En las tierras donde las montañas reinan y el ojo antiguo todo lo observa. El viento azotaba las casas; todas dormidas, todas menos una. El cielo oscuro de la noche fue un frío testigo. Una mujer joven proveniente de una familia humilde cerraba su mano curtida tratando de aferrarse de algo o de alguien. En el espacio ausente, apretaba sus dedos agitados. Cerraba los ojos con fuerza para, así, engañar al dolor. Respiros entrecortados y consternados. De su vientre se asoma entre alivios, llantos y risas silenciosas el rostro de la nueva generación. Una niña tan hija de su madre como de su tierra. La piel oscura como la de su pueblo. Su sangre cuenta mil historias. Cabellos lacios y negros. Sus ojos infinitos como el de un puma que espera.
Un pueblo de costumbres cálidas. Ropas plenas de colores que contrastan con el suelo castigado por el sol cubierto por apenas unos arbustos amarillentos. Comidas sustanciosas entregadas por la madre tierra para compartir en grandes festejos populares; necesarias para soportar el clima inhóspito. Danzas enérgicas al ritmo de los instrumentos de viento y los de cuerdas construidos en madera y con animales. Ritmos de alegrías y tristezas, el triunfo y la derrota aunados en el espíritu de los hombres rezagados; muchas veces perdidos en la fermentación de sus bebidas. Encuentran en los brazos de sus mujeres el merecido descanso de una vida de trabajo y sudor. Mujeres bajo la grave sombra de sus maridos, sombras que aplastan cualquier sueño más que el servir a otros. En ese pueblo vivió ella. La dulzura de sus mejillas hundida en tierras bellamente amargas.
Como una flor en la tempestad, la niña creció. Muchas veces entre risas y abundancia, y otras entre lágrimas de quien necesita y no tiene. Fueron demasiadas las noches en las cuales se acostó en su cama a medio comer y otras en donde tuvo que conformarse con mucho menos.
Desde su muy tierna niñez, la inquietud habitó en ella. Los deseos del saber en un recipiente sin fin. Insatisfacción eterna. La lista interminable de preguntas respondidas desplegaba nuevas. Su madre, una mujer casi siempre silente tuvo la paciencia necesaria. Siendo apenas una infanta ya sabía de memoria todas las historias de su pueblo. Aprehendió cada oportunidad que la vida le presentó. Las abrazó y las hizo suya como quien encuentra el más bello tesoro. Leer y escribir era algo muy poco habitual. En su pueblo no tenían el tiempo necesario, ni el saberlo les ayudaría cultivar las tierras (según ellos creían).
Enseñó a sus conciudadanos como almacenar la comida sin que esta se estropeara o caducara haciendo que ya nadie pasara hambre en las temporadas de escasez. Muchas pequeñas cuestiones pero, aún así, primordiales como el buen cuidado del propio cuerpo. Cuestiones que había recopilado del saber de las personas más ancianas.
Mientras florecía su insignia de mujer, se las ingenió para poder transmitir todo lo que sabía a los niños y de esta manera, de a poco, todos comenzarían a valorar las virtudes de una mente educada.
La curiosidad de quien no se resigna, su espíritu imbatible o quizás la mano misma del que todo lo guía, la llevaron por primera vez al mirador de la más alta de las montañas.
Sentada allí, observó una flor de forma cónica, color rojo intenso... que por su propio tamaño y del peso pétalos acostaba su cáliz. Haciendo que todo su esplendor se dirigiera al suelo. Si la flor quisiera tomar el brillo del sol y crecer debía levantarse orgullosa por mucho esfuerzo que eso implicara.
Un ave enorme de plumas negras y blancas voló sobre ella cubriéndola con la sombra de su poderosa envergadura. Ella alzó su cabeza y siguió al ave hasta el horizonte; ese límite que une el cielo con la tierra, el lugar donde el hombre se encuentra con su creador.
