En la observación cotidiana de los perros, hay un fenómeno que llama la atención de cualquier cuidador atento: algunos perros comen con ansiedad desbordante, como si no supieran cuándo volverán a tener alimento. No se trata simplemente de glotonería o mal comportamiento. Hay algo más profundo en esa urgencia, una herida primitiva que parece no cerrarse. A este comportamiento lo llamo "el síndrome del perro hambriento", y propongo aquí una hipótesis sobre su origen.
Mi planteo parte de una escena común pero muchas veces subestimada: el nacimiento de una camada numerosa. En esas primeras semanas de vida, cuando los cachorros dependen por completo de la leche materna, comienza una competencia silenciosa pero feroz. Las crías luchan por acceder a las mamas de la madre, y no todos logran alimentarse con la misma frecuencia o cantidad. Algunos —los más pequeños, los más débiles, los más lentos— pierden. Y al perder, no solo pierden leche: aprenden que para sobrevivir, deben apurarse, pelear, aprovechar cualquier oportunidad.
Ese aprendizaje temprano se convierte en impronta. El perro que sufrió hambre en sus primeras etapas de vida queda marcado. Aprende que la comida no está garantizada, que el hambre es una amenaza constante, y que la única manera de sobrevivir es comiendo todo lo que pueda, siempre, sin descanso. Aun cuando más tarde tenga un plato lleno dos veces al día, esa urgencia persiste. No es que tenga hambre física: tiene hambre en la memoria del cuerpo. Es un hambre emocional, ancestral, nacida en el miedo.
En algunos casos, esa ansiedad evoluciona hacia una conducta aún más compleja: la protección obsesiva del alimento. Este fenómeno, conocido como resource guarding, se manifiesta cuando el perro no solo come con desesperación, sino que también defiende su comida de manera agresiva o tensa, aunque no haya una amenaza real. Gruñe, se encorva, traga sin masticar, o incluso ataca si alguien se acerca. No lo hace por maldad, sino por miedo: porque una parte de él aún cree que ese plato podría desaparecer, que alguien podría arrebatárselo. Es una defensa contra un pasado que su cuerpo no olvida.
Este comportamiento, creo, no aparece del mismo modo en todos los perros. Hay excepciones: en camadas pequeñas, donde la competencia por la leche es menor, o en aquellos casos donde el ser humano interviene responsablemente desde el inicio, asegurando alimento en cantidad y calidad, el cachorro crece sin ansiedad. Para esos perros, la comida es un hecho: algo que llega con regularidad, sin lucha. No hay urgencia, ni desesperación, ni miedo. Solo nutrición.
Así como el hambre deja marcas en los humanos que la han sufrido, también el perro que ha conocido el hambre lleva en su interior un eco del lobo: un instinto salvaje que dice “comé ahora, porque no sabés si vas a volver a comer”. Y ese eco, aunque el animal viva luego rodeado de cuidados, no siempre se apaga.
Esta hipótesis no pretende ser una verdad científica cerrada, sino una invitación a observar con más profundidad. A mirar el plato vacío no solo como un problema de conducta, sino como el reflejo de una experiencia temprana no resuelta. Porque quizás, cuando vemos a un perro desesperado por su comida, no estamos viendo simplemente a un animal glotón: estamos viendo a un cachorro que alguna vez perdió la carrera hacia la leche, y que desde entonces, solo intenta asegurarse de que no vuelva a pasar.
Jorge Kagiagian
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