El mar talla las rocas con una paciencia antigua, como si supiera que en la forma final de cada piedra reposa una verdad. Me acerco, arrastrado por un llamado que no nace del oído, sino del pecho; y allí lo veo: un rostro emergido del salitre y del tiempo, una silueta que no fue esculpida, sino invocada. Me detengo. El estupor me envuelve como un manto de espuma. Me inclino y miro... y lo veo también en el agua. Mi reflejo. Mi rostro. ¿O es el de todos?
¿Acaso somos uno? ¿Acaso todos caminamos con la misma sombra proyectada en distintas direcciones, creyendo ser únicos, cuando apenas somos fractales de una misma alma desgarrada? Como peregrinos vencidos, transitamos este mundo de rodillas, rozando con las manos la tierra en busca de una respuesta, de una señal, de algo —cualquier cosa— que apague la sed antigua de nuestras almas.
El interior de nuestro ser es un sendero sin mapa. Insondable. Abismal. Un eco de pasos que jamás dimos y de voces que nos habitaron antes de nacer. Allí, en ese abismo inmaculado y oscuro, danzan las alegorías de quienes fuimos, las historias que tejimos con palabras que hoy ya no entendemos, los sueños que amamos hasta sangrar, las sombras que nos besaron en la infancia y nunca se fueron.
“¡Ábrete, caverna misericordiosa!”, grito sin boca, sin aliento. “¡Muestra tu secreto, ten piedad de mí!” Porque ya no sé si camino en el infierno… o si el infierno camina en mí. ¿Soy yo la prisión o el prisionero? ¿Dónde termina el tormento y dónde comienza la costumbre?
El mar no responde. Solo esculpe. Solo acaricia las piedras con la constancia de los dioses y la furia de los desesperados. Pero algo me dice que en ese rostro mineral —que es mío, que es de todos— hay una grieta. Una grieta donde nace el misterio, donde se esconde la llave.
Y quizás, quizás... si me dejo caer, si dejo de huir, si abrazo el abismo en lugar de temerle, la caverna se abra. No para mostrarme la salida, sino para hacerme entender que la salida nunca fue el camino. Sino el mirar hacia dentro. Y no gritar. No temer. No huir.
Sino nombrar.
Y al fin, recordar.
Jorge Kagiagian
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