En el fondo, una estrella en plena tarde, justo debajo, una ciudad. La Ciudad de la Envidia o la de los Otros (así la llamaban Ellos). Los Otros, que no eran Ellos, no vivían igual. No les faltaba nunca la comida, de hecho, tenían montañas de comida desperdiciada en las afueras de la ciudad. Sus pieles no eran del mismo color. Eran altos y estilizados, sus pelos no eran gruesos como alambres, al contrario, eran suaves como el viento. Y sus ojos de colores variados. Los Otros no trataban a Ellos bien, ni Ellos a los Otros. Cuanto menos tuvieran que relacionarse y compartir muchísimo mejor para ambos.
Siendo apenas una niña, a los ojos de su madre, habló con ella buscando consejos aunque, en realidad, ya la decisión estaba tomada. El dolor de la madre frente a la impotencia de ver a su hija partir no encuentra palabras sino apenas un gesto en su rostro que entremezcla el miedo, el orgullo, el deseo profundo de que alcanzase sus anhelos. La madre sacó de su muñeca una pulsera de cuentas y la puso en las manos de su hija. La abrazó y, sin decir palabra alguna, se retiró a su habitación en donde rompió en el llanto más silencioso y triste de toda su vida.
Se arrodillaría cada semana junto al pilar de la plaza central frente al templo, vistiendo su mejor atuendo, para rogarle a quien todo lo ve que pose su mirada en ella y que su mano aleje a los malos espíritus de la senda de su niña.
Así, sin más, cargó algo de ropa y comida en un hatillo de piel de cordero. Y sujeta firme, entre sus dedos, la pulsera de cuentas.
Durante el viaje, a medida que bajaba la montaña, fue notando que su entusiasmo iba en aumento. Y no solo eso, sino que el color gris y amarillento se desvanecían del paisaje. Estaba tan emocionada... las flores no solo eran rojas ¡Había de otros colores! Vio un campo colmado de lavandas... ¡Quién hubiera dicho que todo eso era posible! ¡Y que existiera tal color! Su expresión boquiabierta, atónita y deslumbrada era comparable a la de un niño que observa, por primera vez, el milagro de los copos de nieve cayendo sobre las palmas abiertas de sus manos.
Una vez allá, no tardó en sentir el peso de ser distinta en su apariencia. El dulce acento de su voz fue, también, un doloroso estigma. Fue, en efecto, segregada, apartada, situada en un lugar relegado en una sociedad que en lo más profundo de ella aún seguía siendo superficial. Conseguir alguien que le rentara un lugar cómodo donde pasar las noches parecía imposible; aun intentando pagar más que lo solicitado por el arrendatario. Luego de la resignación inevitable, fue a vivir en la zona menos cotizada, y por lo tanto, más indeseable de la ciudad. Allí todos los excluidos vivían juntos como una gran familia: era el barrio de los Ellos (así lo llamaban los Otros). Los Otros iban allí como divertimento de fin de semana. Era muy entretenido ir allí, solo un rato, comer algo, comprar algo barato, mofarse en silencio para luego volver a la comodidad de sus casas agradeciendo no ser como Ellos.
Bendecir sus vidas con un trabajo no era tarea fácil para Ellos. La única oferta consistía en trabajos físicos, degradantes, indecorosos o de muy mala reputación... nada importaba cuan calificada fuera la educación que poseyeran. Algunos de Ellos optaron por algunos trabajos de ilegalidad notoria. Pero, aún así, no se rehusó a trabajar aunque extenuara su cuerpo levantado bolsas que pesaban más que su propio peso. No lo hacía solo porque necesitaba alimentarse y pagar el techo donde vivir sino porque su espíritu fuerte no aceptaría nunca la autocompasión de mendigar o peor. Su madre le había enseñado bien: "todo lo bueno, todo lo honesto, todo lo de buen nombre".
En la ciudad de los Otros las mujeres no gustaban de trabajar a menos de que fuera alguna actividad de moda o popular en donde podrían exponerse como seres nobles antes los ojos de sus iguales y verse inalcanzable por las menos afortunadas. Pero ella realizó todo tipo de tareas: limpieza, atención en tiendas de abarrotes. Trabajó vendiendo productos por las calles y golpeando puerta a puerta ofreciendo productos variados. Incansable, sin detenerse. Llegaba a su casa agotada, pero no sin antes concurrir a la escuela en donde tomaba clases de literatura. Sabía que el estudio era la única respuesta; allí encontraría las herramientas para una vida prospera. En la Ciudad de la Envidia los logros ajenos eran el peor veneno para las mentes mediocres que allí habitaban. Nada quería regalado, si habría de progresar sería por su propio esfuerzo. Su dignidad no tenía precio. Su alma era libre y no la de un perro adiestrado que espera ser alimentado por su amo. Eso molestaba mucho en aquella ciudad; todos ya habían vendido su tiempo, empeñado su dignidad, alquilado su cuerpo y peor; solo por beneficios efímeros.
