Progreso



Progreso 


Camino hacia mi casa, tranquilo; nada me distrae. Siempre contemplo el panorama. No tiene nada especial, un paisaje citadino, personas, palomas, el cielo un tanto gris, gracias a la enorme cantidad de autos, publicidades luminosas y el pavimento; mucho pavimento y cemento. Cemento, más cemento, demasiado… .


Yo nací en esta misma ciudad, en aquel entonces, un pueblo pequeño. De niño caminaba estas mismas calles; eran de tierra. Las casas no eran monstruos gigantes espejados, capaces de hacer doler el cuello al seguirlos con la vista. No, no lo eran, sino pequeñas. Algunas, muy pocas, tenían un segundo piso que usaban, generalmente, para tender la ropa. Todas tenían un pequeño jardín al frente y detrás de la casa, un espacio lleno de árboles, algunos frutales y el limonero inevitable; un pequeño paraíso a tan solo unos pasos. Allí realizábamos las comidas familiares de cada domingo al mediodía y donde cada verano armábamos nuestra pileta de lona.


Es imposible olvidar aquello. Todo el verano en pantalones cortos, sin remera, saltando y jugando en esa pileta. Inflando pequeños globos de colores que, trepados en el árbol, en ese hermoso árbol, de la puerta de mi casa, arrojábamos sobre los distraídos.


Pero desafortunadamente, de forma muy lenta, comenzaron a llegar a nuestro pueblo empresas de toda índole. Cadenas de comida rápida que ofrecerían hamburguesas y papas fritas nada saludables, cafeterías con grandes técnicas de mercadeo que lograrían vender sus productos malos a precios muy altos. El almacén de toda la vida cerró luego de que las cadenas de supermercados, minimercados, cadenas de quioscos atosigaran sus cuentas. Hasta la farmacia de turno es ahora un lugar de ventas de productos de bazar y golosinas que ocasionalmente vende algún medicamento.


Comenzaron llegar maquinaria pesada necesaria para construir edificios. Excavadoras, grúas, pavimentadoras. Transitaban las calles de tierra como si fuera un desfile militar. Lo recuerdo bien, fue en abril. No le di mucha importancia en aquel entonces. Ya era adolescente y tenía una novia, así que encontraba cómo ocupar mi tiempo y, además, nos encontrábamos en pleno otoño. Pero llegado el verano, me encontré rodeado de esos edificios sin colores, que se yerguen sobre lo bello, aplastando la naturaleza y le ponen precio a todo. Mi patio trasero quedaría para siempre privado de toda luz y las innumerables ventanas harían de mi privacidad algo inexistente.


De esta manera, llegó el progreso a nuestro pueblo. De unos pocos habitantes ahora seríamos muchos miles. Desde entonces, caminaría por la calle y ningún rostro me sería familiar. No sabría sus nombres y quizás, jamás los volvería a ver. Nadie me saludaría a los gritos desde la vereda del otro lado de la calle, ni tendríamos una conversación cortés y amena a viva voz. Ya no sería apropiado.


Mis padres fallecieron poco tiempo después. Vieron morir su casa soñada. Sin luz, las bellas plantas y árboles del jardín, y el paraíso del patio trasero no encontraron forma de alimentarse y sobrevivir. Las máquinas enormes y las vibraciones constantes de las empresas constructoras agrietaron las paredes y la lluvia hizo el resto. La casa de mis padres, ahogada definitivamente en la frialdad del cemento gris. No tuve otra alternativa que venderla por una cantidad miserable de dinero. Sí, tuve que vender la casa en la que me crié, la casa de mis padres, la casa de mi niñez, donde dije mi primera palabra, di mi primer paso, donde mi padre me cobijó y mi madre me amó, donde jugué con mis amigos, donde di mi primer beso a la vecinita de enfrente bajo la sombra de ese hermoso árbol, donde mis padres me gestaron, donde me hice niño, adolescente, donde me hice hombre.


Ya nada queda de todo eso, sino un recuerdo, solo nostalgia. Mi casa fue arrasada por una siniestra retroexcavadora, esa inconmovible garra de metal; desmembrada, mutilada hasta el irreconocimiento. Solo queda ese árbol de la puerta de entrada que ya no existe.


Hoy trabajo en un banco, una empresa multinacional, el mismo banco que ha embargado las casas de muchos de mis vecinos y amigos que tuvieron que irse de este lugar en busca de suerte en otros pueblos donde sus habilidades campestres aún fueran útiles, pueblos que encontrarán, también, el progreso. El mismo banco que ha construido, sobre los cimientos de mi casa, una moderna sucursal de su imperio económico.


Cada día, antes de ingresar, coloco mi mano sobre la corteza de ese hermoso árbol de mi niñez, respiro profundo, fuerzo una sonrisa y entro a trabajar.


