El agua hirviendo, burbujeante, papas, zapallo y un boñato
revoltoso; todas las verduras sumergidas, flotantes con su característico aroma invasor de todos
los sentidos: golpea sutil el rostro con su calor; premonición de una mesa
familiar.
Varias horas de trabajo, más que las previstas. El cuchillo
peligroso que errante confunde la cebolla y ataca la mano distraída. Eso no
detendrá el proceso, sin vacilar enjuaga el agua la herida y continúa la tarea.
Una puerta se abre súbitamente, un grito informa la llegada
del anhelado protagonista del manjar: allí, una carne sabrosa de un tierno
animal el cual siempre respetaremos. Solemne el cocinero la toma sabiendo que
una vida se fue involuntaria. Susurra al oído muerto unas palabras y agradece
al cielo la gracia recibida, sabiendo que la vida y la muerte son intrincados compañeros en la intimidad del existir…
Nuevas horas aparecen, llenan la mañana y la primera tarde.
Regocijados por carme humeante y tostada que despierta los reflejos
condicionados. Salivación incipiente que apura a los comensales a llenar la
mesa de los acompañamientos multicolores.
Agolpados en la mesa, vuelan los vasos, los cubiertos, los
platos van de mano en mano llenos del trabajo inadvertido, del esfuerzo que
solo puede hacerse con amor… allí, un poco de su ser, de su espíritu, de su
alma; será el alimento. El bocado primero genera una pausa de silencio entre el
bullicio… Y la sonrisa dibujada en su rostro: flecha el alma del cocinero que
recién en ese momento puede sentarse a la mesa y compartir el bullicio de las
charlas amigas
Pasaran los años y cada uno de nosotros extrañaremos cada
segundo de esta mesa familiar.
Jorge Kagiagian
El agua danza en la olla, vibrante y bulliciosa, mientras las verduras se sumergen en ella, dejando que su aroma embriague todos los sentidos. El calor de la preparación golpea suavemente el rostro, avivando la anticipación de una mesa familiar.
Las horas se desvanecen, más de las previstas, mientras el cuchillo, peligroso y errático, confunde a la cebolla y ataca la mano distraída del cocinero. Sin embargo, este no se detiene, enjuaga la herida con firmeza y persevera en la tarea.
De repente, una puerta se abre con ímpetu y un grito anuncia la llegada del ansiado protagonista del banquete: una carne sabrosa de un tierno animal, cuya vida se ha ido de manera involuntaria. Con solemnidad, el cocinero la toma en sus manos, consciente del valor de la vida y la muerte como compañeros ineludibles en el devenir del existir. Murmura unas palabras al oído del difunto y agradece al cielo por la gracia recibida.
Las horas se suceden, llenando la mañana y la primera tarde, mientras el humo de la carne tostada despierta los reflejos condicionados de los comensales. La salivación anticipada apura sus ansias por llenar la mesa de los acompañamientos multicolores.
Reunidos alrededor de la mesa, los vasos vuelan, los cubiertos y los platos pasan de mano en mano, cargados del trabajo inadvertido y del esfuerzo que solo se puede hacer con amor. Allí, en cada bocado, se encuentra una parte del ser, del espíritu, del alma; la cual será el alimento. El primer bocado genera una pausa de silencio entre el bullicio, y la sonrisa que se dibuja en el rostro de cada comensal penetra profundamente en el alma del cocinero, quien por fin puede sentarse a la mesa y compartir el bullicio de las charlas amigas.
Los años pasarán y cada uno de ellos extrañará cada segundo de esa mesa familiar, llena de recuerdos y sabores que nunca se borrarán de sus mentes ni de sus corazones.
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