¿Cómo una persona con tal despreciable origen podía tener más amor propio que la gente de los Otros?
Quien no respeta la historia de su genealogía no puede tener respeto por sí mismo. Cuando uno carece de identidad no es más que un viajante errante. Quien carece de pasado no es más que un eslabón suelto que pretende ser cadena. Sin raíces no puedes dar frutos. Los Otros jamás hubieran podido entender que ella era historia viva, que gente como ella hacía del mundo mundo. ¿¡Como habrían de entender que en su piel habitaban las almas invencibles de los guerreros de toda una nación!?
Durante la mañana, en la plaza del centro de la ciudad, un grupo de mujeres reclamaban privilegios y otras cuestiones aún más lamentables. Utilizaban la violencia, la depravación pública y otros accionares igual de repudiables con el único fin de intimidar. Acciones indignas de gente civilizada pero desopilantemente efectivas. Ideas que jamás encontrarían lugar en una mente educada y sensible. Ella era fuerte e independiente, responsable de las consecuencias de sus actos ¿Acaso no es justamente eso ser una persona adulta; lo que diferencia a una niña de una verdadera mujer? Ella criaría en total soledad, con el mayor de sus esmeros y renunciamientos, a sus hijos -si la vida y el sabio antiguo ello le depararan. Luego de retirarse el grupo y dejar atrás un infame rastro de destrucción y desconsideraciones, por la tarde, llegó otro grupo exigiendo beneficios económicos pero no así trabajo. Todo lo que tanto esfuerzo le costaba a ella, otros lo pretendían sin mediar esfuerzos.
En la Ciudad de la Envidia todos estaban de acuerdo en que la culpa de los propios infortunios era siempre del otro y de los Otros.
Al día siguiente, ella pasó por aquel lugar. El pasto verde corrompido y las flores llorando pétalos de colores anudaron su garganta. Sus ojos se inundaron de un brillo húmedo que opacaba el resto de su rostro. Mientras, meditabunda, caminaba por la plaza la gente que iba llegando se acomodaba en una fila. En poco tiempo la fila de extendió por el largo de muchas calles. Eran audicionistas que intentaban mostrar sus cualidades para un concurso popular. Había con grandes reconocimientos económicos que le vendrían muy bien y un galardón de prestigio para el ganador. Allí había mujeres y hombres, músicos y cantantes, actores, artistas circenses, había de todo verdaderamente. Incluso hasta un muchacho estafador que pretendía hacer creer que podía saber el futuro leyendo las manos de sus engañados, incluso se jactaba de poder leer las mentes si se concentraba debidamente. Sus ojos negros y una mirada abismal eran la clave de su poder persuasivo.
Por supuesto, que ella sintió curiosidad por tal concurso. Pero como extranjera, no esperaba tener la posibilidad de formar parte, aún así la oportunidad se presentó. Luego de varias entrevistas de selección esta chiquilla escribió su nombre y firmó la aplicación.
Y así, comenzaría su aventura en el concurso popular.
La primer participante fue una bailarina quien en sus movimientos desplegaba una gracia admirable. Bailaba tan bello. Cada paso ensayado con la mayor exigencia y precisión mecánica. Cada uno que se presentaba desplegaba un sinfín de técnicas complejas obtenidas en alguna escuela de danza prestigiosa.
Una vez que pasaron cada uno de los participantes, fue el turno de ella.
