Reseña de un cristiano peligroso

En la casa de la calle oscura, el aire está viciado como un secreto que no se atreve a salir. Pesa. Se estanca en los rincones, se adhiere a las paredes manchadas como si también ellas llevaran años sin respirar. Allí, un hombre de casi treinta años ha reducido su mundo a un cuarto con olor a encierro, donde la luz del día entra como una agresión y el murmullo de su familia se filtra como un eco distante que amenaza con desbaratar sus fantasías.

El poco dinero que consigue con trabajos torpes, mal hechos y a desgano, se transforma enseguida en humo que arde en sus pulmones o en polvo que le araña la nariz. Su sustento real brota de manos temblorosas y corazones agotados: la abuela que tiembla al alcanzarle el plato, la madre que ya no llora, sólo baja la mirada, la tía que trabaja de sol a sombra y calla.Ellas sostienen su existencia como quien sostiene un jarrón roto: por miedo a que los fragmentos lastimen. Él toma lo que quiere, impone su voluntad con el solo peso de su presencia, y no devuelve más que desprecio y estallidos de furia.

Nunca paga la luz que lo alumbra, ni el gas que calienta su comida, ni el agua con la que limpia sus culpas. Vive del esfuerzo ajeno como un parásito que ha aprendido a disfrazarse de víctima.

Su pareja, con el vientre redondeado por una vida que él se niega a reconocer, camina de puntillas por la casa. Cada golpe, cada palabra arrojada como piedra, es un intento desesperado de borrar su reflejo en ese hijo que se forma. La acusa, la señala, la envenena con celos ridículos dirigidos a sus propios hermanos. En sus ojos, la esperanza ha sido sustituida por un miedo seco, mudo, que se instala como niebla perpetua. 

Un conocido —un hombre mayor, de salud frágil y fe nula— ha intentado ser puente, contener la marea. Pero la compasión se convierte en blanco. Sus silencios, sus miradas de censura, son devueltos con golpes traicioneros, con palabras que buscan humillar. A él, el agresor lo odia por no creer, por no inclinarse, por mantenerse de pie. Para el fanático, su escepticismo es pecado, su debilidad, una provocación.

Todo lo que toca parece agrietarse, detenerse, descomponerse. Lleva el infortunio adherido como una segunda piel, y aunque culpa al mundo, su sombra es la que lo arruina todo. Ese es su karma.

Sus hermanos lo esquivan como a un pozo de noche. Hablan en susurros, bajan la voz cuando él entra. La casa respira con alivio cuando él se va, como si se abriera una ventana invisible. Su ausencia tiene el peso liviano de una bendición. Su presencia, en cambio, es una mancha que no se quita.

A pesar de su torpeza, de sus fracasos repetidos, se cree tocado por una inteligencia superior. Se siente incomprendido, un genio entre necios. Pero en realidad vive atrapado en un castillo de espejos rotos, donde cada reflejo devuelve un rostro más deformado que el anterior.

En los intersticios de lucidez —raros, breves, como grietas en la niebla— se aferra a la religión como un náufrago a una tabla carcomida. Interpreta los textos sagrados como armas, no como bálsamos. Les arranca el sentido, los convierte en látigos. "Así son los verdaderos creyentes", se dice, mientras clava la mirada en quienes no se arrodillan.

Construye en su mente una fortaleza sitiada. Cree que lo persiguen, que conspiran, que murmuran. Y tienen razón. Murmuran. Pero no para destruirlo, sino para resistir su destrucción. “Hablan de mí”, susurra entre dientes, ajeno a la verdad más simple: que su infierno no es externo, sino interno.

Vive sumergido en un pantano de resentimientos, de delirios que se alimentan entre sí. Ha perdido el espejo, la brújula, el pulso. No ve el daño que causa. No escucha el llanto que deja tras de sí. Se cree centro de una cruzada, mártir de una guerra que sólo existe en su cabeza.

No crean que tiene alguna excusa para ser como es; simplemente es un cretino.

Su existencia es un nudo sin desenlace, una espina que no se puede extirpar. Para quienes lo rodean, es una condena muda. Un ejemplo sombrío de hasta dónde puede arraigarse la oscuridad en un alma cuando nadie, ni uno mismo, se atreve a encender una luz.

Jorge Kagiagian

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