Jorge Kagiagian



Version old

Camino hacia mi casa, tranquilo, nada me distrae. Siempre contemplo el panorama. No tiene nada especial, un paisaje citadino, personas, palomas, el cielo un tanto gris gracias a la enorme cantidad de autos, publicidades luminosas y el pavimento; mucho pavimento y cemento. Cemento, más cemento, demasiado… demasiado.

Yo nací en esta misma ciudad, en aquel entonces un pueblo pequeño. De niño caminaba estas mismas calles; eran de tierra. Las casas no eran monstruos gigantes espejado capaz de hacer doler el cuello al seguirlos con la vista. No, no lo eran, sino pequeñas. Algunas, muy pocas, tenían un segundo piso que usaban, generalmente, para tender la ropa.  Todas tenían un pequeño jardín al frente y detrás de la casa, un espacio lleno de árboles algunos frutales y el limonero inevitable, un pequeño paraíso a tan solo unos pasos. Allí realizábamos las comidas familiares de cada domingo al mediodía y donde cada verano armábamos nuestra pileta de lona.

Es imposible olvidar aquello, todo el verano en pantalones cortos, sin remera, saltado y jugando en esa pileta. Inflando pequeños globos de colores que, trepados en el árbol, en ese hermoso árbol, de la puerta de mi casa arrojábamos sobre los distraídos.
Pero desafortunadamente, de forma muy lenta comenzaron a llegar a nuestro pueblo, empresas de toda índole. Cadenas de comida rápida que ofrecerían hamburguesas y papas fritas nada saludables, cafeterías con grandes técnicas de mercadeo que lograrían vender sus productos malos a precios muy altos. El almacén de toda la vida cerró luego de que las cadenas de supermercados, minimercados, cadenas de quioscos atosigaran sus cuentas. Hasta la farmacia de turno es ahora un lugar de ventas de productos de bazar y golosinas que ocasionalmente vende algún medicamento.

Comenzaron a construir esos edificios. Lo recuerdo bien, fue en abril. No le di mucha importancia en aquel entonces. Ya era adolescente y tenía una novia, así que encontraba como ocupar mi tiempo y, además, nos encontrábamos en pleno otoño. Pero llegado el verano me encontré rodeado de esos edificios sin colores, que se yerguen sobre lo bello aplastando la naturaleza y le ponen precio a todo. Mi patio trasero quedaría para siempre privado de toda luz y las innumerables ventanas harían de mi privacidad algo inexistente.
De esta manera llegó el progreso a nuestro pueblo. De unos pocos habitantes ahora seríamos muchos miles. Desde entonces, caminaría por la calle y ningún rostro me sería familiar. No sabría sus nombres y quizás, jamás los volvería a ver. Nadie me saludaría a los gritos de la vereda del otro lado de la calle, ni tendríamos una conversación cortes y amena a viva voz. Ya no sería apropiado.

Mis padres fallecieron poco tiempo después. Vieron morir su casa soñada. Sin luz, las bellas plantas y árboles del jardín y el paraíso del patio trasero no encontraron forma de alimentarse y sobrevivir. Las máquinas enormes y las vibraciones constantes de las empresas constructoras agrietaron las paredes y la lluvia hizo el resto. La casa de mis padres, ahogada definitivamente en la frialdad del cemento gris. No tuve otra alternativa que venderla por una cantidad miserable de dinero. Si, tuve que vender la casa en la que me crie, la casa de mis padres, la casa de mi niñez. Donde dije mi primera palabra, di mi primer paso, donde mi padre me cobijo y mi madre me amó. Donde jugué con mis amigos, donde di mi primer beso a la vecinita de al frente bajo la sombra de ese hermoso árbol. Donde mis padres me gestaron, donde me hice niño, adolescente, donde me hice hombre.

Ya nada queda de todo eso, sino un recuerdo, solo nostalgia.  Mi casa fue arrasada una siniestra retroexcavadora, esa inconmovible garra de metal; desmembrada, mutilada hasta el irreconocimiento. Solo queda ese árbol de la puerta de entrada que ya no existe.

Hoy trabajo en un banco, una empresa multinacional. El mismo banco que ha embargado las casas de muchos de mis vecinos y amigos que tuvieron que irse de este lugar en busca de suerte en otros pueblos donde sus habilidades campestres aún fueran útiles. Pueblos que encontrarán, también, el progreso. El mismo banco que ha construido, sobre los cimientos de mi casa, una moderna sucursal de su imperio económico.
Cada día, antes de ingresar, coloco mi mano sobre la corteza de ese hermoso árbol de mi niñez respiro profundo, tomo fuerzas, escondo mi tristeza y entro a trabajar.