Caminó hasta el medio del gran escenario de la ciudad con un vestido de fiesta de su pueblo, pleno de colores como acostumbraban en su patria. Al ver a tal multitud quedó paralizada en el mismo centro del escenario. Inmóvil y nada más. Su respiración agitada en el más absoluto pánico. Varios minutos pasaron, la gente empezó a bostezar, luego a mostrar un aburrimiento impaciente hasta que comenzaron a gritar cosas irrepetibles. El telón estuvo a segundos de cerrarse, cuando, de sus ojos, quiso limpiar con su mano las lágrimas de vergüenza vio en su muñeca la pulsera de cuentas de su madre. Cerró los ojos, e inspiró profundo… sus pulmones de llenaron aire y como si mil años de historia despertaran dentro de su cuerpo comenzó a moverse al ritmo de la música, el viento como su compañero, los rayos del sol guiaban cada paso y el palpitar de la tierra llenó de espíritu su danza. Una tormenta irrefrenable, invencible, arrasadora.
Abrió los ojos frente a un silencio abrumador, quiso salir corriendo del escenario pero una multitud extasiada que aplaudía de pie se lo impidió.
Cada día mostraba un poco de quien era. Un día narró una historia conmovedora que su madre le contó muchas noches antes de ir a dormir. También toco sus instrumentos musicales, hasta habló de como era su pueblo frente a un público cautivado.
Lentamente, tan lento que casi no podía darse cuenta fue esparciendo la semilla de su cultura.
Los otros artistas estaban fascinados por su originalidad, por su fuerza, por espíritu indómito, por la ternura, por la nostalgia que había encontrado morada en cada parpadeo de sus infinitos ojos negros.
El muchacho estafador, al verla, su corazón quedó irremediablemente preñado de ella y de su belleza exótica. No podía ver el futuro, y mucho menos leer las mentes pero aún así, pudo ver el resplandor de su alma buena. Tomó una hoja de papel y la plegó interminables veces... ¡Una flor! Mirandola a los ojos, le entregó en silencio a la niña ya casi mujer y ella sonrió. Fue tan fuerte el impacto al verla directamente a los ojos que sintió mucha vergüenza de quien era. Se dio cuenta de cuan pequeño había sido durante toda su vida. Habiéndolo tenido todo, no construyó nada con todo aquello. Solo se refugiaba en su mundo de historias jamás vividas y de amables engaños. Por lo que decidió cambiar el rumbo de la mentira en búsqueda de alguno más noble.
Mientras ella luchaba, otras reclamaban privilegios, buscaban beneficios solo por ser mujeres... pero ella no. No quería nada regalado, no quería privilegios. Era una persona de principios y profundos valores; no una adolescente desvergonzada y caprichosa. Ella cargaría en sus hombros cualquier peso que fuera necesario llevar para salir adelante.
Trabajaba, cada día, en sus diversas actividades y, sin dormir pero sin tambalear ella, se presentaba en cada instancia del concurso.
Llegó el día final, los mejores y ella entre ellos. El día donde debían mostrar sus cualidades, sus mayores dotes. Todos lucían sus mejores ropas, mostraron sus habilidades de forma espectacular, llena de brillos y colores. Espectáculos superlativos y arrogantes. Colmados de pretensiones.
Ella estaba apabullada, ya no podía competir al mismo nivel que sus competidores. No podía exponer tal derrame de vanagloria y despilfarro. Mentiría si dijera que ella no pensó en renunciar... volver a su tierra, a su hogar; quizás demasiadas veces. Pero no lo hizo antes y no lo iba a hacer en ese momento. Salió a caminar por la plaza para sosegar su espíritu fatigado. Ella ya se sentía ganadora pero no iba a conformarse llegando hasta adonde llegó y no llegar al final sin haberlo darlo todo.
Miró el pasto que había sido aplastado unas semanas atrás en las frívolas marchas. Notó como había recuperado su fuerza y volvía a crecer tan fuerte como antes o más. Acarició un brote aplastado. Apoyó su mano en la tierra. En su oído, una voz; quizás la voz quien todo lo inspira le revelaba su destino. Se levantó y supo exactamente que debía hacer.
