar típico del interior de este país. Distancias muy amplias, calles desiertas y el sonido de los animales oyéndose a lo lejos. El viento soplaba fuerte a través de la oscuridad arbolada.
Conduciendo lentamente por sus calles, buscaba hospedaje. Llegué a una cantina. Entré por alguien que pueda orientarme.
Una vez encaminado, estaba por retirarme cuando el cantinero me preguntó que deseaba tomar… y bueno, no pude resistirme.
Me senté en la barra. Un vaso de ginebra, siguió a otro y luego otro más.
Sin nadie con quien hablar me dispuse a observar la gente y el lugar.
Yo soy un hombre de ciudad por lo cual el piso de ladrillos gastados y las paredes pintadas con agua y cal llamaban mucho mi atención. Meditabundo, me quedé allí durante un par de horas.
La puerta del bar se abrió y dejó ver a un hombre con ropa de trabajo. Su rostro cansado tenía una mirada culpable pero, extrañamente amistosa.
Se quedó parado allí. Se miró al espejo que estaba detrás del mostrador y luego el reloj. Su vista bajó hacia sus manos, su expresión cambió. Permaneció unos segundos más junto a la puerta, pálido.
Súbitamente, comenzó a caminar. Ocupó el asiento junto a mí... yo era el único sin compañía en aquel lugar.
Llamó al cantinero y pidió lo mismo que yo. No tardamos en entablar conversación.
Él también era un viajero, había llegado el día anterior.
Hablamos largo tiempo, abordamos infinidades de temas… mientras las rondas de ginebra seguían incesantes.
Cada tanto se perdía en sus propios pensamientos y no escuchaba mis palabras. Pude percibir su mirada vidriosa y apagada. Sabía que algo pesaba en su conciencia pero no me atreví a preguntar.
Antes del amanecer, se ofreció a alcanzarme a un hospedaje (yo no estaba en condiciones de conducir).
En el camino, comenzó a explicarme sobre espectros, maldiciones y otros temas en los que no creía. Para mí no eran más que delirios de una persona excedida en alcohol… así que lo dejé hablar.
A llegar al hotel, clavó su mirada sobre mis ojos. Se despidió estrechándome la mano. Me tomó demasiado fuerte, casi lastimando mis huesos.
Algo se asomó por la manga de su camisa y recorrió rápido su mano. Retiré el brazo bruscamente y lo miré extrañado. Me pidió perdones y disculpas desesperadamente casi llorando… Con paso veloz, se fue cabizbajo… sin voltear su rostro ni una sola vez.
Luego de las bebidas y del extraño sujeto, no me sentía del todo bien.
Vestido como me encontraba me recosté en la cama…
Aquella noche no tuve ningún sueño, solo cerré los ojos y no estuve más allí.
Al despertarme, me veía enrarecido. Miré mis manos, estaban pálidas. Al sentir un picor, me rasqué el antebrazo. Luego otro picor más fuerte, volví a ráscame y noté que algo se movía. Debajo de la manga unos insectos se asomaban, inmediatamente los aplaste contra la pared pero las punzadas seguían por mi espalda cada vez más intensas. Fui al baño y me paré frente al espejo. Me saqué la camisa, vi como se agitaban y me recorrían un sinfín de insectos, parásitos, larvas y otros seres igual de despreciables.
Quise liberarme de ellos pero no pude. ¡Los sacaba de mi cuerpo y volvían a treparme! ¡Me revolcaba en el suelo, los mataba, quebraba sus cuerpos y de la viscosidad nacían nuevos!
Con agua hirviendo quemé mi piel pero no dejaban de surgir; los veía esconderse en mi pelo, en mis oídos, debajo de mis uñas. Aparecían más y más... Los sentía caminar por mi cuerpo, sentía como se nutrían de mí…
Desesperado fui nuevamente al bar… Abrí la puerta y entré. Me miré al espejo que estaba detrás del mostrador y luego el reloj. Mi vista bajó hacia mis manos. Me quedé unos segundos, pálido.
No se encontraba aquel miserable hombre… pero había otro sentado en la barra donde yo, el día anterior... era el único sin compañía. Rápido, comencé a caminar hacia él. Y lentamente comprendí lo que estaba por hacer…
Jorge Kagiagian