Jorge Kagiagian


Version 2

Progreso 


Camino hacia mi casa, tranquilo; nada me distrae. Siempre contemplo el panorama. No tiene nada especial, un paisaje citadino, personas, palomas, el cielo un tanto gris, gracias a la enorme cantidad de autos, publicidades luminosas y el pavimento; mucho pavimento y cemento. Cemento, más cemento, demasiado… .


Yo nací en esta misma ciudad, en aquel entonces, un pueblo pequeño. De niño caminaba estas mismas calles; eran de tierra. Las casas no eran monstruos gigantes espejados, capaces de hacer doler el cuello al seguirlos con la vista. No, no lo eran, sino pequeñas. Algunas, muy pocas, tenían un segundo piso que usaban, generalmente, para tender la ropa. Todas tenían un pequeño jardín al frente y detrás de la casa, un espacio lleno de árboles, algunos frutales y el limonero inevitable; un pequeño paraíso a tan solo unos pasos. Allí realizábamos las comidas familiares de cada domingo al mediodía y donde cada verano armábamos nuestra pileta de lona.


Es imposible olvidar aquello. Todo el verano en pantalones cortos, sin remera, saltando y jugando en esa pileta. Inflando pequeños globos de colores que, trepados en el árbol, en ese hermoso árbol, de la puerta de mi casa, arrojábamos sobre los distraídos.


Pero desafortunadamente, de forma muy lenta, comenzaron a llegar a nuestro pueblo empresas de toda índole. Cadenas de comida rápida que ofrecerían hamburguesas y papas fritas nada saludables, cafeterías con grandes técnicas de mercadeo que lograrían vender sus productos malos a precios muy altos. El almacén de toda la vida cerró luego de que las cadenas de supermercados, minimercados, cadenas de quioscos atosigaran sus cuentas. Hasta la farmacia de turno es ahora un lugar de ventas de productos de bazar y golosinas que ocasionalmente vende algún medicamento.


Comenzaron llegar maquinaria pesada necesaria para construir edificios. Excavadoras, grúas, pavimentadoras. Transitaban las calles de tierra como si fuera un desfile militar. Lo recuerdo bien, fue en abril. No le di mucha importancia en aquel entonces. Ya era adolescente y tenía una novia, así que encontraba cómo ocupar mi tiempo y, además, nos encontrábamos en pleno otoño. Pero llegado el verano, me encontré rodeado de esos edificios sin colores, que se yerguen sobre lo bello, aplastando la naturaleza y le ponen precio a todo. Mi patio trasero quedaría para siempre privado de toda luz y las innumerables ventanas harían de mi privacidad algo inexistente.


De esta manera, llegó el progreso a nuestro pueblo. De unos pocos habitantes ahora seríamos muchos miles. Desde entonces, caminaría por la calle y ningún rostro me sería familiar. No sabría sus nombres y quizás, jamás los volvería a ver. Nadie me saludaría a los gritos desde la vereda del otro lado de la calle, ni tendríamos una conversación cortés y amena a viva voz. Ya no sería apropiado.


Mis padres fallecieron poco tiempo después. Vieron morir su casa soñada. Sin luz, las bellas plantas y árboles del jardín, y el paraíso del patio trasero no encontraron forma de alimentarse y sobrevivir. Las máquinas enormes y las vibraciones constantes de las empresas constructoras agrietaron las paredes y la lluvia hizo el resto. La casa de mis padres, ahogada definitivamente en la frialdad del cemento gris. No tuve otra alternativa que venderla por una cantidad miserable de dinero. Sí, tuve que vender la casa en la que me crié, la casa de mis padres, la casa de mi niñez, donde dije mi primera palabra, di mi primer paso, donde mi padre me cobijó y mi madre me amó, donde jugué con mis amigos, donde di mi primer beso a la vecinita de enfrente bajo la sombra de ese hermoso árbol, donde mis padres me gestaron, donde me hice niño, adolescente, donde me hice hombre.


Ya nada queda de todo eso, sino un recuerdo, solo nostalgia. Mi casa fue arrasada por una siniestra retroexcavadora, esa inconmovible garra de metal; desmembrada, mutilada hasta el irreconocimiento. Solo queda ese árbol de la puerta de entrada que ya no existe.


Hoy trabajo en un banco, una empresa multinacional, el mismo banco que ha embargado las casas de muchos de mis vecinos y amigos que tuvieron que irse de este lugar en busca de suerte en otros pueblos donde sus habilidades campestres aún fueran útiles, pueblos que encontrarán, también, el progreso. El mismo banco que ha construido, sobre los cimientos de mi casa, una moderna sucursal de su imperio económico.


Cada día, antes de ingresar, coloco mi mano sobre la corteza de ese hermoso árbol de mi niñez, respiro profundo, fuerzo una sonrisa y entro a trabajar.