En la tierra de la misma plaza, encontró frutas y hortalizas. De los arbustos, recogió más variedad. Con toda rapidez corrió a su casa mientas que en el camino juntaba las hierbas silvestres que necesitaría. Cortó los ingredientes velozmente. Con toda destreza preparó una comida antiquísima: la sopa que su madre le había preparado desde que ella tenía memoria (y antes también), que había alimentado a millones de niños, hombres y mujeres durante mil de años. La que alimentó a los soldados independentistas que entregaron su vida por la libertad de su gente. Mientras la preparaba pudo sentir su nación bajo sus pies.
La triada de ilustres ya había calificado a todos y era, ya, el turno de ella. Corriendo por las calles con su preparación llegó justo a tiempo. El primero hundió la cuchara en el plato y la introdujo en su boca. Sus ojos se abrieron de satisfacción. Hundió una y otra vez la cuchara hasta el cansancio. El segundo quedó paralizado por la emoción como si el tiempo se detuviera degustando lentamente cada nota de esa sinfonía de sabor. El tercero, al probarla, inmediatamente sus ojos se llenaron de lágrimas y desconsuelo porque siempre había ocultado, por cobardía frente al miedo al rechazo, que en sus venas corría también sangre de Ellos. Abrazó a la jovencita y acongojado le pidió perdón; a ella y al recuerdo negado de su familia.
Los otros participantes al ver semejante escena corrieron también a probar la sopa. Cada persona que estaba en el lugar reaccionó de formas similares a los ilustres... Y así ella se hizo merecedora de todos los galardones del concurso y lo que era más importante, se hizo del respeto y la admiración de quienes la había segregado. Su talento y su humildad arrasaron la envidia de la Ciudad. Sus logros recién comenzaban.
Las voces viajaron por todo el pueblo de los Otros: su cultura, sus valores, sus costumbres... en la ciudad no habían quien no las conociera. Los prejuicios, disgregados. El rumor de su nombre cruzó todos los caminos hasta llegar a los oídos de su pueblo y de su madre.
Fue recibida por el líder de su pueblo y nombrada Embajadora de la Paz por la Unión de los Pueblos.
Desde entonces, ganó la oportunidad de demostrar quién era y de lo que era capaz. Ninguna puerta se cerraría jamás y si eso llegaba a ocurrir diez nuevas más estarían dispuestas para ella. Nunca más volvió a pasar necesidades pero jamás perdió su humildad, ni olvidó sus orígenes. Dedicó su vida a motivar a los más humildes, a enseñarles que la educación era la clave que pondrá alas a sus sueños.
Su nombre fue incluido en las historias de los héroes de su pueblo; por primera vez el nombre una mujer. Su mero nombre fue inspiración sin igual para todas las niñas y mujeres dispuestas a derrotar los obstáculos de la vida y lo sigue siendo al día de hoy.
Una tarde de primavera, cuando los colores empezaban a brotar y el color rojizo de las mejillas de niña ya había perdido su virtud, cuando sus manos del color de la tierra exhibían las viejas heridas y sus cicatrices golpearon a la puerta de su casa. Un hombre de ojos grandes y negros con una mirada abismal. Sus ojos se cruzaron, y ella pudo ver el resplandor de su alma buena. Su corazón quedó irremediablemente preñado de él.
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En las tierras donde las montañas reinan y el ojo antiguo todo lo observa. El viento azotaba las casas; todas dormidas, todas menos una. El cielo oscuro de la noche fue un frio testigo. Una gran mujer proveniente de una familia humilde cerraba su mano guerrera tratando de aferrarse a cualquier cosa cercana, apretaba sus dedos agitados tomando la mano de su marido. Cierra los ojos con fuerza para engañar al dolor. Respiros entrecortados y consternados, de su vientre asoma entre alivios, llantos y risas silenciosas el rostro de la nueva generación. Una niña tan hija de su madre como de su tierra. La piel oscura como la de su pueblo. Su sangre cuenta mil y una historias. Cabellos lacios y negros. Sus ojos infinitos como el de un puma que espera.
Jorge Kagiagian
Dedicado a Elba Zulema Rodriguez.
No tengo palabras para describir todo lo que significas para mí y para muchos otros. Intente hacerlo al escribir este cuento pero no lo he logrado. Quizás en alguna otra vida pueda explicarte que siente mi alma cuando mis ojos te admiran.
Gracias a la Profe Eli Maidana que como siempre me enseña y aconseja
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