Jorge Kagiagian



Version old

Camino hacia mi casa, tranquilo, nada me distrae. Siempre contemplo el panorama. No tiene nada especial, un paisaje citadino, personas, palomas, el cielo un tanto gris gracias a la enorme cantidad de autos, publicidades luminosas y el pavimento; mucho pavimento y cemento. Cemento, más cemento, demasiado… demasiado.

Yo nací en esta misma ciudad, en aquel entonces un pueblo pequeño. De niño caminaba estas mismas calles; eran de tierra. Las casas no eran monstruos gigantes espejado capaz de hacer doler el cuello al seguirlos con la vista. No, no lo eran, sino pequeñas. Algunas, muy pocas, tenían un segundo piso que usaban, generalmente, para tender la ropa.  Todas tenían un pequeño jardín al frente y detrás de la casa, un espacio lleno de árboles algunos frutales y el limonero inevitable, un pequeño paraíso a tan solo unos pasos. Allí realizábamos las comidas familiares de cada domingo al mediodía y donde cada verano armábamos nuestra pileta de lona.

Es imposible olvidar aquello, todo el verano en pantalones cortos, sin remera, saltado y jugando en esa pileta. Inflando pequeños globos de colores que, trepados en el árbol, en ese hermoso árbol, de la puerta de mi casa arrojábamos sobre los distraídos.
Pero desafortunadamente, de forma muy lenta comenzaron a llegar a nuestro pueblo, empresas de toda índole. Cadenas de comida rápida que ofrecerían hamburguesas y papas fritas nada saludables, cafeterías con grandes técnicas de mercadeo que lograrían vender sus productos malos a precios muy altos. El almacén de toda la vida cerró luego de que las cadenas de supermercados, minimercados, cadenas de quioscos atosigaran sus cuentas. Hasta la farmacia de turno es ahora un lugar de ventas de productos de bazar y golosinas que ocasionalmente vende algún medicamento.

Comenzaron a construir esos edificios. Lo recuerdo bien, fue en abril. No le di mucha importancia en aquel entonces. Ya era adolescente y tenía una novia, así que encontraba como ocupar mi tiempo y, además, nos encontrábamos en pleno otoño. Pero llegado el verano me encontré rodeado de esos edificios sin colores, que se yerguen sobre lo bello aplastando la naturaleza y le ponen precio a todo. Mi patio trasero quedaría para siempre privado de toda luz y las innumerables ventanas harían de mi privacidad algo inexistente.
De esta manera llegó el progreso a nuestro pueblo. De unos pocos habitantes ahora seríamos muchos miles. Desde entonces, caminaría por la calle y ningún rostro me sería familiar. No sabría sus nombres y quizás, jamás los volvería a ver. Nadie me saludaría a los gritos de la vereda del otro lado de la calle, ni tendríamos una conversación cortes y amena a viva voz. Ya no sería apropiado.

Mis padres fallecieron poco tiempo después. Vieron morir su casa soñada. Sin luz, las bellas plantas y árboles del jardín y el paraíso del patio trasero no encontraron forma de alimentarse y sobrevivir. Las máquinas enormes y las vibraciones constantes de las empresas constructoras agrietaron las paredes y la lluvia hizo el resto. La casa de mis padres, ahogada definitivamente en la frialdad del cemento gris. No tuve otra alternativa que venderla por una cantidad miserable de dinero. Si, tuve que vender la casa en la que me crie, la casa de mis padres, la casa de mi niñez. Donde dije mi primera palabra, di mi primer paso, donde mi padre me cobijo y mi madre me amó. Donde jugué con mis amigos, donde di mi primer beso a la vecinita de al frente bajo la sombra de ese hermoso árbol. Donde mis padres me gestaron, donde me hice niño, adolescente, donde me hice hombre.

Ya nada queda de todo eso, sino un recuerdo, solo nostalgia.  Mi casa fue arrasada una siniestra retroexcavadora, esa inconmovible garra de metal; desmembrada, mutilada hasta el irreconocimiento. Solo queda ese árbol de la puerta de entrada que ya no existe.

Hoy trabajo en un banco, una empresa multinacional. El mismo banco que ha embargado las casas de muchos de mis vecinos y amigos que tuvieron que irse de este lugar en busca de suerte en otros pueblos donde sus habilidades campestres aún fueran útiles. Pueblos que encontrarán, también, el progreso. El mismo banco que ha construido, sobre los cimientos de mi casa, una moderna sucursal de su imperio económico.
Cada día, antes de ingresar, coloco mi mano sobre la corteza de ese hermoso árbol de mi niñez respiro profundo, tomo fuerzas, escondo mi tristeza y entro a trabajar.

Jorge Kagiagian


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